Revista Pijao
Pensar a largo plazo y actuar en el corto
Pensar a largo plazo y actuar en el corto

Por Micaela Cuesta

Revista Anfibia

Hombre de ideas y de acción, Tronti interpela las formas rígidas del pensamiento crítico y ofrece una perspectiva no ortodoxa sobre un conjunto de temas y tópicos abandonados a la derecha. Se acaba de publicar en Argentina “El enano y el autómota. La teología como lengua de la política” (Prometeo). En esta entrevista –que forma parte del libro- el pensador italiano dice: “En un mundo desacralizado, una plegaria íntima me parece una forma de lucha”.

Con “El enano y el autómata. La teología como lengua de la política” la editorial Prometeo inaugura la colección Pensamiento Político Italiano. En su “Advertencia”, Mario Tronti afirma: “Dedico entonces este libro a las jóvenes generaciones, si las habrá aún, de intelectuales políticos”. Toda una definición sobre el semblante crítico de tono escéptico de este romano, cuya figura admite una retahíla de atributos: izquierda, marxismo, comunismo italiano, operaismo, sensibilidad popular. Hombre de ideas y de acción, cuyo lema “pensare estremo, e un agire accorto” (pensar a largo plazo y actuar en el corto), se cuela en su profusa obra que ha empezado a ser traducida al castellano.

Tronti interpela las formas rígidas del pensamiento crítico y ofrece una perspectiva no ortodoxa sobre un conjunto de temas y tópicos abandonados tradicionalmente a la derecha. Mejor que un pequeño revolucionario es un gran conservador que nos incita a reflexionar, dice Tronti. Así, Carl Schmitt puesto en tensión con Jacob Taubes y ambos corregidos por Walter Benjamin son convocados para debatir sobre el vínculo entre trascendencia y política en un momento de festejo del presente y puro inmanentismo.

Algo de esto explica, quizás, el impacto actual del autor entre las filas de Podemos de España y el hecho de que sus análisis resulten afines e inquietantes para el pensamiento crítico latinoamericano.

Lo que sigue es la entrevista que realizamos al autor y ofrecemos aquí como adelanto del libro que estará en el centro de la conversación que sostendrá el viernes 1 de septiembre el profesor Horacio González y el amigo de Mario Tronti, Pasquale Serra en el Centro Cultural de la Cooperación a las 19 hs.

Usted utiliza una fórmula para el pensamiento crítico de reminiscencia althusseriana: “estar en la coyuntura libre de la coyuntura”, ¿cómo traduciría en términos intrahistóricos este posicionamiento político-intelectual? En otras palabas ¿qué define hoy la coyuntura y qué elementos nos permitirían librarnos de ella sin olvidarla?

Mi relación con Althusser fue indirecta, pero significativa: indirecta en el sentido de que no nos conocimos ni frecuentamos. Significativa, no obstante, en la medida en que nos encontramos pensando el mismo problema, aquel de lo político, en el mismo período y con la misma orientación de investigación. Era el comienzo de los años setenta del siglo XX, cuando luego del agotamiento de los impulsos movimientistas de la década precedente, volvió a escena el gran tema de la dirección de los procesos, de los modos en los cuales, aquella dirección, fue elaborada y practicada en el pasado y de cómo era necesario reordenarla para el futuro. Mi referencia común era a la tradición del movimiento obrero y a su aparato teórico, marxiano: pero, específicamente, también a los clásicos pensadores de la política moderna, empezando por Maquiavelo. Que la política fuera y debiera ser, antes que nada, gestión de la contingencia, gobierno de la coyuntura, fue la tesis de investigación sobre la cual nos encontramos trabajando contemporánea e independientemente uno del otro. Cuando se presentan estas misteriosas correspondencias significa que una necesidad del tiempo reclama ser afrontada con las armas del pensamiento. Cabe señalar, por otro lado, que la autonomía de lo político –de esto en realidad se trata– era una práctica regular de la organización mayoritaria del movimiento obrero, los comunistas italianos, por ejemplo, o de los socialdemócratas europeos, pero siempre con una resistencia ideológica a teorizarla.

