Por Tereixa Constenla
Babelia (Es)
Escribir para olvidar o recordar. Escribir para revivir o sepultar. Escribir para curar o sangrar. Escribir porque un escritor no sabe hacer otra cosa. El duelo, un trance universal y al mismo tiempo único, ha alimentado algunas obras excepcionales a lo largo de la historia. Pero es en estos tiempos de la literatura del yo y de la autoficción, en estos días de intimidades descarnadas y públicas, donde el género es más frecuentado. En esta lucha contra los demonios de la pérdida, algunos autores crean pequeñas obras maestras.
A cada momento seguimos vivos. Tom Malmquist. Turner. 2017.
Tom Malmquist (Suecia, 1978) era un poeta de cierto éxito. Ahora eso ya no tiene importancia. Después de escribir A cada momento seguimos vivos, hay quien le considera el Knausgard sueco por ponerle prosa a su intimidad. Pero no se parecen. No hay rastro de la introspección intimista que a veces desliza el noruego entre sobredosis de realidad en el libro de Malmquist. No hay poesía, no hay lírica, no hay escapatoria. Karin, la pareja del autor, ingresa en el hospital con un embarazo de siete meses y una infección respiratoria. Las 100 páginas iniciales cuentan la rápida progresión de Karin hacia la muerte debido a una leucemia mieloide. Malmquist parapeta su estupefacción tras una labor notarial –anota en un pequeño cuaderno la jerga médica, los diálogos y la atmósfera con el detenimiento de un cazamariposas- mientras hace kilómetros por el pasillo subterráneo del hospital Karolinska, que conecta la unidad de neonatos con la de cuidados intensivos de cirugía torácica. Se prepara para la muerte al tiempo que recibe una nueva vida. Es un libro sobre la pérdida, claro está, pero también es un registro hipnótico sobre el microcosmos sanitario en Suecia. Los familiares de los enfermos disponen de salas que parecen pequeños apartamentos (camas, microondas, frigoríficos, sofás) y, en el caso de Malmquist, pueden acceder a espacios insospechados como el quirófano donde le practican la cesárea que culminará en el nacimiento de su hija, Livia. El poeta escribe con bisturí sobre el desmoronamiento de la vida que tenía y de la vida que esperaba tener. También de la vida que estrena como padre solitario, y que da lugar a algunas de las derivas disparatadas del sistema sueco. Malmquist tendrá que afrontar un esperpéntico periplo administrativo para que se le reconozca como padre de la criatura.
La ternura de las piedras. Marion Fayolle. Traducción de Regina López. Nórdica, 2016
Después de perder a su padre, Marion Fayolle (Ardeche, Francia, 1988) dibujó una despedida poética y surrealista –dibuja a su padre a veces como una piedra, a veces como un rey colérico - en la que participaba toda la familia. El feísmo de la realidad –las difíciles relaciones con un padre distante- se transforma en dibujos oníricos que cuentan sin herir. “Yo creía que la enfermedad y las adversidades acabarían por enternecerlo. Había visto un documental que explicaba cómo las piedras se transformaban en guijarros y luego en fina arena gracias a los embates del mar, el azote enérgico de las olas. Era el principio de la erosión. Sin embargo, yo sentía que, en lugar de pulirlo, la enfermedad se lo había ido comiendo poco a poco, pero sin alisar lo más mínimo sus contornos”. Fayolle no ajusta cuentas, pero tampoco disimula las magulladuras que sufre la familia. “La vida del Rey funcionaba como un reloj. Si alguien modificaba mínimamente sus horarios, se ponía furioso. Suele pasar. La gente que ostenta muchos poderes es temperamental y caprichosa”.
También esto pasará. Milena Busquets. Anagrama, 2015.
Una rareza. Lectores y críticos se pusieron de acuerdo en celebrar la novela sin ficción que la escritora Milena Busquets (Barcelona, 1972) había dedicado a la editora Esther Tusquets. Una hija escritora tal vez no sea el mayor deseo de una madre editora. Ya no se sabrá. Tusquets no podrá leer un libro donde la ligereza no oculta la pena ni el dolor relega el vitalismo. Pero la protagonista, Blanca, despliega una fórmula para seguir adelante, que nada tiene que ver con el enclaustramiento emocional. La vida, con sus frivolidades y sus pasiones, está afuera, bajo la luz de Cadaqués. A esa vida que sigue, aunque ya nunca volverá a ser igual, se aferra Blanca con el instinto tanto como con la inteligencia. Levedad a raudales, frivolidad burguesa, nostalgia contenida, lealtades justitas. Un libro, el segundo de Busquets, que arrasó dentro y fuera de España. Una carta de amor, según la autora, de una hija a una madre que ni fue una catarsis ni un ajuste de cuentas.
