Por Kit Maude
Revista Ñ
¿Se podría afirmar que la historia argentina es un cuento gótico? Creo que falta bastante para eso. La casa Usher tuvo que pudrirse durante siglos antes de caer. Lo que sí se puede decir es que aquí el gótico florece en más de un rincón, y cuando se trata del centro de la ciudad de Buenos Aires, es momento de sacar el pintalabios morado y la capa negra. Pero lo cierto es que El conserje y la eternidad huyen de semejantes lugares comunes. A pesar de que se revuelca en la tradición gótica, la novela representa una operación de rescate de un género que estaba en peligro de perderse en las marañas de la fantasía adolescente: la historia de vampiros.
Estructurado como el diario del monstruo en cuestión, El conserje... hace la crónica de sus experiencias en tres períodos claves de la historia argentina: 1955, 1982 y 2001. Siempre en el centro de Buenos Aires y siempre trabajando como conserje de noche, primero en una torre de oficinas, después en un hotel, y finalmente en una torre residencial. El detalle parece bien argentino; hasta puede imaginarse la queja expresada con esa mezcla nacional de orgullo y fastidio tan distintiva: “¿Viste? En Europa los vampiros tienen títulos y castillos, acá trabajan de porteros”. Pero este vampiro tiene otras peculiaridades. Hay mucho que lo sorprende: su propio cuerpo, su conducta y la de sus pares humanos, su hambre para la sangre, y la melancolía de su condición no-humana.
En Historia de la eternidad Borges escribió que “el tiempo es un problema para nosotros... acaso el más vital de la metafísica”. Aquí parece que no es menos problemático para los seres eternos. La segunda parte comienza con nuestro vampiro, que se deleita en el nombre anodino de Juan Drodman, aunque cada sección está precedida de designaciones vampíricas más extravagantes. Drodman prueba los límites de su resistencia al sol, mientras 2001 lo encuentra inyectando a sus víctimas con heroína para sazonar su sangre; parece que el efecto sofocante del tiempo vuelve necesaria la ocasional sacudida anímica.
Más allá de la lucha constante contra el hastío, El conserje incluye el coqueteo de una secretaria en la década 50, y su reaparición, ya sufriendo de demencia, en el nuevo siglo; la fascinación de Juan con una pareja que en 1982 se esconde en su hotel de las autoridades; y sus distintas maniobras para encontrar una vivienda donde se sienta cómodo y, por supuesto, donde pueda ocultar a sus víctimas y deshacerse de ellas una vez que hayan muerto. (Sus deliberaciones sobre un cuarto subterráneo recuerdan al cuento de Kafka “La madriguera”).
Aunque no hay duda de que El conserje... tiene mucho de Borges y su capacidad de racionalizar nuestro imaginario más irracional, una influencia más directa parece ser la de J. Rodolfo Wilcock. Como este, Romero ha sabido explorar el pensamiento y conjurar la vida solitaria de su criatura de manera impactante, sin dejarnos olvidar en ningún momento que se trata de un monstruo.
Con una prosa sobria y a contracorriente de la ola de vampiros insulsos que han proliferado en las últimas décadas en la cultura popular –en una ocasión no puede resistir hacer que Juan rechace la palabra “crepúsculo”– Romero ha producido un retrato vívido y, lo que es más importante, maduro del mal, que le otorga igual peso a sus aspectos horrorosos y banales.
Resulta tan convincente que uno se pregunta si era necesario colocar la historia de Juan en puntos históricos tan puntuales, o si se podrían haber elegido fechas menos obvias. ¿Por qué no, por ejemplo, septiembre de 1930 o marzo de 1989? Toda escritura es política, hasta la gótica. A veces hay que dejar que el lector determine esto por sí mismo.
El conserje y la eternidad, Ricardo Romero. Alfaguara, 160 págs.