Revista Pijao
Intimidades de Arturo Barea
Intimidades de Arturo Barea

Por Tereixa Constenla

Especial El País (ES)

Arturo Barea (1897-1957) se forjó una segunda vida en el exilio a partir de 1939. Ya no era un rebelde. Trabajaba en la BBC, vivía con sosiego cerca de Oxford (Inglaterra) con su segunda esposa, la periodista y traductora austriaca Ilsa Kulcsar, acudía a universidades estadounidenses, dictaba conferencias en América del Sur. En esos días publicó en inglés La forja de un rebelde, una trilogía capaz de trasladar con naturalidad la vida cotidiana de lavanderas como su madre, la podredumbre del ejército de Alfonso XIII en Marruecos o el avispero de la Oficina de Prensa y Propaganda del Gobierno republicano, donde trabajó mientras caían bombas sobre Madrid.

Aquellas experiencias nutrieron tres novelas, La forja, La ruta y La llama, donde desnudaba afectos y desafectos. Un Knausgård del siglo XX con más desafíos. Además de sortear los badenes interiores de la existencia, tiene que salvarse de la historia. Puede que exorcizase demonios con la literatura o puede que no. Pero los demonios estaban. El del resquemor, el de la incomprensión, el de la pena, son evidentes en las cartas que el escritor envía a Adolfina, una de los cuatro hijos que tuvo de su matrimonio frustrado con Aurelia Grimaldos. “En toda esta historia existe el desastre de vuestras vidas; pero la mayor culpa de este desastre ha sido ajena a mí. Ha sido causada por la guerra civil, primero, por la guerra en Europa después y también en una gran medida por la ceguera y el rencor que impidió que al menos alguno de vosotros se reuniera conmigo”, escribe el 2 de agosto de 1956.

Barea murió al año siguiente, sin haber vuelto a ver a ninguno de sus hijos, que permanecieron en Madrid tras la guerra hasta que lograron instalarse en Brasil con su madre. En esa carta se sintetiza el desarrollo de La llama, el último libro de la trilogía, donde cuenta su fracaso conyugal con Aurelia Grimaldos, sus líos de faldas y su amor por Ilsa, la traductora austriaca que conoce en días de fuego.

Inédita hasta ahora, esta colección epistolar ha salido a la luz por decisión de Victoria Tierz, sobrina política de Adolfina, que falleció en junio de 2005 en Barcelona sin descendencia y sin hablar. “Ella estaba marcada por los episodios de la infancia, tenía un conflicto entre la admiración y el desengaño hacia su padre”, cuenta Tierz. Ella decidió remitir copias de las cartas que encontró en el domicilio de su tía al periodista británico William Chislett, una de las personas que más ha bregado por honrar a Arturo Barea desde que descubrió su literatura. “En las cartas está la trágica historia de la familia”, resume Chislett. Y está el Barea más íntimo, capaz de confesar su alivio por la comprensión que vislumbra en las letras de su hija: “Tenía la seguridad de que había de llegar un día en el que mis hijos o al menos alguno de ellos, se daría cuenta de que su padre no era un monstruo ni mucho menos, sino un hombre lleno de cariño y de buena voluntad que se estrelló en todas sus intenciones por circunstancias ajenas a él. Sin que esto sea quitarme culpas de encima”.

Barea tuvo cuatro hijos (Carmen, Adolfina, Arturo y Enrique) con Aurelia Grimaldos, con la que se casó al regresar de África de forma precipitada por su embarazo. “Y esto trastorna los planes. Yo no quería que ella se avergonzara, ni tampoco lo que naciera”, cuenta. Se van a vivir a la buhardilla de la familia Grimaldos. “Yo sabía que pasaban apuros y estaba dispuesto a ayudar en la casa con lo que ganaba (...) Lo que no sabía era que el abuelo, ni trabajaba, ni había trabajado en su vida, ni tenía ningún interés en trabajar (...) No solo me convertí en la vaca lechera, sino en la vaca a la que encima de ordeñarla se trata a patadas. Aquella casa era un infierno en todos los sentidos”.

Aunque con el tiempo se mudan al Puente de Vallecas, la relación está ya demasiado corrompida. “Tu madre”, escribe Barea, “había heredado las cualidades de su padre, carecía del sentido de responsabilidad en absoluto y era incapaz de llevar una casa”. El deterioro va a más. El escritor se enreda en otras historias hasta que estalla la guerra y se enamora de Ilsa Kulcsar nada más verla. “Llevamos 19 años de casados, hemos pasado juntos muchos peligros, mucha miseria —nos hemos quedado sin comer más de una vez— y juntos hemos trabajado y nos hemos abierto un camino. En estos 19 años yo no he tenido contacto con ninguna mujer; simplemente porque otra mujer me puede ofrecer su sexo, pero no me puede ofrecer nada más; y muchísimo menos de lo que tengo”.

En las cartas, Barea no esconde su desdén por sus hijos varones —por su indolencia y por su ingreso en los Testigos de Jehová en Brasil— y su predilección por Adolfina, a la que invita sin éxito en tres ocasiones a instalarse en Inglaterra. El 22 de diciembre de 1957, acuciado por un cáncer aún sin diagnosticar, escribe su última carta: “La BBC ha puesto a mi disposición toda clase de facilidades para que no tenga que ir a Londres y haga impresiones de las charlas en cinta magnetofónica”. Cuatro días después Ilsa Kulcsar anuncia por radiograma la muerte del escritor y una carta explicativa, que dará comienzo a una estrecha relación epistolar con Adolfina y su marido Víctor. La que, mientras vivieron Barea y el resentimiento, no habían mantenido.


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