Contingencia y coyuntura no son exactamente la misma cosa. Contingencia es la “realidad efectual” maquiaveliana, esto es, la historia en acto con la cual la política tiene que vérselas eternamente. Coyuntura es un contexto histórico determinado, el aquí y ahora de corta o media duración, y por lo tanto una situación específica que hay que afrontar con medios específicos. Debes estar dentro de ella cada vez, aún de distintas maneras. Lo primero que hay que hacer es captar la especificidad del momento, con el análisis de las fuerzas en lucha, identificando –esto es importante– cuál es, en cada momento, el enemigo principal a derrotar. La otra cosa que hay hacer es estar quieto sobre la fase, no alterarla, como a menudo sucede con la larga duración. Las coyunturas son fases de un mismo tiempo. Solo quien posee intelectualmente el tiempo histórico se puede mover con eficacia en la corta duración. En los últimos años, por ejemplo, toda la izquierda, la reformista y la radical, ha definido la fase como neoliberalismo. Pero no se identificó en el neoliberalismo una coyuntura, ni siquiera del todo nueva, del capitalismo. De este modo los gobiernos de centro izquierda europeos, aunque también los de los demócratas americanos, no han advertido que el finanzcapitalismo era la estructura soporte del neoliberalismo. Luego, “libres de la contingencia” aun trabajando políticamente al interior de ella significa, entonces, tener un punto de vista que supera la coyuntura misma. Decir “pensamiento crítico” está bien, es correcto. Mas la crítica debe ser “Para la crítica”, Zur Kritik, de Marx: un punto de vista de una parte. La libertad está en la parcialidad, en la irreductibilidad de la parte al todo. Cuando asumís esta posición dentro del todo sos realmente no ideológicamente libre.

Carl Schmitt nombraba como modos de neutralización de lo político cuatro instancias: lo teológico, lo metafísico, lo moral/estético, lo técnico/económico. ¿No sería preciso agregar a ellas lo jurídico-judicial para poder hablar de un proceso de judicialización de la política que, potenciado por el discurso moral de la corrupción, debilita toda auténtica acción política?

Me parece una buena observación que creo poder acoger porque también lo constaté empíricamente en la situación italiana. Me maravilla que pueda ser percibida en condiciones distantes a esta. Evidentemente señala un problema más general que, como tal, viene con él. Los procesos de neutralización y despolitización han caracterizado la segunda mitad del siglo XX, con un crescendo vertiginoso en los últimos treinta años. En Schmitt no está la identificación y, por lo tanto la indicación, de la fuente subjetiva de estos procesos. ¿A qué intereses de clase responden estos procesos? Es por ello que falta en Schmitt la lección de Marx. La inteligencia de sistema que el capitalismo ha puesto en acto, después de siglos de historia y sobra la base de la experiencia recogida del tiempo de las guerras civiles europeas y mundiales, lo ha llevado a ver en la política, en particular en su acepción moderna, un peligro mortal. Hablo de “inteligencia de sistema” para señalar una suerte de subjetividad objetiva, esto es, material, estructural, no simplemente referible a personalidad, a instituciones, a formas visibles y, por lo tanto, atacables.

El capitalismo industrial requería de la política para gestionar la lucha de clases y tenía necesidad del Estado para remediar sus crisis. Esa es la historia de la primera mitad del siglo XX, con extensiones menores que llegan a los años sesenta y setenta. El giro comienza con la Trilateral, a mitad de los setentas: era necesario poner fin al exceso de demanda política, como literalmente lo expresaba la relación del establishment económico financiero de Estados Unidos, Europa y Japón. Así como también era necesario acelerar el fin de la división del mundo en dos grandes bloques, política y socialmente alternativos.

Uno de los instrumentos, no el único, de neutralización/despolitización será identificado precisamente con la entrada a escena, por iniciativa propia y determinada, del tercero de la división de poderes que, en la tradición liberal democrática, es el poder judicial. Se salía de la política moderna, y de la reivindicación de su autonomía respecto de otras dimensiones de la acción humana, para volver a una vieja dependencia subalterna. Había una motivación: la modernidad es también la juridificación de la relación política, pero su conversión en judicialización es algo reciente. Y había una oportunidad: el declive de los sistemas políticos occidentales y la decadencia de sus clases políticas. Décadas de paz, la muerte de las ideologías, el fin de las pertenencias a una parte, que dotaban de moralidad al accionar político, habían introducido en la esfera pública aquel individualismo privatista, que no podía manifestarse sino como mal gobierno y corrupción. La cuestión involucraba quizás a una porción de la clase política, pero la operación consistió en extenderla a la clase política en su totalidad y desde allí a las instituciones, a las administraciones, por lo tanto, a la gestión del interés general. Una operación desde lo alto del poder con los medios de la comunicación de masas, que agigantaba hasta el más pequeño episodio.

