Revista Pijao
El laberinto y el resplandor
El laberinto y el resplandor

Por Tatiana Andrade

Especial para la revista Arcadia

 

A los 11 años, Simon Roy vio por primera vez El resplandor (1980), la película del director Stanley Kubrick, basada en la novela homónima de Stephen King. Años más tarde, después de repasar el filme 42 veces, un número que obsesivamente se reitera en la particular estructura de la película, Simon Roy, convertido en un profesor de Literatura de un instituto de Quebec, se aventura a un viaje simbólico al interior de su propio laberinto.

A través de cortos capítulos, donde caben experimentos en el lenguaje y en la estructura narrativa, Roy enlaza el terror psicológico experimentado por Jack Torrance (Jack Nicholson), con su propio trauma familiar. La película es, entonces, el detonante para emprender una búsqueda psicoanalítica, y el libro es el medio para verbalizar y explicarse a sí mismo la genealogía del mal que ha bañado con sangre las distintas generaciones que lo precedieron. No se trata de un análisis fílmico. Incluso, a simple vista, el libro podría parecer un puñado de anécdotas sobre las curiosidades de una película. Sin embargo, estas anécdotas, que atienden a desmenuzar el engranaje simbólico de Kubrick, sirven también para que el autor genere una hipótesis sobre la naturaleza del hombre: todos tenemos un laberinto adentro, todos somos un Jack Torrance en potencia, todos experimentamos la negritud de nuestros pensamientos y en esa medida, todos podemos mirar el abismo y recibir su atractiva respuesta y, por lo mismo, todos debemos temer de nosotros mismos.

De esta hipótesis, Roy avanza unos pasos para reflexionar que la ficción es la reiteración y la repetición de la realidad y que, a su vez, la realidad bebe de la ficción. Es así como traza una serie de momentos históricos y culturales que sustentan que la trama de El resplandor es el producto de una herencia del acontecer del hombre, una repetición de arquetipos, de cuentos clásicos infantiles, de escenas de películas de otros tiempos, de homenajes a fechas trascendentales.

Por esa línea, Roy llega a su propia historia familiar, condenada también a repetir, una y otra vez, a través de varias generaciones, el horror y la vileza de un abuelo que en 1942 (otra vez el número 42) comete un crimen terrible que contamina la psiquis de todo el árbol familiar hasta alcanzarlo a él, quien, con destreza, utiliza la gran obra de Kubrick para dar luces sobre la barbarie que corre por sus venas: “Lo cierto es que una parte del inconsciente ha tenido que intervenir por fuerza para imponer El resplandor como una obra faro que guía mis pasos por el laberinto tenebroso de mi genealogía macabra”.


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