Revista Pijao
Barro, riberas y algunos varones primarios
Barro, riberas y algunos varones primarios

Por Alejandra Rodríguez Ballester   Foto Ariel Grinberg.

Revista Ñ

No es un paraíso el Jardín primitivo al que alude el título de la novela de Carlos Bernatek. Su geografía física y existencial se encuentra en las antípodas del locus amoenus de los poetas latinos; se trata de un jardín sin rastros de cultivo, carencia que comparte metonímicamente con sus habitantes.

El espacio en que transcurre la novela es el de la ribera santafesina, una isla que se inunda irremediablemente, el de los pueblos chatos y polvorientos en las inmediaciones de la capital de la provincia que conforman “la zona” a la que retorna el autor, luego de La noche litoral, y que coincide, de manera paródica, con la zona saeriana.

“Todos estaban sucios, por lo menos, manchados. Pero no estaban allí por una cuestión higiénica, mucho menos para confesarse”, se lee al comienzo, y es precisamente esa suciedad material y metafísica en la que chapotean los personajes como en el barro viscoso y turbio de la orilla, lo que insiste y se constituye en verdadero tema de esta novela.

Primitivo es el entorno pero, sobre todo, ellos, los varones reunidos en la isla, en una tapera precaria, quienes gastan apodos elocuentes en su rasante vuelo metafórico: el Carne Boba, Cachete, Roli y el narrador, Ovidio Balán, “Ovi”, natural de Serodino, de familia turca para más señas, antítesis irónica del autor de El entenado.

La mera supervivencia es la tenaz aspiración del grupo –o, quizás, simplemente “durar”, como acota el narrador–, en las precarias condiciones de una clase media empobrecida, dependiente de la changa, el rebusque o el yeite semidelictivo: “Todos sabían que algo debían y esperaban que el tiempo lo borrara”. Una señal de esas deudas turbias es el Falcon destartalado que maneja el Carne, “regalo de un comisario”. Otras se irán develando en la charla, en la que cada uno hará su confesión, mal que le pese. Pero la única nimbada de prestigio es la deuda del quinto personaje, que hace su entrada avanzado el relato, el Quía, ex cajero y legendario autor de un robo muy mentado, el del banco de Santa Fe, quien, a pesar de su condena, nunca entrega el botín. Timador de alto vuelo, el Quía es respetado por todos.

Pero la voz y el punto de vista que imprimen su carácter al relato son los de Ovidio, el narrador, a quien mueve una pulsión sexual insublimable. Sus relatos de abordaje sexual exacerban la retórica de taller mecánico con evidente intención humorística. Sin embargo, al desparpajo del personaje hay que sumarle un cinismo degradante en la representación de las mujeres, de efecto tan corrosivo que la risa que muchas veces provoca también espanta.

La apuesta del texto parece ser la de explorar el borde más bajo de la sociedad y de la lengua; en ese intento, se llevan al extremo, en la ficción, las fantasías, los escarnios y los chistes más gruesos de la cofradía masculina. De tal manera que no existe en este universo literario representación de las mujeres que escape a la perspectiva de esa lente deformante ni recursos para contraponer otra visión a la mirada del narrador. En rigor, no hay personajes femeninos propiamente dichos, solo caricaturas.

De estructura episódica, Jardín primitivo de Carlos Bernatek construye un mundo hiperbólico en su degradación y su deterioro, una picaresca amarga en la que apenas asoma, hacia el final, el rastro ético de ciertas lealtades, códigos de la clandestinidad que se respetan, gestos recíprocos entre varones. Una solidaridad que intenta mantener a flote, a duras penas, lo que queda de esos personajes, de esa sociedad sin destino, al menos, hasta la próxima inundación.

Jardín primitivo, Carlos Bernatek. Adriana Hidalgo Editora, 272 págs.


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