Durante años, en aquello que fue definido como “democracia declamativa” se ha anunciado y replicado el mensaje: la sociedad civil buena y la política mala, los ciudadanos virtuosos y los políticos mafiosos, lo privado eficiente y lo público dilapidador. Se ha inyectado, día tras día, en las venas de cada singular hasta convertirlo en un singular masificado, el veneno de la anti política. Se trata de esto, no de populismo. Resultado: las clases dominantes, los grandes poderes económico-financieros, globalizados, se pusieron a resguardo, exceptuando a una generosa, poco influyente, franja intelectual, nadie los ha enfrentado. Tienen cuestiones pendientes relativas a la crisis de sus mecanismos de sistema. Pero en estas condiciones es más fácil descargar los costos de la crisis sobre los eslabones más débiles de la sociedad, ahora desposeídos de sus defensas políticas. Y aquí se abriría el debate sobre la responsabilidad de la así llamada izquierda, mancomunadas en la incomprensión y, luego, en la inacción.

En un ensayo muy breve Walter Benjamin habla del “capitalismo como un culto sin dogma” para aludir, entre otras cosas, a esa preeminencia del presente a la que usted también refiere. Bajo su imperio parecen combinarse escepticismo, nihilismo y fin de la utopía. ¿Cree que estos elementos se continúan en el neoliberalismo como ideología? Si así fuera ¿de qué modo?  

El escrito, casi juvenil, de 1921 aproximadamente, de Benjamin, que lleva por título “El capitalismo como religión” [Kapitalismus als Religion] es un texto extraordinario. Extraordinariamente actual, a un siglo de distancia, son los trazos de la dimensión religiosa propia del capitalismo que Benjamin identifica: el culto utilitario, la permanencia de su celebración “sin tregua y sin piedad” (sans trêve et sans merci) y su generación de culpa en lugar de la salvación o redención de ella. Y a la actualidad de este último rasgo, en nuestra fase actual de tardo capitalismo en crisis, la constatamos en el debate abierto recientemente en torno al término alemán Schuld, que remite tanto a culpa cuanto a deuda. A mí me gusta mucho aquel pasaje, digno del mejor Benjamin filósofo y literato que a todo lo declina y comprende en términos políticos, cuando habla del “dominio sacerdotal de este culto”, que precisamente, en tanto tal, permite pensar este mismo culto en términos “integralmente capitalistas”.

Usando una terminología freudiana, “Lo reprimido, la representación pecaminosa, es –por una analogía más profunda y aún por iluminar– el capital, que grava intereses al infierno del inconsciente”[2]. El concepto de culpa/deuda, en su “ambigüedad demoníaca”, ha reconducido a sí mismo, a través del cristianismo, sobre todo del cristianismo reformado, el mito del dinero, es más, el dinero como mito, desde siempre en el capitalismo pero mucho más presente hoy en el capitalismo bajo hegemonía financiera, imagen mítica de masa. Estamos todos, o están todos, culpablemente endeudados y sin posibilidad de redención en los mecanismos automáticos del sistema. Las imágenes de los santos se reflejan en los billetes emitidos por los bancos centrales. El espíritu del capitalismo sopla donde quiere, a través del dólar, el euro, el peso. 

¿Culto sin dogma? Esto aquí no lo diría así. Si el nuestro es pensamiento crítico, aquel, no de nuestro adversario genérico sino de nuestro específico enemigo de clase, es pensamiento dogmático. La dictadura del presente no contempla ni memoria del pasado ni proyecto de futuro. El único pasado y el único futuro admitidos son el pasado y el futuro de su presente. El dogma es la in-modificabilidad del estado actual de cosas, esto es, para entendernos, la actual relación de fuerza que garantiza el dominio de quien está arriba respecto de aquellos que están abajo. A este estado de cosas político, o político social, es posible innovarlo pero no cambiarlo, es posible reformarlo pero no transformarlo. Yo intento no usar la expresión neoliberismo, tampoco aquella más precisa de neoliberalismo. Permanezco detenido en el pasaje, de inicios de los años ochenta al noventa, de un capitalismo que gira en torno a la industria a otro concentrado en la finanza, con el triunfo del dinero sobre la mercancía, del mercado sobre la fábrica, Marx habría dicho, de la circulación sobre la producción. Una victoria de lo viejo sobre lo nuevo, enmascarada por la modernización de un salvaje progreso tecnológico. Aquí, el aparato ideológico como falsa conciencia ha funcionado, y funciona hoy más que ayer, porque puede servirse de medios cada vez más invasivos de comunicación del mensaje desde lo alto del poder hacia lo bajo. La religión del capitalismo es muy tolerante con otras fe del presente, y las utiliza sin prejuicios para sus propios fines o intereses: una de ellas, más dogmática que las otras, es la omnipresente y omnipotente, casi mítica, web. Lo virtual es muy orgánico al devenir vertiginoso de la moneda, que no está más en nuestros bolsillos sino que vuela en el aire, ella sí, libre de hacerte pasar en tiempo real del infierno del inconsciente al paraíso del consumo.

