Por Carolina Sanín
Especial para la Revista Arcadia
Se publica una lista de los 39 mejores escritores de América Latina menores de 40 años. De los mejores menores; de los más promisorios: los que presumiblemente dirán y harán porque ya han hecho y dicho, y en adelante harán mucho más, por haber sido dichos y hechos. Se publica una serie de nombres, que es la promesa de unas promesas.
Se anuncia que esos son, y no otros. Los han encontrado. El “9” del 39 —el que no se complete la decena— enfatiza la exactitud: no es ni el uno más que completaría 40. Esto es casi ciencia. “¡Por fin!”, se anuncia en un titular de prensa, inventando además una expectativa, o generando la sensación de una necesidad. La lista se convierte en una noticia de interés público, en información, en la verdad.
Se sabe, o debería saberse, que este tipo de listas no tienen nada que ver ni con el arte ni con el espíritu ni con la realidad ni con la verdad. No tienen que ver con otra cosa que con la publicidad. Decir “Estos son los 39 mejores escritores menores de 40 años en América Latina” no es como decir “Estos son los ciclistas más rápidos de América Latina”, lo cual podría ser probado fácilmente. Es, en cambio, como decir “Champú Coquito es el mejor para tu cabello”. La lista se hace para promover la venta de libros. De ella se excluye a los poetas, porque las ventas de un poeta no ameritarían el costo de su promoción. Eso se entiende, y vale. Pero entonces, además de ser solo publicidad, es publicidad engañosa, pues, en la mayoría de los lugares donde se publica, la lista no se presenta como de “los mejores narradores en prosa” sino de “los mejores escritores”. Se sugiere que “poeta” no está incluido en “escritor”.
Al anunciarse que los elegidos se presentarán en el espacio público de las ciudades y en centros educativos, su selección —que ha sido promovida por una empresa privada, ha sido sugerida por empresas editoriales y ha sido determinada por un comité de tres— se convierte en algo de incidencia pública. Los 39 jóvenes —o medio jóvenes, más bien— tendrán la palabra. Hablarán en el foro. Si bien su selección no tiene que ver con el arte ni con el espíritu, sí tiene que ver con la política y con la construcción de un público. La lista se convierte en parte de la tradición. Y más: al ser la lista de una promesa, adquiere un halo de profecía. La lista ha sido dictada por el futuro.
Es grave, en vista de lo anterior, que en esta lista de 39 escritores haya 13 mujeres. “No está mal”, oí decir: “es un tercio”. Y sí, está mal. Cualquier cantidad menor a la mitad en una lista de los mejores jóvenes en una actividad que en el presente practican y en el futuro deben practicar por igual hombres y mujeres es discriminatoria. Y es gravísimo que entre los seis colombianos seleccionados en la lista de los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, no haya una sola mujer. Se está afirmando que no existe ninguna escritora colombiana hoy menor de 39 años que pueda equipararse a sus contemporáneos de sexo masculino. Los jurados —y organizadores, prejurados, antejurados y demás— que compusieron esa lista, esa cosa privada de incidencia pública que aspira a formar un público, esa publicidad que se presenta como profecía, están diciendo que leyeron a todas las narradoras colombianas y que no hay una sola que “prometa”. Pues bien, tenían que buscar a tres hasta encontrarlas, y, con ello, hacer un gesto; reconocer que las mujeres escriben; manifestarse contra la premisa de que la literatura es y seguirá siendo de hombres. Hacerlo habría implicado asumir algún poder. Pero entre publicitar un producto solamente —que es hacer nada—, o hacerlo promoviendo de paso un principio y un derecho, y reconociendo una realidad, prefirieron hacer nada sin hacer de paso tampoco nada, y sin asumir efectivamente ningún poder. O quizás, con su omisión, sí han hecho algo: nos han mostrado una vez más de cuántas maneras la sociedad latinoamericana, mientras grita en las calles “Ni una menos”, está diciendo continuamente, también, “Ni una más”.