Revista Pijao
La célula de oro
La célula de oro

Por Francisco Javier Irazoki   Foto Literary Arts

El Cultural (Es)

La versión original de La célula de oro fue publicada en EE.UU. a finales de los años ochenta. El escritor Óscar Curieses la ha traducido a la lengua castellana. Firma también las cinco páginas del prólogo y menciona una característica literaria de Sharon Olds: el rechazo de la metáfora. Tras sus inicios con textos que resumían la infancia y la juventud dolorosas, la poeta ha alcanzado el tono sereno. El equilibrio está acompañado por la transparencia expresiva. Este libro lo atestigua. Su primera composición, “Solsticio de verano, ciudad de Nueva York”, refleja el mundo singular de la escritora. Un hombre duda ante la posibilidad de suicidarse. El lector percibe la angustia de un ser atormentado. Se acercan personas solidarias “hacia donde él permanecía en cuclillas junto a la muerte”. A continuación, Olds detalla su cruce de miradas con un pasajero joven en el metro. Los cordones de los zapatos del muchacho negro son cicatrices de asaltante. La autora reconoce que lo observa con su falsa superioridad de animal apresado. Desde las páginas iniciales se asoma una empatía pudorosa. No hallaremos ningún exceso verbal frente a la tragedia.

¿Cómo define Sharon Olds su patria? El jadeo, los cristales rotos y un recién nacido abandonado en una bolsa de plástico fijan su visión de la sociedad estadounidense. La poeta ahonda en su análisis. A veces traza mapas humanos con una anécdota sencilla. En ocasiones el dibujo deja ver un fondo complejo. Un hombre lleva oculto en el cuerpo su gemelo durmiente, un ser que de noche se ovilla como un animal secreto. La ironía se abre paso en el drama: unos africanos hambrientos golpean a un ladrón de comida. El humor se esfuma en “La niña”, alegato duro contra las violaciones. El sarcasmo regresa en las últimas composiciones de la primera parte del libro con alusiones al sexo.

La segunda sección de La célula de oro está centrada en la familia de la autora. Sharon Olds no esquiva lo sórdido. En los versos aparece el padre, fascista bello, Saturno alcohólico con ojos color barro. Ingiere un veneno para refugiarse en la inconsciencia. La hija lo observa detenidamente, fascinada y temerosa. Le dedica un poema tardío que encierra perdón. Y la poeta rememora también a su madre, una mujer que, secundada por Dios, entra en el cuarto de los niños. No olvida sus “ojos rebosantes de líquido terrible”. Quizá para reconstruirse, Olds sube a las colinas enfermizas de la ciudad donde nació, se detiene ante la arcada de un porche, mira una celda. En el tercer apartado de la obra, se refiere a sus primeros amores. Menciona una piscina, un asiento restregado y unos riffs calientes del jazz como integrantes de los ritos. Las dos páginas de “Elegía de Cambridge” evocan con emoción al novio muerto antes de cumplir los veinte años. El poemario concluye con textos en los que se presta atención a la belleza pequeña. La escritora camina por una urbe de neblina oscura, alambres, cicatrices, zumo acre. Celebra la bondad de su hija; describe un funeral de jerbos, fracturas y enfermedades de niños. Ve en el dolor de su hijo a “alguien que cuelga de una cuerda en llamas”.

Un mérito de Óscar Curieses: su versión española de La célula de oro facilita la lectura placentera. Y un logro de Sharon Olds: su gran valía literaria no decae en ninguno de los cincuenta y nueve poemas de esta obra. A mi juicio, ello se debe a la verdad personal que nos transmite.

Bodegón

Estoy tumbada boca arriba después de hacer el amor,

pechos blancos con curvas llanas como tapaderas de platos de sopa,

pezones brillantes como bayas, moteadas e inmutables.

Con las piernas en algún lugar de la cama como esos

peces grandes de plata que desfallecen sobre el borde de la mesa.

Escena de destrucción, escena de paz perfecta,

sexo radiante y tranquilo y luminoso como el

faisán muerto escarlata y azul todo

bermellón pluma en el cuello y herida profunda en el cuerpo,

y en el centro de mi frente una gota de agua

redonda y opalescente, y en ella

el autorretrato del artista, al revés,

desnudo, abrazando tus pinceles que gotean como antorchas de luz.


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