En un contexto global de crisis económica y fortaleza de las retóricas de derecha, ¿cuál es el rol que aún podría desempeñar el pensamiento crítico? ¿Sigue siendo actual la crítica de la ideología o es preciso recrear otras formas?

La crítica de la ideología es todavía esencial. El Marx joven, antes de llegar al análisis científico del capital a través de la crítica de la economía política, esto es, de los procesos reales de producción y de circulación, hizo una crítica de la ideología burguesa que enmascaraba aquellos procesos y lo hizo a través de la crítica de la filosofía hegeliana, sobre todo del derecho. Por lo tanto, siempre “crítica”, a todos los niveles. Entonces es justo decir: “pensamiento crítico”. Pero no es suficiente. En él está implícito no sólo la modalidad del pensamiento sino la especificidad de su posición dentro de una sociedad dividida como es la formación económico-social-política capitalista. Es preciso un punto de vista de parte. La ideología burguesa consiste en presentar el interés de parte capitalista como interés general.

La crítica de la ideología burguesa radica en desenmascarar aquel interés general como un interés parcial. El pensamiento crítico de la izquierda moderada, reformista, progresista, está siempre tentada de presentarse a sí misma como aquella que mejor defiende el interés general. Así llega al gobierno y se encuentra gestionando, cuando le va bien, con algunas mejoras, todos los mecanismos objetivos de la estructura presente y dominante. De esta manera expresa subalternidad, en lugar de hegemonía. Es preciso, en cambio, contraponer un interés de parte real a un interés general ideológico. Esta es la forma de dotar al propio campo con motivaciones fuertes de sus razones, que respondan a las necesidades materiales de las personas de carne y hueso, esto es, de todas las personas que en esta sociedad no tienen ni riqueza ni poder. Y si es verdad, como en efecto lo es, que así se representa la gran mayoría de la población, es éste, entonces, el mejor modo de alcanzar el consenso que se define democrático en vistas del gobierno.

Naturalmente parece fácil pero no lo es. No lo es por todos los motivos que hemos mencionado arriba. La influencia de quien dirige es mucho más potente y tiene a disposición muchos más medios de persuasión de cuantos pueda tener quien se enfrenta y quien se opone a él. Aquí el punto neurálgico es la política, su concepción, los modos de su acción, las formas de su organización. Pero esta es una cuestión conocida y, en lo que a mí respecta, pensada y repensada. No quiero escaparle a un problema que quizás es todavía más de fondo. ¿Qué parte? Sobre todo ¿cuál parte, hoy? Porque hasta ayer, o antes de ayer, era claro. Cuando decíamos punto de vista de la parte, entendíamos por él punto de visa obrero ¿Se puede aún decir así? No, después del fin de la centralidad de la industria en el lazo social –al menos en aquella que se denomina la civilización occidental– no se puede sencillamente decir así. Aquí, la parte, antes que actualizada debe ser reconstruida. Cambió la composición del pueblo. No existe más la clase central y en torno a ella sectores aliados, todo el tiempo y en todo lugar, quizás distintos. Existe una ruptura horizontal, de trabajadores y no trabajadores, que hace perder el peso político no sólo alternativo sino antagonista del “trabajo”.

La descomposición social tiene que ser reconstruida políticamente. No es sólo un tema del pensamiento crítico. Se trata de una organización subjetiva. Entonces aquí, aquello que se llama izquierda debe hacer, antes que nada, una crítica de la propia ideología: aquel aparato democrático-progresista, historicista, elitista en virtud de su juridificación, precisamente en la cultura de los derechos, que la alejaron del cuidado y de la representación de las necesidades reales, materiales, populares. Así, en la insistencia sobre la polémica antipopulista ha terminado entregando el pueblo a la derecha. Para retomar nuevamente un interés de parte, debe entonces asumir o reasumir aquello que el movimiento obrero histórico, sobre todo el comunista, tenía como patrimonio teórico-práctico, esto es, un horizonte de realismo político. En este sentido, está bien decir que es preciso repensar la forma de la crítica. Creo que se debería volver a poner en juego la contradicción siempre creciente entre análisis materialista [materialismo dell’analisi] y, lo que antes se conocía como idealismo, pero yo prefiero decir, para sorprender, espiritualismo de la visión [spiritualismo della visione]. Contradicción real hegeliana conciliada con la gran Política.

