Revista Pijao
El banquete erótico de Petronio
El banquete erótico de Petronio

Por Alberto medina López

El Espectador

Dos hombres, Encolpio y Ascilto, se disputan el amor del joven Gitón, que tiene intimidad con ambos. A ellos se une un poeta disoluto llamado Eumolpo, con quien terminan embarcados en un extraño viaje. Trifaina, esposa del capitán, se hace amante de Gitón, y Encolpio, que ya había probado los encantos de la dama, se lamenta.

“Para mí era una herida cada beso, cada caricia que ideaba aquella mujer depravada. Ignoraba, no obstante, si mi irritación era mayor contra el joven que me arrebataba a la amante o contra la amante que seducía al joven”. Para entretener a los ocupantes del barco, Eumolpo cuenta una historia con la que pretende demostrar que toda mujer, por virtuosa que sea, pierde la cabeza bajo el impulso de un nuevo amor.

Ocurrió en Éfeso, cuando a una dama, ejemplo de virtud y amor conyugal, se le murió el marido. Acompañada de su sirvienta decidió quedarse en el cementerio, al lado de la tumba del esposo, sin probar bocado y echándose a morir.

Cinco días después, un soldado, enviado al lugar para vigilar que no se llevaran los cuerpos de unos bandidos crucificados, escuchó el lamento de la mujer y se sorprendió con tanta hermosura. Intentó convencerla para que desistiera de su idea de morirse al lado del muerto, pero nada. La sirvienta acogió la propuesta del militar de probar bocado y tomar vino, y cuando ya estaba reconfortada convenció a su señora de comer y beber. Eumolpo asegura en su narración que “ya se sabe qué tentación suele despertarse la mayoría de las veces cuando una persona tiene el estómago satisfecho”.

Y como el soldado no era de mal parecer, la doncella empezó a alimentar otros deseos en su señora hasta que la hizo caer. “Ya no supo la mujer mantener el ayuno de la otra parte de su cuerpo. (…) Durmieron, pues, juntos no sólo aquella noche, su noche de bodas, sino también la siguiente y otra más, con las puertas del sepulcro bien cerradas…”. Descuidado de sus labores, parientes de uno de los crucificados se llevaron su cuerpo. El soldado, al darse cuenta de la falta, pensó en el suicidio antes que enfrentar un proceso judicial, pero la enamorada tuvo una ingeniosa idea que la hacía no sólo virtuosa sino comprensiva.

“No permita el cielo que vea morir a un tiempo dos seres tan queridos. Prefiero colgar al muerto que sacrificar al vivo”. El cadáver del marido terminó en la cruz del malhechor. Ese es el espíritu de El Satiricón, una obra del siglo primero de nuestra era que, acudiendo a la etimología de su nombre, es una verdadera ensalada de sátiras.


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