Revista Pijao
La confesión encubierta de Arturo Despouey
La confesión encubierta de Arturo Despouey

Por El País (Uy)

En plena Segunda Guerra Mundial Guy Delatour huye de Montevideo en un barco de voluntarios argentinos que van a pelear a Europa. Pero Delatour, en realidad, es un personaje de ficción creado por Arturo Despouey, el célebre crítico considerado el fundador de la crítica cinematográfica uruguaya. El personaje Delatour cobró vida en un manuscrito inédito que sobrevivió a Despouey y nadie quiso publicar, hasta hoy. Un manuscrito que tiene mucho de la vida real de su autor, quien luego de su periplo montevideano se convirtió en corresponsal de guerra con el grado de teniente del Ejército norteamericano y en locutor de la BBC de Londres.

El manuscrito llega ahora integrado a la nueva novela de Carlos María Domínguez, El idioma de la fragilidad (Tusquets, 2017), a través de la fuga de otro personaje de ficción, el bibliófilo Carlos Brauer de La casa de papel, que interroga, lee y cuenta la aventura de Despouey y su prolongada, por momentos asombrosa lucha con las palabras. Va a continuación un adelanto del segundo capítulo de la novela:

Capítulo 2: "Happy Birthday to me"

A la hora de la cena se repiten los comensales, más Pierre y Molina, que han entendido la distribución etaria del comedor del barco y la mejor opción entre las mesas de los veteranos. La cartilla está escrita detrás de una hoja de inscripción que pide nombre, grado, religión, número de servicio, y los desconciertos de Cortés vuelven a ser el centro de las bromas. Le adelantan que no volverá a comer bien hasta que regrese a Buenos Aires y la madre lo reciba con una fuente de ravioles.

–En Londres hay un precio fijo, en el Ritz, en cualquier grasiento agujero del Soho o en South Kensington –explica Pierre—. Con quince chelines se pueden hacer tres comidas malísimas en una misma noche: conejo hervido con repollitos de Bruselas hervidos; tajadas transparentes de ternera aguachenta con repollitos de Bruselas hervidos; un pastel de papa con hilachas de corned beef y repollitos de Bruselas hervidos. Casi nada de sal, nada de pimienta. El mayor heroísmo de Londres es comer esa bazofia. Pero en el Ritz hacen una langosta que no está mal y todavía queda buen champagne, Château Lafitte, y un excelente Chablis seco; caro, aunque de primer orden. No se deje engañar por los nombres, Mulligatawny soup, por ejemplo. Parece uno de esos platos que le debían servir a Somerset Maughan en sus viajes por Oriente, pero…

—Yo la tomé una vez con él, en Calcuta —dice de pronto Olson, el contramaestre, y se rasca, con picardía, la barbilla—. Hará unos quince años. Sabía que Maughan era un viajero impenitente, pero nunca imaginé que fuera un hombre tan aburrido. Los escritores provocan admiración, pero no se los puede tener cerca. Cuando no hablan todo el tiempo de sí mismos, solo cierran la boca. De la sopa no hay nada que decir, siempre fue horrible.

—Me pregunto si diría lo mismo si se hubiera encontrado con Céline —lo anima Cortés.

— ¡Ah, Céline! —exclama Olson y levanta sus grandes cejas pobladas.

— ¿Qué, leyó Voyage au bout de la nuit? —pregunta Guy.

—Naturalmente —contesta.

— ¿Y lo pudo aguantar todo? Semejante vómito…

—Vómito o no, tiene talento. Sólo el público más reaccionario de Francia pudo rechazarlo.

—Bueno, no solo ellos —agrega Guy.

—No me diga que usted es idealista…

—Claro, ¿qué nos queda? Si reducimos todo a una cloaca, ¿por qué vamos a pelear? Ya sé que estamos resignados hace tiempo, pero eso mismo explica que Hitler exista.

—Todos no son como Céline —protesta Norah Stocker—, y el Viaje… tiene sus cosas. La parte de la guerra en las trincheras, el comienzo, es muy valiente, por no hablar de la descripción de Nueva York.

—Sí, pero ¿y el resto? —insiste Guy—. En cuanto se propone ser tierno, cae en la cursilería como la cancioncita “L’hirondelle du Faubourg”. Y la mayoría de la gente que aparece en el libro es incapaz de un gesto de piedad. Tampoco tiene más de una dimensión: es sórdida, canalla, o criminal. Qué infierno. Hasta las vidas más negras tienen relámpagos de dignidad, ¡pero ahí no aparecen!

Guy percibe el silencio de la mesa y se siente obligado a justificarse.

—Puede que suene a perogrullada, pero cómo va la guerra, no creo que sea el momento de decir solo “mots d’esprit”.

—Bueno —intercede Olson—, los franceses creen muy elegante verlo todo negro. La Biblia les parece una colección de cuentos orientales un tanto oscuros y pornográficos, como Las mil y una noches. Eso les viene de cuando la iglesia permitía leer el Antiguo Testamento solo a contadísimos fieles.

