Revista Pijao
Las mil batallas de Álvarez Gardeazábal
Las mil batallas de Álvarez Gardeazábal

Siendo muy joven y rebelde, Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945) publicó en el lapso de unos cuatro años varias novelas que se convirtieron en clásicos de la narrativa colombiana y latinoamericana como Cóndores no entierran todos los días, Dabeiba, La boba y el buda, El bazar de los idiotas, entre otras. Su irrupción en la literatura colombiana fue vertiginosa en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado, que también vio emerger a otros autores de su generación como Óscar Collazos, Fernando Cruz Kronfly, Héctor Sánchez, Umberto Valverde, Fanny Buitrago, Alba Lucía Ángel, Roberto Burgos y R.H. Moreno Durán, entre una veintena de autores magníficos que constituyen una poderosa generación que aún se debe estudiar y valorar.
 

Pero Gardeazábal surgió casi como una explosión volcánica contra viento y marea, dispuesto a contar con un lenguaje propio y local las historias ocurridas en su terruño, Tuluá, en tiempos de la horrorosa violencia entre liberales y conservadores en medio de la cual vio la luz del mundo hace 75 años. Su objetivo era hacer clásico e internacional el lenguaje de la chismografía de su pueblo natal Tuluá, pues considera que hay un rico y específico modo del castellano, que él denomina el “tulueño”. Así como Proust tenía su jerga de frases interminables en un estilo exquisito donde sonaba el habla de los salones aristocráticos de París a fines de siglo XIX y comienzos del XX, Gardeazábal hilaba, tejía, serpenteaba, entrelazaba las historias a través de palabras que como pólvora se regaban y explotaban en todos los sentidos, en un endemoniado fuego pirotécnico, galáctico, generalizado y en espiral.
 

Cóndores no entierran todos los días se convirtió en el emblema de esa narrativa de la violencia a través de la historia de un temible pájaro contada desde todos los ángulos con su prosa musical, barroca y churrigueresca, poderosa y fértil enredadera florecida y venenosa que se reproducía a toda velocidad, impulsada por una savia devoradora sobre muros, techos, aceras, zaguanes, cementerios, patios e iglesias del pueblo natal. El gran Francisco Norden la llevaría después al cine, en la que tal vez sea la película colombiana más importante del siglo XX. 
 

Uno tras otro iban saliendo sus novelas y libros de cuentos que ganaron premios internacionales en España, se convirtieron en best sellers y fueron traducidos a varias lenguas, entre ellas el polaco, el inglés, el alemán, el italiano y el húngaro. Como siempre ambicionó a lo grande, se dio cuenta de que para figurar en Colombia tenía antes que publicar y sonar primero en el extranjero, pues la literatura colombiana de su tiempo, como la de hoy, siempre ha estado centralizada en la hegemonía bogotana que mira de reojo a las creaciones de autores nacidos o activos en otras regiones. El costeño Gabriel García Márquez lo había precedido en esa reivindicación de lo local, y como él, tuvo que publicar lejos de su patria para que lo tuvieran en cuenta los capataces literarios de la Atenas suramericana. 
 

Gardeazábal no se sentó en los laureles conquistados como un guerrero griego antes de cumplir los 30 años. Siempre ha sido un autor incómodo, polémico, odiado y admirado, ya que nunca ha tenido pelos en la lengua para expresar sus opiniones que desde el principio fueron contra todas las corrientes políticas y sexuales. Cuando la izquierda dogmática dominaba el pensamiento en las universidades, él era el único tribuno estudiantil opositor que enfrentaba a las divas revolucionarias, muchas de las cuales, comunistas, maoístas, guevaristas, camilistas, trotskistas, fueron exterminados o se apaciguaron después y entraron al redil.
 

Y fue un verdadero precursor, pues muchas décadas antes del auge del movimiento LGTB, él ya exponía al viento sin complejos su homosexualidad con un orgullo en un país que es y ha sido fundamentalmente machista, camandulero y conservador. Varios de sus libros tienen héroes homosexuales como El Divino y la Misa ha terminado y vestido él también como diva sesentayochera con pantalones de rayas blancas y rojas y camisas floreadas, expresaba su elocuencia desde todas las tribunas y púlpitos asustando monjas, horrorizando obispos, alcaldes, presidentes y desestabilizando a los pontífices con sus báculos de hoz y martillo. Tal vez, como destaca Isaías Peña Gutiérrez, esa hidra de varias cabezas, a la vez conservador y volteriano, convencional e irreverente, mojigato y lúbrico, se nutre del contradictorio imaginario familiar, pues su padre fue godo y su madre liberal.
 

Esa inasibilidad permanente de Gardeazábal, la indómita fuerza para evitar ser etiquetado, el carácter impulsivo y quijotesco le ha causado al autor tulueño múltiples problemas y también lo condujeron a vivir aventuras que lo convierten a su vez en personaje de novela. Con más de diez novelas publicadas y un reconocimiento literario sólido se aventuró como otros autores latinoamericanos en las aguas turbias de la política. En una carrera política vertiginosa como su vida literaria, fue alcalde de su pueblo y llegó a gobernador del Valle con una votación gigantesca que en algún momento lo hizo sonar como probable candidato a la presidencia, igual que su amigo Vargas Llosa en Perú, pero se le atravesaron las arañas de la intriga y terminó experimentando la cárcel, experiencia que ha enriquecido a grandes autores como Miguel de Cervantes Saavedra y Álvaro Mutis, entre otros.
 

Ahora que ya es un sabio sereno que mira el paisaje planeando desde las altas cumbres como los cóndores de los Andes, más allá del bien y del mal, dotado de la poderosa inteligencia que siempre lo ha caracterizado, sus coterráneos le hacen un homenaje por su llegada a edad tan venerable. Convocados de manera virtual a causa de la pandemia de coronavirus por su amigo el poeta Ómar Ortiz, muchos críticos y escritores fueron convocados para debatir esta semana de agosto, previa a su cumpleaños el 31 de agosto, en torno a su vida y obra.
 

Sentado en su estudio, ataviado con sus inconfundibles, amplias y elegantes camisas, con dicción pausada y mirada de águila, respondió a las preguntas de Isaías Peña Gutiérrez, quien lo conoce y lo ha seguido y estudiado desde el principio. Con Johnattan Tittler, que acaba de traducir al inglés después de arduo trabajo Cóndores no entierran todos los días, habló de las dificultades de trasladar el lenguaje suyo a la lengua de Faulkner y Capote y con Darío Henao abordó sus primeras tareas como profesor de literatura en Cali y Pasto y su rebelión contra las modas semióticas e ideológicas que venían de Europa. Verlo en plena forma y activo después de tantas peripecias extraliterarias ha sido una alegría para quienes sabemos que su obra es rica e imprescindible.

Por Eduardo García Aguilar

Tomado de La Patria (Manizales)


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