Revista Pijao
Abismo, resplandor, azar y viento
Abismo, resplandor, azar y viento

Por Justo Navarro

Babelia (Es)

Sin necesidad de escafandras, viajamos a bordo de una nave que gira a más de 100.000 kilómetros por hora alrededor del Sol: Tierra es el nombre de la nave. Lo dice el predicador de una novela de Kurt Vonnegut, Las sirenas de Titán, de ciencia-ficción. Y, antes de nuestra era, el filósofo épico Lucrecio comparó a los recién nacidos con náufragos, marineros arrojados a la costa por una borrasca. “Hace 200 millones de años dejamos el mar y eso tuvo que ser un acontecimiento traumático del que no nos hemos recuperado”, dice uno de los personajes de El mundo sumergido, de J. G. Ballard.

Se ha encontrado un remedio para el trauma: imaginar aventuras marítimas. Estoy leyendo Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, una buena novela de 1929. Cuando un huracán se lleva su casa, los Bas-Thornton, ingleses en una isla en ruinas después de la emancipación de los esclavos negros, deciden mandar a sus dos hijos y a sus tres hijas a Londres, a estudiar. Los cinco caerán en poder de los piratas y serán dados por muertos. Son niños asilvestrados, cazadores de gatos salvajes, serpientes y murciélagos. Los gobierna Emily, de 10 años, la niña mayor, que incluso reina sobre el primogénito. Es como la Wendy de Peter Pan. ¿Cómo reaccionarán los pequeños Bas-Thornton en el tubo de ensayo de la goleta pirata? Confraternizan con los filibusteros, españoles, pobres piratas en las últimas, fuera de tiempo, en extinción. Encantan al destartalado y enorme capitán Jonsen y al rubio y mínimo oficial Otto. En el barco se sienten como en su mundo jamaicano, aunque se coma y se duerma mal en su nuevo paraíso de roña y mugre. Los niños se encariñan con los piratas, se piratizan.

Viven cada día como una fantástica función teatral. Muere el hermano mayor y automáticamente lo olvidan, como hacía Peter Pan, que, según la leyenda, había visto muchas tragedias pero las había olvidado todas. Emily crece: un día se descubre una persona distinta a cualquier otra, única, quizá Dios. Lo cuenta un narrador que habla en primera persona, contemporáneo a los hechos narrados, en la primera mitad del siglo XIX, aunque de repente, a propósito de la mentalidad infantil, mencione a los fascistas italianos. Los Bas-Thornton participan en la toma de un vapor holandés con un cargamento de fieras para el circo, y Emily acuchilla al capitán del mercante, primera sangre derramada a bordo de la goleta pirata. Y los piratas cambian, “como si aquellos infortunados hombres se dieran cuenta por fin de la diabólica levadura que se había introducido en su masa”. Para Mario Praz, que es quien habla así, los Bas-Thornton son, en su inocencia animal, una banda de niños diabólicos y Emily sería un anticipo de la Lolita nabokoviana. Yo leo Huracán en Jamaica como una parodia de Peter Pan: si Peter Pan le cortó la mano al capitán Garfio, Emily quizá empuje al capitán Jonsen a que se corte el cuello antes de que lo ahorquen. Richard Hughes escribía en tiempos en que el freudismo estaba de moda y se hablaba de cosas como la perversidad polimorfa de la infancia.

El mar tiene el prestigio de la aventura, con sus aguas vivas y volubles, siempre repetidas y siempre otras, a merced de la meteorología, los bandoleros y los monstruos oceánicos. Pero también ejerce su autoridad de lugar de prueba, de forja del carácter de quienes se arriesgan o se ven obligados a embarcarse: poco más de 10 años antes de Huracán en Jamaica, Franz Kafka concedía la palabra a un mono para que en Informe para una academia contara su amaestramiento a bordo del buque que lo llevó a Europa en una jaula. “Alguien que fue mono” renuncia a ser quien era: observando, imitando a la tripulación, aprendiendo a escupir, a fumar en pipa, a beber aguardiente, a sonreír, a estrechar la mano, a hablar. Se libra así de terminar en un zoo y se convierte en estrella del espectáculo, conferenciante en academias. Leyendo Dos años al pie del mástil, del americano de Massachusetts Richard Henry Dana, me he acordado del mono de Kafka.

