Por Karina Sainz Borgo
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Cuando Siri Hustvedt (EE UU, 1965) da una conferencia ante un auditorio lleno de neurólogos sabe lo que va a ocurrir. Al hablar de ciencia percibe la mirada alerta, las manos que apuntan. El efecto se rompe cuando recurre a la literatura o incluso a la filosofía como parte de su argumento. La atención se quiebra. Se derrite. Desparece. La escritora y ensayista lleva años trabajando ese lugar donde filología, neurología y psiquiatría coinciden. La caldera del lenguaje, a punto de reventar. Eso es lo suyo, la complejidad. La ebullición. Hustvedt es una autora importante de la literatura norteamericana contemporánea, pero sufre en carne propia lo que ocurre a sus argumentos, incluso a sus personajes. Novelista, ensayista, activista. No importa cuántas versiones de sí misma se desdoblen en su prosa. Algo, siempre, intenta atraparla en un conjunto, acaso aislarla en una sola visión. Y esa es la reflexión de fondo de su más reciente ensayo, publicado en castellano por Seix Barral: La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres.
El libro es una ambiciosa reunión de sus mejores ensayos, escritos entre 2011 y 2015, y en ellos despliega sus conocimientos sobre arte, literatura, neurociencia o psicoanálisis para defender una tesis de fondo: la percepción está influenciada por nuestros prejuicios cognitivos. Y esos prejuicios lo alcanzan todo, reducen el mundo a sus opuestos: razón versus sentimiento; ciencia versus filosofía; una naturaleza femenina, siempre considerada a la baja, frente a la masculina. Y como a ella, claro, le puede lo complejo, procura en estos textos arrojar luz y propiciar la paradoja al mismo tiempo que asestar derechazos de lucidez. Sobre estos temas habla con energía, incluso aunque esté a punto de perder la voz. Y no porque grite, sino porque su conversación es, a la vez, vehemente y generosa.
Siri Hustvedt arrastra, claro, el título de esposa de Paul Auster. En miles de ocasiones se antepone su condición de consorte a la de escritora. Pero ella, erre que erre, va a lo suyo. Estudia la caldera en la que lenguaje, pensamiento y experiencia están a punto de estallar. Hace unos años, escribió Todo cuanto amé, novela que la convirtió en finalista del Man Bookeer Prize 2014 y que Anagrama publicó en España en 2015. En aquellas páginas Hustvedt contaba la historia de Harriet Burden, personalidad casi olvidada de la escena artística neoyorquina de los ochenta, quien tras su muerte atrajo la atención parte de críticos y académicos. Hustvedt parecía arrojar algo de su experiencia en esas páginas: Burden fue conocida no como artista, sino como esposa del poderoso marchante Felix Lord y anfitriona de deliciosas fiestas que reunían a toda la intelectualidad de Manhattan. Ese no ha sido el único libro que ha dedicado al tema ni ella es una nueva en estos asuntos. Se revuelve Siri Hustvedt en sus libros; siempre. Lo saben quiénes han leído The Shaking Woman (2009), una memoria híbrida e investigación intelectual, de la que este libro devuelve ecos.
En la conversación, como en las páginas de este libro, la escritora habla sobre la no correspondencia que existe en el trato de las mujeres que escriben y reflexionan sobre temas e ideas específicas frente a los autores masculinos y se permite, por supuesto, poner en perspectiva de qué manera elementos de distinta naturaleza coinciden, aunque nos empeñemos en que se repelan. Hustvedt defiende la complejidad de la novela, se detiene en la idea de que los relatos colectivos no necesariamente corrigen las realidades individuales y, a pesar de eso, los confeccionamos, sea una historia o una teoría. Ambas buscan dar sentido a lo que no entendemos. El tiempo, por ejemplo. Sobre eso habla Hustvedt. Se coloca, eléctrica e incombustible, en la baldosa siempre floja de lo complejo.
-Usted es escritora de ficción, aunque se ha volcado en lo científico. ¿Cómo se oponen ambos mecanismos?