¿Podemos hablar de algo más agradable? Roz Chast. Traducción Rocío de la Maya. Reservoir books, 2015.
Roz Chast (Nueva York, 1954) quería lidiar con la muerte de sus padres y el resultado fue una novela gráfica dolorosa, divertida, inteligente y honesta, que estuvo a punto de recibir el National Book Award en 2014 saltándose las convenciones de la literatura. Cuando publicó el cómic, Chast guardaba las cenizas de sus padres, fallecidos con dos años de diferencia, en dos bolsas en el suelo de su ropero, junto a sus zapatos, camisetas, una plancha y manualidades infantiles. “El director de la funeraria me preguntó si quería que mezclaran sus cenizas. Le dije que mi madre había sido tan dominante cuando estaban vivos que sería mejor que él tuviera un poco de espacio propio. Cerca, pero independiente”. Hasta llegar a este epílogo, Chast reconstruye los últimos años de sus padres, un hombre sumiso y una mujer autoritaria, con su imparable deterioro. La vejez sin paños calientes. También el repaso a su odiosa infancia de hija única en Brooklyn y el higiénico distanciamiento que crea cuando se casa y tiene a sus hijos. Apoyándose sobre fotografías, viñetas, distintas tipografías y una voz narrativa, el cómic traslada una veracidad conmovedora, y a veces tétrica, sobre el desmoronamiento de la vida, el sentido de la responsabilidad o la guadaña de la culpa.
La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero. Seix Barral, 2013.
En pleno duelo por su pareja, el periodista Pablo Lezcano, fallecido en 2009, la escritora Rosa Montero (Madrid, 1951) descubrió el duelo de la científica Marie Curie por su marido Pierre, atropellado por un coche de caballos en abril de 1906. Ni siquiera un cerebro genial puede mantener a raya el dolor de la pérdida. Marie Curie enloqueció. Guardó sus ropas ensangrentadas. Vagabundeó atrapada en la culpa. Dejó de hablar a sus hijas del padre para hablar con el padre a través de un diario: “Yo me estaba ocupando de las niñas, y te marchabas preguntándome en voz baja si iría al laboratorio. Te contesté que no lo sabía y te pedí que no me presionaras. Y justo entonces te fuiste; la última frase que te dirigí no fue de amor y de ternura. Luego, ya solo te vi muerto”. Al tiempo que avanza en la biografía de la única mujer con dos Premios Nobel (Física y Química), Montero comparte en esta rareza literaria –en la línea de La loca de la casa- reflexiones, sentimientos y sinrazones. “La pérdida de un ser querido es una vivencia tan dislocada e insensata que resulta increíble cuánto te puede llegar a turbar y emocionar una tarjeta VISA con el nombre de tu muerto escrito en relieve”. La novelista guardó en un cajón el móvil que Pablo odiaba, la agenda, la billetera, el DNI, el permiso de conducir. Los duelos son universales pero únicos. Cada uno lo afronta a su manera. “La muerte”, escribe Rosa Montero, “mancha también nuestros recuerdos: no soportamos rememorar nuestra ignorancia, nuestra inocencia. Esos días que pasé con Pablo en Nueva York, apenas un mes antes de que le diagnosticaran el cáncer, son ahora una memoria incandescente: él estaba malo y yo no lo sabía, estaba tan enfermo y yo no lo sabía, le quedaba un año de vida y yo no lo sabía; ese desconocimiento abrasa, ese pensamiento es persecutorio, esa inocencia de ambos antes del dolor resulta insoportable. Ahora veo la preciosa foto que hice desde la ventana de nuestro hotel en Manhattan y siento cómo se me hiela el corazón”.
Noches azules. Joan Didion. Traducción de Javier Calvo. Mondadori, 2012.
Hay un libro mítico de Joan Didion (Sacramento, 1935): El año del pensamiento mágico. Se publicó en 2006. Se escribió poco después de la muerte de su marido, el escritor John G. Dunne. Estupor, tristeza, cólera, pensamiento mágico: no tirar la ropa de John porque le hará falta cuando regrese. John sufrió un infarto cuando estaban a punto de sentarse a cenar una noche de diciembre de 2003. Regresaban del hospital donde habían visitado a su hija, Quintana Roo, en coma, que fallecería pocos meses después de su padre. Didion tardó mucho más tiempo –cinco años– en llevar el duelo por su hija a la literatura. En Noches azules rehace la vida de su hija, adoptada, al tiempo que desnuda su propia fragilidad. Didion no oculta su conmoción al observar la pérdida de su vigor físico y la desaparición de la vida plena que se esfumó sin avisar. Un libro donde comparte el miedo a la propia muerte.
Tiempo de vida. Marcos Giralt Torrente. Anagrama, 2010.