En un texto suyo (“La sinistra e l’oltre”) afirma que “La acción política, transformadora, no puede ahora más que pensarse y practicarse en sintonía, en alianza, con formas, libres, de sensibilidad religiosa”. ¿Cuáles serían estás formas y qué prácticas habilitarían la alianza?

La respuesta a esta pregunta no puede más que retomar el final de la respuesta anterior. La experiencia de la historia en acto y la reflexión sobre intentos y fracasos de ruptura revolucionaria, con sus consecuentes imposibilidades de construcción de mundos alternativos, nos llevaron a reabrir senderos truncos. Desde el siglo XX aprendimos a hacer las cuentas con la trágica mundanización de la condición humana. El ambiente cultural del siglo XIX, el pasaje del iluminismo al positivismo pasando por alto, a pesar de Hegel, el período romántico-idealista y el pensamiento de la Restauración, tuvo mucha influencia sobre la filosofía de Marx. Y el marxismo de las diferentes Internacionales lo siguió pasivamente en ese camino. La irrupción, a comienzos del siglo XX, de la crisis y del pensamiento negativo no logró incidir en este recorrido. Solo con el derrumbe del movimiento obrero, en la época catastrófica de los años ’89 -‘91 del siglo XX empezamos a establecer los términos del camino equivocado. Había un hueco antropológico en la tradición teórica motivada por una práctica anticapitalista. La economía política clásica había puesto en juego la figura burguesa del homo economicus, el pensamiento político moderno llegará a realizar la figura, también burguesa, del homo democraticus. Pero una figura alternativa de ser humano, alternativa a aquellas, no ha surgido nunca. Todavía estamos aquí buscándola.

Los procesos de secularización, orgánicos a los modos de poder actualmente dominantes, contribuyeron a estabilizar las formas burguesas de vida. La crítica de esos procesos nos ha puesto en el camino adecuado para entender lo revolucionariamente indispensable de una antropología antagonista. Esta es la base de la investigación. De aquí, el mirar en torno a uno para descubrir dónde se manifestaron y dónde posiblemente podrían representarse las formas de vida en condiciones de escapar del destino de aparente libertad y de sustancial servidumbre del individuo moderno.

El homo religiosus es una forma antigua. Tan antigua como el hombre. Es connatural a la fragilidad mortal de la imperfecta condición humana. La dimensión del misterio es algo real, tanto como el cotidiano estado material de la existencia. No se puede ignorar políticamente ni tampoco abolirlo jurídicamente: y tanto a una como a la otra las reencontramos en el pasado de la parte que se proponía cambiar el mundo. Pero la razón revolucionaria tiene necesidad de ponerse límites, muchos más y mejores que los de la razón conservadora. La potencia de la voluntad subversiva debe mirarse desde el peligro de la omnipotencia de su misma acción. Debe saber de antemano que a un cierto punto encontrará un resto inmutable de las mismas cosas que retornan del fondo oscuro de la naturaleza humana.

Ya es tiempo, después de tanta historia vivida, de que la instancia revolucionaria se haga adulta. Lo que significa explorar aquellas dimensiones de resistencia a la expropiación de la esencia humana del hombre, como decía el joven Marx. Una sociedad/civilización hecha de finanza, técnica, consumo y comunicación, no se limita a la explotación de la persona que trabaja, y cuando trabaja, sino también de la persona que vive, y cuando vive. La forma de vida burguesa del capitalismo ocupa en la actualidad el fuero interno. La dimensión religiosa, no en tanto pertenencia a una institución iglesia o un fundamentalismo de fe, sino como libre cuidado inquieto de la propia interioridad, puede constituir, y de hecho constituye, un muro sobre el cual choca la agresión del mundo externo, hoy toda en manos de quien gobierna. En un mundo íntegramente desacralizado y siempre por medios de progresos exteriores, una plegaria íntima me parece una forma de lucha. Una práctica de alianza a ser experimentada es entre antagonismo y espiritualidad. Es verdad que este no es hoy el problema central de la revolución, pero es un punto estratégico para un giro necesario del pensamiento crítico.


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