—Y eso, ¿qué tiene que ver? —lo interrumpe Molina.

—Que eligieron a Descartes en vez de a Pascal, un harakiri, cuando ya había sido probado que el hombre es una criatura irracional. Pero ellos ven una ofensa en todo lo que sea religioso, son materialistas.

—Algo peor que eso —lo apoya Guy—. Porque a menos que uno se dé por muerto, no se puede intentar nada sin un poco de dignidad.

—De todos modos, en Céline queda la denuncia de la guerra —insiste Norah.

—Esas ratas de alcantarilla que pasan por el libro no merecen que nadie luche por ellas —Guy está decidido a discutirlo aunque les lleve la noche entera—. Los que niegan la dignidad, como Céline, gritarán contra la guerra, pero después son los primeros en aplaudir a Hitler. Y es, precisamente, lo que está haciendo ahora. Colabora con los nazis, y en qué forma. Me lo dijo hace poco en Montevideo uno de los actores de Jouvet.

—Y de Napoleón, ¿qué opina? —pregunta el arquitecto y arranca una carcajada general que despierta la curiosidad de las mesas vecinas.

—No se apure —se envalentona Guy—, también a eso le voy a responder. Un impostor. Naturalmente, un gran guerrero, pero con el morbo de la realeza en el cerebro.

—Y por eso hay tantos colaboracionistas en Francia —intercede Norah—. Una clase dirigente podrida, y unos cuantos aventureros alrededor. A mí me parece que hasta los aristócratas más rancios actúan como si no creyeran de verdad en sus pergaminos. Conocí unos pocos, y salvo un par de mujeres, eran absolutamente imbéciles. No encontré mucha diferencia entre ellos y los nobles de mercado negro del emperador.

—Pero, por favor —dice Cortés—, en todas las épocas y en todos lados los aristócratas fueron decadentes.

—Se equivoca —lo corrige Olson—. A los aristócratas de verdad se los educa en la sencillez. Si el hombre falla, siempre quedan los buenos modales de un barón que trata con la misma cortesía a un campesino, al sirviente y al cura. Precisamente, porque no son iguales. Pero ahora, cuando se los menciona, todos piensan en la misma idea fija: el derecho de pernada y el fascismo.

—Bah, gente de sangre azul, por suerte, ya no queda —lo interrumpe Cortés—. Todo eso está muerto y enterrado.

—No es cierto, mi amigo —interviene Pierre—. Cada vez que voy en misión a Francia me la tengo que ver con uno de esos muertos. Casi todas son mujeres, y puedo asegurarle que gozan de buena salud. Entre los cuatro gatos locos de la resistencia en Francia, hay por lo menos un setenta por ciento de duquesas y condesas mezcladas con los refugiados españoles que no tienen dónde caerse muertos.

—Me parece que acá no soy solo yo el que exagera —agrega Guy.

—Es la pura verdad. Naturalmente, hay gente que llama resistir a escuchar las transmisiones de la BBC o a confundir a un soldado alemán con falsas indicaciones.

—Vamos, de esa clase de resistencia todos fuimos víctimas en París, en todas las épocas —bromea el contramaestre.

Desde el rincón más apartado, junto al ojo de buey, Miss Greyfield se inclina sobre la mesa para dirigirse a Guy:

—Yo tenía entendido que usted es escritor…

—Aspirante —confiesa Guy.

— ¿Y no tiene respeto por Céline?

—Ante todo soy un crítico —dice Guy y busca los dientes de conejo de Greyfield—. Un crítico está muerto si no le falta el respeto a las opiniones consagradas. Pero no lo hago por capricho. Si Céline fuera menos escatológico, menos desesperanzado y menos francés, me merecería más consideración. Claro que después de Zola, probablemente no quedaba otra cosa que la letrina. El racionalismo cartesiano sigue el camino del intestino grueso. ¿Y cómo saldremos de ahí? Por la mística del paso de ganso, creen estos cretinos. Los Céline, los Maurras, los Drieu la Rochelle, adoran a Hitler porque no tienen resto para creer en el hombre.

—Un artista no es un cura, que yo vea, ni un político —dice Greyfield—. Va por ahí, y cuenta lo que ve con su talento. Porque se puede tener mucha fe en un santo, pero ningún talento.

—Es posible, sí, que eso justifique incluso el crimen, y el talento sea nuestra última excusa.

—¡Pero usted es un moralista! —protesta Cortés.

—¿Y qué otro remedio? Se decide el futuro de Europa, tal vez del mundo, y todas las artes están haciendo apuntes para después, si es que hay un después, cosa que todavía está por verse. Lo que me resulta estúpido es que la gente se tome en serio esos apuntes.

Antes de llevarse el tenedor a la boca, Norah acusa:

Ya veo que no tendremos tiempo de aburrirnos.

(Extracto del segundo capítulo de El idioma de la fragilidad, de Carlos María Domínguez. Tusquets Editores/Colección Andanzas, 2017. Buenos Aires, 260 págs. Distribuye Planeta).


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