En otoño de 2007 Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) anotó en un cuaderno: “El mismo año en que mi padre enfermó publiqué una novela en la que lo mataba”. Lo consideró un buen comienzo. Llenó páginas. Leyó libros sobre padres e hijos, familias y muertes. Pero el buen comienzo no conducía a ninguna parte. “Me faltaba la idea motriz; no la tenía porque lo único que sentía era un gran vacío. Un duelo es una cosa extraña. Un duelo se siente una vez que ha quedado atrás. Un duelo te aísla incluso de ti mismo”. Finalmente contó cosas y calló otras: “Hay lugares que desconozco y lugares a los que no quiero llegar”. Suficientes para reconstruir la vida del padre, el pintor Juan Giralt, fallecido en febrero de 2007 debido a un cáncer. Ocho meses después el novelista escribió: “En todo este tiempo no he escrito apenas. No tenía tiempo ni cabeza. Tampoco he leído. He vivido hacia afuera, multiplicado en tantas facetas y cometidos como exigían sus muchas necesidades. He sido su principal compañía, su interlocutor ante los médicos, su psicólogo, su ayudante, su brazo ejecutor, su camarero y enfermero. He dejado a un lado mi vida, me he anulado y me he fusionado con él (…) He visitado casi a diario farmacias y ambulatorios, le he curado heridas imprevistas, lo he ayudado a levantarse y a acostarse, lo he llevado y traído del baño, he temido su muerte, la he deseado por momentos y, cuando sólo quedaba sufrimiento y ninguna alegría que el dolor no neutralizara, he hecho la llamada que él me había pedido. He recibido a los médicos que ya no venían a curarlo, me he dejado adiestrar por ellos, he esperado su muerte, lo he visto muerto y lo he amortajado. He cumplido, en fin, su voluntad en todos sus términos y el esfuerzo de todo ello me ha dejado exhausto. Exhausto y vacío”. Por esta obra recibió el Premio Nacional de Narrativa en 2011 y el Strega Europeo.
De vidas ajenas. Emmanuel Carrère. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama, 2009.
En la Navidad de 2004 Emmanuel Carrère (París, 1957) mascullaba sobre sí mismo y su incapacidad para amar en un bungalow de Sri Lanka cuando la Gran Ola destrozó el Sudeste asiático. Tanto él como su pareja, Hélène d’Encausse, y los dos hijos (no comunes) que les habían acompañado, salieron indemnes. A última hora habían suspendido la clase de submarinismo a la que se habían apuntado. La muerte puede ser así de esquiva. Emmanuel y Hélène pensaban en separarse. Y eso, que era lo más importante de aquel momento, dejó de tener trascendencia alguna ante las dimensiones de la tragedia, que costó la vida de 35.000 personas en Sri Lanka. Entre ellas la hija de otros turistas franceses, Jérôme y Delphine, a los que acompañaran permanentente desde ese momento y hasta su regreso a Francia. Carrére que, a sus 47 años, nunca había visto un muerto, recorrió escenarios donde lo imposible era no verlos. A su regreso a París había más urgencias: la recaída en el cáncer de la hermana de Hélène, Juliette. “En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia?”. Y de este encargo, salió uno de los libros más bellos y generosos de Carrère, que aparca el ensimismamiento de otras obras, para contar historias cotidianas de seres extraordinarios, o tal vez historias extraordinarias de seres cotidianos. Un libro que mantiene viva a Juliette, capaz de sentar las bases de un novedoso derecho del consumo desde su pequeño juzgado de provincias, junto a otro colega, tan enfermo y tan cojo como ella. En Francia lo eligieron en 2009 mejor novela del año.
El olvido que seremos. Héctor Abad Faciolince. Seix Barral, 2007
Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) descubrió el cadáver de su padre, el médico Héctor Abad Gómez, en un charco de sangre en agosto de 1987. Especialista en salud pública –creía en su poder para transformar realidades–, activista contra la corrupción política y profesor universitario mal visto por los acomodados en la élite, fue asesinado por dos jóvenes que iban en moto mientras asistía al duelo de otra víctima de paramilitares. En uno de los bolsillos de su chaqueta, el médico colombiano llevaba un soneto de Borges: "Ya somos el olvido que seremos". Su hijo rastreó en sus propias vivencias de niño privilegiado, distinguido por el padre entre tantas hermanas, y reconstruyó la biografía del hombre público volcado en una causa. "Fue injusto con nosotros", reflexionaba el escritor poco después de publicar la obra, "los héroes siempre son injustos, porque era consciente de que lo iban a matar, y lo mataron y todo ha sido inútil. La violencia siguió adelante. Pero sólo puedes combatirla con palabras. Contar lo que es".