Por Jason Zinoman
El Cultural (Es)
La respuesta fácil es: el sexo vende. Más que cualquier otro monstruo del terror clásico, Drácula conjuga las amenazas violenta y carnal. La novela gótica de Bram Stoker revitalizó la leyenda del vampiro -señala Stephen King acertadamente- porque “jadea con auténtica energía sexual”. Algo en la sangre es un examen a fondo del origen de esa respiración agitada [y coincide con el lanzamiento en España de Los poderes de la oscuridad (Ed. B), la versión perdida que Stoker escribió con V. Ásmundsson en 1901].
David J. Skal (Ohio, 1952) lleva más de un cuarto de siglo siguiendo los pasos a Drácula, desde que se presentó en público en 1990 con Hollywood Gothic, una crónica de la evolución de este malvado personaje desde el monstruo brutal de la literatura a la gallarda estrella del cine. También ha escrito una biografía de Tod Browning, director de la película original, y ha coeditado una versión comentada de la novela. Su dominio del material y sus dotes de narrador han dado como resultado un libro con autoridad y sin un solo momento tedioso, en el que el relato errante regresa siempre a los sombríos rincones de la sexualidad victoriana.
Skal plantea que Stoker era un masoquista con “una perspectiva vehementemente transgénero” reprimida por las convenciones de su tiempo. El novelista tenía inclinación a venerar a los héroes, y su vida estuvo repleta de amistades intensas con hombres carismáticos, entre ellos Walt Whitman. Skal se extiende páginas y páginas sobre una nota de admirador dedicada al poeta por Stoker, que suena como el perfil extravagantemente emotivo para una página de contactos. La relación más importante para el novelista fue la que mantuvo con Henry Irving, el famoso actor del siglo XIX. En sus críticas teatrales, Stoker se deshacía en elogios a las actuaciones de Irving antes de empezar a trabajar como su gerente. “Henry Irving era el maestro que había estado buscando toda su vida”, afirma Skal. “El actor iba a regenerarlo, y la devoción que Stoker sentía por él fue el éxtasis exquisito de un mártir”.
Drácula nació en el teatro. Los malvados reyes demoníacos de las pantomimas inglesas prendieron la imaginación del Stoker niño, al igual que lo haría más tarde Irving con sus giros melodramáticos. El famoso crucifijo alzado para detener el mal tuvo su origen en el montaje que el actor hizo de Fausto. Shakespeare también fue una influencia importante, en particular la sangrienta tragedia Macbeth.
El autor dedica una atención considerable a especular sobre el influjo de Oscar Wilde, a menudo mediante prolijas comparaciones con Drácula. Wilde y Stoker procedían de orígenes similares. Ambos eran licenciados por el Trinity College, irlandeses de nacimiento, que se trasladaron a Londres y se introdujeron en el teatro más o menos al mismo tiempo. Pero la documentación sobre su relación es escasa, lo cual, en el libro, los acerca en cierto modo.
“Era como si Oscar representase una parte de su vida y de su alma que Stoker simplemente optó por no reconocer o aceptar”, propone el autor. Skal se sirve de la brillantez de Wilde para iluminar a su protagonista de la misma manera que hizo Tom Stoppard en La invención del amor, su retrato de A. E. Housman. Pero la de Stoppard era una obra teatral. Y si bien el revuelo en torno al juicio de Wilde puede ilustrar el carácter explosivo de ciertos placeres sexuales tabú en los que también ahondó Drácula, sacarlo a colación revela un defecto del enfoque del libro en el sexo.
Ninguna otra obra de Stoker recibió la misma atención que Drácula. Lovecraft contaba que su éxito se debió al editor. Es revelador que Skal no haga en este libro una defensa encendida de la condición de gran escritor de Stoker, ni siquiera de la de autor infravalorado.
Al igual que los vampiros, el arte con mayúscula vive eternamente, pero esta biografía no propone que esa sea la razón por la que Drácula ha perdurado. Al hacer hincapié en las pasiones reprimidas de Stoker, quizá su sentido más provocativo sea que la novela trascendió su tiempo por formar decididamente parte del mismo.
El niño que se fue con las hadas
“En mi infancia”, escribió Bram Stoker sobre sus primeros años en el Dublín victoriano, “nunca supe lo que era estar de pie”. Misteriosamente postrado en la cama “hasta poco antes de cumplir los siete años”, acabaría creciendo hasta convertirse en un robusto gigante y un victorioso atleta, más alto y corpulento que su padre y sus hermanos, alzándose por encima de su familia con su metro ochenta y ocho de altura en una época en la que la estatura media de los hombres de veintiún años en Gran Bretaña era de un metro sesenta y cinco. Lo cierto es que su enfermedad coincidió con los años más duros de la Gran Hambruna en Irlanda y con una epidemia gravísima de cólera, pero Bram nunca contrajo la enfermedad ni la fiebre de la hambruna ni ninguna otra afección que pudiera explicar médicamente su incapacidad para caminar. Al tiempo, la madre del escritor contaba a sus hijos relatos espeluznantes basados en hechos reales sobre el destino de muchos emigrantes que intentaban huir de la enfermedad embarcándose hacia Norteamérica y que acababan arrojados por la borda; de enfermos enterrados en vida o incluso de familias y pueblos enteros exterminados por el hambre o el cólera. Para huir del horror, cuenta David J. Skal, Stoker leía de manera incansable cuentos de hadas franceses y alemanes, vertidos al inglés, en los que tampoco faltaba la crueldad.
Si añadimos la costumbre de ciertas zonas de la Irlanda rural de disfrazar a los chicos de niñas para evitar que fuesen raptados por el pueblo de las hadas, se comprende mejor la fascinación temprana de Stoker por el horror, la muerte, la imaginación, la inestabilidad y la ambigüedad de los géneros. También los estudios críticos modernos de Drácula han acabado “dominados por investigaciones psicosexuales de la multiplicidad de transgresiones de género presentes en la novela, que bullen hasta dar paso al horror”, sostiene el biógrafo.
Traducción de Óscar Palmer Yáñez. Es Pop Ediciones. Madrid, 2017. 672 páginas