Por Fernando Galván Foto Alastair Grant / AP
El País (Es)
El debut de Kazuo Ishiguro fue Pálida luz de las colinas (1982), novela corta que contaba la vida en Inglaterra de una mujer japonesa de mediana edad, Etsuko, y cómo se enfrentaba a los recuerdos de su juventud en Japón y al crecimiento de sus hijas, Keiko y Niki, en Inglaterra. La evocación de su pasado japonés y el impacto emocional que significa para Etsuko afrontar las dificultades y el fracaso de la adaptación de Keiko a su nuevo país constituyen aspectos fundamentales de la nueva narrativa británica de las últimas cuatro décadas.
En tal sentido, Ishiguro puede entenderse como representante genuino de ese conjunto riquísimo y variopinto de escritores en lengua inglesa que, procedentes de mundos lejanos, desarrollan sus carreras artísticas en Reino Unido y contribuyen a renovar la narrativa inglesa de final del siglo. Recordemos que la gran novela que rompe el ambiente más contenido de la novela tradicional (e incluso de sus innovaciones formales de los años sesenta y setenta), es Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie, publicada en 1981. A partir de esa obra, son múltiples los novelistas, en su mayoría procedentes de las antiguas colonias del Imperio británico (aunque no sea ese el caso exactamente de Ishiguro), que aportan aire nuevo al ambiente descrito por muchos críticos en Europa y América como “sofocante” y “cerrado” de la ficción británica. No es extraño que uno de los primeros escritores en felicitar ayer a Kazuo Ishiguro por la obtención del Nobel haya sido el propio Rushdie, que se declara viejo amigo suyo, y al que dice querer y admirar desde que leyó “por primera vez Pálida luz de las colinas”.
No fue solo Rushdie, sino que otros muchos han aportado a la novela inglesa de los últimos cuarenta años todo un arsenal de paisajes, de personajes, de ambientes, de geografías, de aromas y colores, que convirtieron a una novela nacional en un género de atractivo internacional. Ishiguro es un caso ejemplar. Pero su gran virtud, a mi juicio, se halla, además, en esa enorme capacidad que tiene para variar e innovar, para resistirse al encasillamiento como autor “representativo” de cierto grupo de escritores foráneos que escriben y publican en Inglaterra o los Estados Unidos.
Así, en esa misma década de los ochenta, cambió por completo el registro japonés de sus dos primeras novelas (Pálida luz de las colinas y Un artista del mundo flotante, de 1986), y sorprendió a todo el mundo con Lo que queda del día (1989), aquel relato subyugante sobre un mayordomo inglés. Semejante ductilidad adaptativa supuso para muchos lectores descubrir a un escritor de imaginación singular, dueño de un dominio estilístico admirable, que en los años posteriores le llevaría a recrear ambientes y tiempos históricos muy diversos, desde esa ciudad indeterminada y medio kafkiana de Europa central en Los inconsolables (1995), al Shanghái de principios del siglo XX y de la Segunda Guerra Chino-japonesa de Cuando fuimos huérfanos (2000), y ya en las dos últimas novelas a dos visiones muy distantes de Inglaterra: la de un país distópico e inquietante en la que quizá sea su mejor obra, Nunca me abandones (2005), o la más reciente en El gigante enterrado (2015), situada en el ambiente fantástico de monstruos y brujerías de la Inglaterra sajona posterior al rey Arturo.
Cierto que no siempre tales cambios han satisfecho a los críticos, o a sus lectores habituales, pero es también incuestionable que estamos ante un escritor con mucho talento, y con valentía suficiente para enfrentarse a nuevos retos, renovando con aire fresco la novela contemporánea.