Dana publicó en 1840 lo que declaró una relación fidedigna de su experiencia como marinero raso en un buque de la marina mercante. Estudiante de Derecho en Harvard, dejó los estudios por una enfermedad de la vista y, en 1834, se embarcó para cambiar radicalmente de vida y alejarse por un tiempo de los libros, un modo de curarse. Zarpó de Boston, dobló el cabo de Hornos y llegó a la California mexicana de los españoles, que observó y describió con ojo incisivo más de 10 años antes de que el oro californiano atrajera por tierra a oleadas de aventureros. Si subió al Pilgrim con un objetivo terapéutico, acabó su viaje con el propósito de impresionar al público, informándolo de la situación social del marinero con el fin de mejorarla. A la vuelta del viaje, acabó su preparación jurídica y asumió la defensa de los derechos de la marinería.

El joven Dana se plegó a los trabajos y los días del navegante. Sufrió las tormentas y la calma chicha. Se afanó incansablemente, “ni un minuto de ocio”, en el mantenimiento y funcionamiento del barco: “Dos años, y al final quedaba por hacer tanto como al principio”. La libertad de los mares sin límites contradice el encierro en el cascarón del buque comprimido por el anillo insalvable de las aguas, sometida la tripulación a reglamentos y controles férreos. “Una prisión francesa no es peor que el encierro en un barco”, anota Dana en su diario cuando se difunde a bordo la noticia de una posible guerra entre Estados Unidos y Francia. ¡Por fin una posibilidad de emoción, la indefinible esperanza de cambios radicales!, comenta el que acaba de experimentar la novedad de la vida marítima, su primera salida al extranjero, su primer cruce del ecuador, el cabo de Hornos, una muerte en el mar, y otros “sucesos graves y triviales”: hasta lo trivial es insólito o fabuloso a bordo.

Pero en el vientre del barco “todo era humedad, incomodidad, oscuridad”, se queja Dana, que vio al capitán del Pilgrim azotar caprichosamente a dos marineros. De la mítica libertad de los océanos poco saben las tripulaciones, obedientes a oficiales muchas veces atrabiliarios. Me acuerdo de Ahab, capitán terrorífico, loco por matar a la ballena que le arrancó una pierna. Sirva en un ballenero o un mercante, el marinero es un esclavo, pero con suficientes recursos para eludir al amo, o eso dice Dana, supongo que por experiencia. Me voy a un poema de Bertolt Brecht, ‘Demolición del buque Oskawa por sus tripulantes’. La historia la cuenta uno de los marineros del Oskawa, que sale de Hamburgo a principios de 1922 con destino a Río y un cargamento de champán. La tripulación, considerando la poca paga recibida, bebe. La nave se desvía de su ruta entre ruido ebrio de botellas. Al descargar en Río, faltan 100 cajas de champán. No hay tripulación de recambio, y los mismos vuelven a Hamburgo con 1.000 toneladas de carne congelada. La gente mal pagada se descuida, la escasez desgasta, y el Oskawa se resiente. La carne se pudre en los frigoríficos rotos, el comandante no se mueve sin la pistola en la mano, una insultante muestra de desconfianza, y un marinero inyecta vapor en los tubos de refrigeración para cocer la carne y que deje de apestar: cosas de la poca paga. El Oskawa acaba en el desguace.

“Ámbito de lo imprevisible, de la anarquía, de la desorientación”: así veían los antiguos al mar, según Hans Blumenberg. Y del sueño de bogar en libertad más allá de las leyes terrestres, nace el culto al pirata, aunque la realidad contribuya al mito de la piratería. Colin Woodard ha escrito una historia de los piratas del Caribe en su edad de oro, el primer cuarto del siglo XVIII, cuando esbozaron la figura romántica del fuera de la ley amante de riquezas, diversiones y aventuras, modelo ideal para personajes de fábula, filón para las industrias Disney. Tal como los estudia Woodard, los piratas históricos fueron rebeldes que sacudieron los fundamentos del recién forjado Imperio Británico y alimentaron los sentimientos democráticos que conducirían a la Revolución Americana.

