Por Bernabé Sarabia
El Cultural (Es)
Recordando la repetida definición de novela de Stendhal, el espejo que recorre el camino de esta obra es su propia autora. Una inglesa “enamorada locamente” de un norteamericano que deja Inglaterra para instalarse en Estados Unidos. La falsa primavera del deseo, la perplejidad del abandono se hace patente demasiado pronto y ahí es donde comienza esta narración: una escritora joven que de pronto se queda “con las manos vacías” y, en medio de Nueva York, se encuentra a la deriva.
Antes de que apareciese La ciudad solitaria, Olivia Laing (Reino Unido, 1979) tenía en su haber colaboraciones en prensa inglesa y dos libros (The River y El viaje a Echo Spring) que acreditan una capacidad de observación fuera de lo común para dar calidad literaria a los detalles que conforman la relación entre la propia biografía y los entornos en los que esta se desarrolla.
Nada más entrar en La ciudad solitaria tropezamos con una chica atrapada y perpleja. Atrás deja un piso alquilado que ha conseguido subarrendar. Sin vínculos, trabajo ni obligaciones familiares que la aten a las islas británicas, solo le queda un Nueva York al que se aferrarse.
Por dignidad decide aguantar. Subsiste con trabajos que apenas le permiten alquilar en Manhattan habitaciones o estudios carentes de confort. Un físico y una edad que no ayudan la empujan a una vida marginal y solitaria. Está hecha pedazos pero sabe que tiene que recuperar su entereza y decide que el mejor camino no es conocer a alguien o enamorarse.
Elige una vía que le acerque al arte. Busca creadores con la carga de la soledad y la marginación. Trata de demostrar que vivir en soledad no significa que uno haya fracasado, sino sencillamente que uno está vivo. La vida de Laing es dura en Nueva York. Su sufrimiento tiene al menos la ventaja de la empatía, que le facilita averiguar en qué consiste estar solo y desde ahí adentrarse en la obra de otros tantos solitarios. Primero desvela la soledad del Hopper de Los noctámbulos.
Pone al lector frente a una obra que visualiza una soledad fría como el hielo y traslúcida como el cristal. De inmediato pone patas arriba la biografía de Andy Warhol. Narra con pasión su forma de trabajar, su relación con la homosexualidad y con el ambiente artístico del Nueva York de la época. Años habitados por una densa escena de artistas establecidos en Manhattan o en su proximidad, algunos famosos, otros malditos y muchas víctimas de un mal desconocido hasta entonces: el VIH. Wojnarowicz, Hujar, Nan Goldin, Hen-ry Darger, Klaus Nomi, Keith Haring, Mapplethorpe o Basquiat, entre otros, conforman una red de artistas que Laing disecciona sin ocultar como fueron humillados o excluidos. Ahí están los dos tiros que, como leemos en estas páginas, le atizó la solitaria Valerie Solana a un indefenso Warhol en La Factoria.
El último cuarto de este volumen muestra lo que supuso el VIH, en términos de soledad y abandono, para esa generación. Baste recordar que en 1992 murieron 194. 476 personas en Estados Unidos por infecciones relacionadas con el sida. Quizá estas páginas sean las menos sorprendentes. Se ha escrito mucho sobre una pandemia que rompió formas de practicar la sexualidad.
A modo de delicioso postre el lector descubre, con la biografía del magnate de las redes Josh Harris como soporte, la turbulenta relación de la autora con internet concebido como instrumento múltiple para paliar la soledad y la ausencia de contacto físico de una mujer joven. Por si todo esto fuera poco el lector encuentra, como si fuera un contraplano, el relato de la transformación de Manhattan a lo largo de las últimas décadas del siglo XX. Un libro para releer.
Olivia Laing, La ciudad solitaria
Traducción de Catalina Martínez Múñoz. Capitán Swing. Madrid, 2017. 288 páginas