Revista Pijao
Todos los veranos
Todos los veranos

Por Martín Kasañetz

Página 12 (Ar)

La rutina en una casa de veraneo puede ser aburrida para los adolescentes: las horas muertas de la siesta, la limpieza de la pileta, la altura del pasto, el control de los insectos que lo devoran todo, el mundo adulto que los rodea y controla, la sensación constante de que la verdadera diversión está sucediendo lejos y que ellos se quedaron afuera. Este es el escenario que construye Marcelo Luján para Subsuelo, novela ganadora, entre otros premios, del Dashiell Hammet 2016 en la Semana Negra de Gijón. Que bien podría ser un escenario de una obra de teatro donde todo sucede y donde sus personajes se alejan pero siempre vuelven cada verano. Y ese escenario es una casa construida en el Valle, una casa de veraneo antigua donde una familia descansa. La familia está compuesta por Mabel y Alberto, los padres y dos mellizos adolescentes: Fabián y Eva. Pero también están las familias amigas que vienen de visita y los hijos de esas familias, generando esas relaciones juveniles forzadas por los adultos y que poco tienen que ver con el deseo de los adolescentes. Así comienza Subsuelo, con adolescentes que se aburren junto a la pileta en una noche perfecta de verano, mientras sus padres ríen y beben a la distancia y, ellos, permanecen en esa situación de espera continua: esperar que termine la noche, que los adultos se duerman, esperar que pase la mañana, que suene el celular con algún mensaje o que termine el verano. En definitiva esperar que el mundo adulto se aleje para poder crear su propio mundo. Sin embargo algo ocurre, algo que no es posible anticipar, algo que Mabel, la madre de los mellizos, puede, por un breve momento, presentir pero que no llega a impedir. Y que sucede por la coincidencia inocente de pequeños detalles que por si solos no indican nada como por ejemplo que sea casi medianoche y que falte hielo en la casa y alguien, –¿los adolescentes?– deban salir en un pequeño auto de tres puertas a comprar al pueblo, atravesando caminos de tierra y alguna ruta olvidada debido a que los adultos están demasiado borrachos para manejar. Pero además, y aquí está quizá el punto más destacado de esta novela, sucede  alternando todo el relato entre tres puntos: el pasado, el presente y el futuro. Luján juega con un  entramado complejo que pretende mostrar lo que sucedió –que justifica lo que sucede hoy– lo que está pasando –que es donde construye la tensión que existe– y el futuro –donde los personajes no saben lo que va a suceder pero sí el lector– generando una anticipación morbosa que se debate entre saber lo que va a suceder y querer que no suceda.

Subsuelo es una novela de capas. Y en esas capas se establece por un lado la historia de sus personajes y la historia de la casa: “Nadie supo nunca por qué esa casa tiene sótano, que además es inmenso, desproporcionado, como una segunda casa pero subterránea y húmeda e inhabitable. Por qué lo hicieron en una construcción así de plana, donde si algo sobra son metros cuadrados para los cuatro costados”.  Esta duda es la generadora de que algo, además de ellos, vive en esa casa. Algo que refiere a lo oculto, a lo que se guarda y se decide no ver o que otros no vean. Sabiendo que todo lo que se entierra termina por pudrirse, también sucede cuando se oculta la verdad, que genera odio y maldad. Como la colonia de hormigas que empiezan lentamente a invadir la casa. Una comunidad de insectos muy antigua con una hormiga reina del tamaño de un gato, como dice el hombre que es contratado para aniquilaras. Y que como única alternativa llenará de veneno las entrañas de la casa, sin saber que el veneno real, el más dañino, se mueve por la superficie, por las relaciones de sus personajes.

Marcelo Luján es argentino pero está radicado en Madrid desde el 2001 y trabaja como coordinador de actividades culturales y talleres de creación literaria. En Subsuelo construye una historia apabullante con una escritura limpia y cuidada que busca  mostrarnos que lo peor, lo que nadie quiere que suceda, lo insoportable, no necesita caminos grandilocuentes ni presentaciones ampulosas que puedan indicarnos con alguna pista que algo va a suceder. Sino que está ahí, por la combinación azarosa de detalles mínimos y sin sentido y que late por debajo, sin que nada ni nadie pueda detenerlo.


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