Y de la relación de la piratería con la realidad imperial nacen héroes fantásticos como Sandokan y el sumergido capitán Nemo, combatientes contra el Imperio Británico, o Blood y el Corsario Negro, en el Caribe, contra la Corona de España. “El comercio suele seguir a la implantación de la bandera, y el saqueo, en tierra firme o en el mar, sigue al comercio”, escribía Philip Gosse en su Historia de la piratería, donde Borges encontró a “La viuda Ching, pirata” para su Historia universal de la infamia. Aun hoy, en los nuevos piratas de la imaginación, el furor antiimperial proyecta un halo heroico sobre los filibusteros: la capitana Hanna Mabbot, “la mayor villana sobre la faz de la tierra”, dispara sus cañones contra el imperio del opio, gobernado por una compañía inglesa que se alimenta de sangrar a China: estoy leyendo Entre pólvora y canela, del californiano Eli Brown. “Ellos se apoderan de continentes enteros, pero, ay, lo mío es rapiña”, dice la malvada Mabbot. Sus aventuras las cuenta su cocinero forzoso, que, Shahrazad de la nouvelle cuisine decimonónica, se juega la vida en el plato que prepara cada sábado para la capitana pirata.

Es como si el mar imprevisible introdujera un temblor de vacilación, de inestabilidad moral en las peripecias humanas, algo que comparte con otros grandes espacios de aventura, como las junglas o las inmensas praderas del Oeste americano: en Neuromante, de William Gibson, Case, el héroe de la historia, es un pirata del ciberespacio, aunque en 1984, fecha de la novela de Gibson, al pirata ciberes­pacial se le llamaba vaquero (console cowboy), cuatrero que burla con su software las defensas de los sistemas empresariales. Pero vuelvo ya al mar, al juicio y condena del marinero Billy Budd en el relato de Melville y la ópera de Britten: el capitán Vere, nada atrabiliario, que decide la suerte del bello marinero, homicida sin querer de un superior que lo ha calumniado, declara al mar pura naturaleza, sometida, sin embargo, a las leyes de la Corona. “La conciencia de cada uno ¿ha de ceder ante la imperial, consignada en la ley?”, se pregunta el capitán antes de decidir entre lo legal y lo justo: “El ángel de Dios”, como llama al inocente Budd, deber ser ahorcado.

Novelas en el cofre de marinero

Cuenta Richard Henry Dana que los marineros leen ávidamente en las horas de aburrimiento abismal que siguen a las inagotables obligaciones de la navegación, y que intercambian con fervor libros cuando se cruzan con miembros de otras tripulaciones: siempre hay algún libro inesperado en el cofre de los marineros. ¿Qué es El mundo sumergido, de J. G. Ballard? El sol ha derretido los casquetes polares, la Tierra se inunda, la temperatura sube, la gente se refugia en los Polos. Londres es una laguna entre junglas de reptiles feroces donde resisten un médico, un biólogo y una mujer de la que no se dice la profesión. Entonces aparece el barco del pálido Strangman, “mitad bucanero, mitad demonio”, y su horda de piratas buceadores en busca de botín: su cueva del tesoro son los edificios sumergidos… En El arrecife del escorpión, de Charles Williams, un petrolero descubre en aguas del golfo de México un balandro abandonado con el timón fijo y 83.000 dólares. El café todavía está templado encima de la mesa, junto al cuaderno de bitácora: la historia del velero y de su patrón, un buceador que por amor se mezcla mortalmente con criminales profesionales, a la busca de un tesoro… Su vocación siempre fue navegar y escribir en la estela de Joseph Conrad. “El éxtasis… El éxtasis…” son las palabras finales de su historia, y el capitán del petrolero, que las lee, recuerda el grito de agonía de Kurtz en El corazón de las tinieblas: “El horror, el horror”.

Huracán en Jamaica (Richard Hughes)

Huracán en Jamaica. Richard Hughes. Traducción de Amado Diéguez. Alba.

Dos años al pie del mástil. Richard Henry Dana, hijo. Traducción y glosario de Francisco Torres Oliver. Alba.

Naufragio con espectador. Hans Blumenberg. Traducción de Jorge Vigil. Visor.

La república de los piratas. La verdadera historia de los piratas del Caribe. Colin Woodard. Traducción de Gonzalo García y Cecilia Berza. Crítica.

Historia de la piratería. Philip Gosse. Traducción de Lino Novás Calvo. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Renacimiento.

Entre pólvora y canela. Eli Brown. Traducción de Patricia Antón de Vez. Salamandra.

Billy Budd, marinero. Herman Melville. Traducción de José María Valverde. Alianza Editorial.

El mundo sumergido. J. G. Ballard. Traducción de Francisco Abelenda. Minotauro.

El arrecife del Escorpión. Charles Williams. Traducción de Beatriz Podestá. Prólogo de Hernán Migoya. Medianoche Editorial.

La fotografía corresponde al  Puerto francés de Brest (Finisterre), que tuvo un gran tráfico en el siglo XVIII. Jean Gaumy (MAGNUM)


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