Revista Pijao
Los amigos que perdí
Los amigos que perdí

Por Laura Galarza

Página 12 (Ar)

Desde chica a Carla le gusta el vértigo. Cuando la cadena de la hamaca queda paralela al piso, se tira desde lo alto; va pegada al fondo de la pileta del club aguantando la respiración; patea sapos con los varones. En la adolescencia, deja el colegio y se la pasa tirada en la cama leyendo a los poetas malditos, escucha Talking Heads y solo espera que se haga de noche para salir con amigos. Su madre Liliana comprende sus crisis y su padre Oscar le da a leer Henry Miller mientras en la casa se escuchan discos del Mono Villegas. Corre 1985, y todavía perduran los ramalazos de la dictadura. Pero todo eso, el lector lo va a saber más adelante.

Los novios muertos arrancan en 2010. Carla está de vacaciones en la playa con su marido Jota Eme y su hijito Nicanor. Hace dieciocho años que están casados y todo parece desbarrancar. Ese hastío compartido y de algún modo consensuado, es lo que lleva a la protagonista a ir hacia atrás. ¿Qué quedó de aquella Carla con el pelo rapado y borceguíes, asidua de los recitales de Los Redondos en la de hoy, que camina por Palermo después de llevar a su hijo al pediatra? Y ese recorrido por las etapas de su vida, Carla va a hacerlo de una manera original: a través del recuerdo de sus novios muertos. Gonzalo, Leonel, Silvio, algunos de los más importantes. No son novios en un sentido muy formal, pero en el cruce con ellos, Carla va haciéndose. El otro puede ser un espejo de sí misma, un pasaje del cual saldrá siendo otra, o simplemente un lugar donde quedarse a vivir un rato. Ahora, también hay un más allá en esta primera novela de Andrea Álvarez –periodista nacida en Buenos Aires y especializada en crónicas de rock– y es que cada una de esas muertes retrará no solo a Carla sino a toda una época: los ochenta y principios de los noventa.

Gran parte de Los novios muertos transcurre en los sucesivos departamentos que habita Carla con sus padres, sola o con el novio del momento. En el capítulo “1990” (cada capítulo remite a un año), es el monoambiente en Humberto 1° pegado a la terraza y al departamento del portero. Allí Carla hace reuniones con los amigos de la editorial donde trabaja y escucha Lou Reed, David Bowie, Dead Kennedys, Psychedelic Furs, Ramones. La música llega hasta el quinto piso pero los vecinos no se quejan. O mucho antes, cuando Carla todavía va al secundario, en el departamento de la calle Oro de Leonel, donde fuman desnudos tirados en la cama mientras la novia de él llora sentada en el sillón del living. O más tarde, cuando Carla escribe una novela sobre una Olivetti en una pequeña mesa pegada a la ventana en el departamento de Silvio. 

Pero como se dijo, también esas microrealidades de Carla se expanden y llegan a las calles cada vez que va a boliches o a recitales, o toma colectivos de un barrio a otro. La luz azul del atardecer en Buenos Aires, los que duermen en la calle, alguien en la vereda amenaza a otro con un bate de béisbol: Los novios muertos funciona más como un retrato local, social y de época que como un registro meramente personal. Está toda su historia, pero también la de muchos otros generacionales. El sida, por ejemplo, como la gran pandemia del momento. Los fantasmas alrededor de la enfermedad, el desconocimiento y el miedo, son tratados por Álvarez a través de lo cotidiano y puertas adentro, pero logrando echar luz sobre un plano más amplio. Del mismo modo (de adentro hacia afuera) se ve un país atravesado por la dictadura. El padre tira por el inodoro El capital no sin antes romperlo en pedacitos. En la calle, a Carla y a sus amigos la policía todavía les pide documentos. “Una serie de disparates formaban parte de la represión psicológica: usar zapatillas, llevar un disco bajo el brazo, tener un libro, sentarse en un escalón, estar en una plaza con amigos, trasladar un estuche con una guitarra, caminar bajo la lluvia sin paraguas, besarse, todas esas cosas eran motivo para que te pararan, tal vez te llevaran”.

Los pasajes por los que Álvarez conduce a su personaje, resultan verdaderos viajes iniciáticos, túneles –a veces más o menos oscuros– donde el otro está para que ella escriba una porción de historia y salga de allí siendo otra.

Los novios muertos Andrea Álvarez Hormigas Negras 220 páginas


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