Por Elvira Lindo Foto Agencia EFE
El País (Es)
Ay, si una aprendiera de lo que lee. Si una aprendiera de las tortuosas vidas, aquellas que, en principio y por fortuna, no habremos de vivir en carne propia, si una tuviera en cuenta en qué consiste la suerte de estar viva y poder contarlo; si después de cerrar las páginas que narran la vida de mujeres que padecieron años de trabajos forzados en el Gulag, si al leer fuéramos conscientes de que toda existencia contiene la posibilidad del horror, si las historias de otros nos modificaran de verdad, sufriríamos menos por los bobos contratiempos cotidianos y contribuiríamos a mantener un aceptable nivel de convivencia. Eso pienso, tras haber leído estos días conteniendo el aliento Vestidas para un baile en la nieve, de la escritora checa residente en Barcelona Monika Zgustova.
Una muchacha muy joven, Zayara Vesiólaya, vestida para ir a un baile, con trajecito de seda y tacones, es detenida una noche de 1949 por la policía, que irrumpe en su casa por sorpresa. Ahí comienza su viaje con destino al Gulag. ¿Y tú, por qué estás aquí?, le pregunta un compañero de desgracias. Ella responde casi con naturalidad: “Por mi padre; es enemigo del pueblo”. Ahí comienza la historia de Zayara, que se hará una mujer madura trabajando sin descanso, con fríos que no podemos calibrar cómo el cuerpo los soporta, bajo los insultos de los guardianes y cargando un peso que se diría imposible que sostuvieran los hombros de una mujer. Cuenta su historia en primera persona, porque Monika Zgustova, con enorme sensibilidad, no quiso interferir en el relato de unas mujeres que vivieron una experiencia de la que jamás podrían zafarse, por mucho que regresaran a la vida de las personas libres. Todo empezó cuando Zgustova asistió en 2008 a una reunión en Moscú de antiguos presos del Gulag; allí descubrió que las historias de las mujeres habían sido, como así suele ocurrir, menos contadas. Se propuso dar voz a estas supervivientes y las fue visitando en sus apartamentos de Moscú, Londres y París. Su escucha atenta le permitió apreciar la singularidad de cada historia pero también los elementos comunes que las unían. En muchos casos, las mujeres pagaban por los supuestos delitos de sus maridos o sus padres, dado que el estigma de una condena se contagiaba y toda una familia caía en desgracia.
Es complicado entender y explicar por qué este libro que recoge las voces de mujeres que pasaron los mejores años de su vida entregadas al trabajo esclavo e inútil (construían muros que debían derrumbar al día siguiente) es también una demostración de que el alimento intelectual puede a veces salvar a un ser humano cuando el cuerpo no se sostiene en pie. Estas presas políticas sin delito alguno eran cultas, amantes de la poesía y la música como solo puede serlo el pueblo ruso. Llevaban en su memoria poemas de Tsvetáieva, de Ajmátova o de Pasternak, y por las noches se los recitaban unas a otras. A menudo, los inventaban durante las horas de trabajo para compartirlos después, cuando rendidas por una jornada devastadora, su ponían a la tarea de reconstruir el espíritu. Aquellos años que la hija de la poeta Tsvetáieva definiera como un tiempo de “tristeza sin expectativas” marcaron hasta tal punto su manera de estar en el mundo que la vuelta a la libertad les resultó imposible. El espectáculo de la alegría mundana las ofendía, todo les resultaba banal, no podían comprender esas preocupaciones cotidianas a las que solemos conceder tanta importancia. ¿Esto era la vida?, se preguntaban. Buscaron la compañía de hombres que también hubieran padecido la experiencia de los campos de trabajo, porque aunque fueran desastrosos como pareja entendían cuál había sido el grado de humillación y maltrato, compartían el trauma de un pasado que no sabían contar. Pero la autora consiguió que las ancianas hablaran, pasó horas con ellas en sus cocinas, bebiendo té, rodeadas siempre de música y libros, porque la cultura fue para estas heroínas el único consuelo al que aferrarse. Algunas han muerto cuando este libro sale a la luz. A lo largo de nueve años, Zgustova fue visitándolas para ir reconstruyendo sus testimonios que aún hoy son menos conocidos que los de los supervivientes del Holocausto. Las dos mujeres que cierran el libro son Olga Ivínskaya, amante de Pasternak, y su hija Irina. Si el autor de Doctor Zhivago tuvo que renunciar al Nobel, a la mujer que inspiró el personaje de Lara y a su hija les arrebataron parte de su ser.
Por las noches, cuentan, planchaban la ropa con las manos, se quitaban el barro de las botas, se despiojaban unas a otras, compartían versos y música, soñaban con los hombres que habían dejado atrás. Dice una: “No puedo imaginarme mi vida sin los campos. Y más todavía: si tuviera que volver a vivir, no querría ahorrarme esta experiencia. Cuanto más espantosa era la existencia, más firme resultaba ser la amistad. En la vida normal, semejantes lazos no tienen cabida. Se requieren sentimientos y emociones extremas para que ese cariño y esa solidaridad sean posibles”.