-No es tan diferente como la gente puede pensar. Hay formas en las que puedes argumentar una idea, pero incluso en los ensayos la tendencia a enfocarse en un elemento crítico, no te impide que otras cosas sean ambiguas o queden abiertas. Eso es importante. Genera fronteras, coincidencias, aplica distintas perspectivas a un mismo problema.
-En su novela anterior ya había trabajado la oposición cuerpo y mente, a su manera una oposición ciencia-razón. La retoma en este libro, ¿qué busca? ¿Qué encuentra?
-No lo planteo como una oposición. Hay problemas filosóficos encubiertos en los planteamientos científicos. El problema cuerpo-mente ha formado parte de una reflexión en la que llevo trabajando mucho tiempo, que sigo trabajando, y que es un elemento central de este libro. Es normal –ríe-, es una idea que ocupa el pensamiento de la civilización Occidental.
-Al hecho Cuerpo-mente, ciencia-emoción, se atribuye un rol masculino y femenino. Esa es su tesis.
-A la mujer se le identifica con el cuerpo, la emoción y la naturaleza. Al hombre se le asocia con lo social, la cultura. En un mundo utópico, tanto los hombres como las mujeres deben de tener derecho a que se les atribuyera un rango mucho más amplio de emociones, pero en el mundo real, tan pronto una mujer muestra una determinada emoción, es castigada por ello. Especialmente si se encuentra en una circunstancia donde debe poner en escena su valía intelectual.
-Hace mucho tiempo que trabaja esta encrucijada. Pero, ¿de dónde parte su interés por los procesos neurológicos?
-Desde que estaba terminando mi PHD me interesó por qué y de qué forma el lenguaje ocurría en los procesos neurológicos. Me di cuenta de que lo que faltaba en mi formación era, justamente, la parte biológica del conocimiento de la vida. La investigación sobre los procesos en los que opera la mente me interesó cada vez más. Me acerqué al contexto de psiquiatras, neurólogos y científicos, en Nueva York. Comencé a entender los principios y la anatomía del cerebro.
-Algunos de los ensayos incluidos en este libro los leyó ante un público de humanistas y científicos. Cuando hablaba de neurología, los primeros dejaban de apuntar. Y viceversa.
-La especialización del conocimiento es algo que ya está instalado. No es posible que desaparezca. Al mismo tiempo, eso hace que la gente sepa cada vez menos de lo que excede su campo de trabajo. Esa situación empobrece nuestra perspectiva. Si no puedes reflexionar sobre por qué haces lo que haces, hay un problema. Los humanistas y los científicos tienen que tener eso presente. Cuanto más sabes de algo, más crítico te vuelves. Si no sabes nada, apenas estás aprendiendo, no puedes formularte preguntas. El otro día un grupo de científicos protestaba en Washington ante los recortes para la investigación, porque se dieron cuenta de que la política importa.
-El conocimiento es político. Sin duda.
-Cuando se fundó The Royal Society en el siglo XVIII existía una convivencia de distintas disciplinas: arquitectura, matemática, botánica. Un cuerpo de conocimiento al que podías acceder siendo una persona educada y perteneciente a una élite, eso comenzó luego a cambiar. Tras explosión informativa eso se ha redimensionado. La idea de la educación ha cambiado, por una parte ha sido bueno porque las mujeres acceden ahora a la universidad. Hasta hace poco quienes acudían a la universidad en Estados Unidos eran hombres, blancos y saludables. Pero lo que trato de decir, en realidad, es que cuanto más sabemos de la forma en que trabaja nuestro cerebro, nuestro aprendizaje es mejor y nuestro pensamiento se desarrolla.
-La forma de conocimiento del novelista, del narrador, siempre será distinta. Usted lo ha experimentado.
-Mi última novela es un trabajo filosófico. Está llena de pies de páginas, aunque sea ficción. Es una meditación sobre el problema de la mente -cuerpo, que es un problema filosófico. Por eso la novela sirve para pensar y plantear esto, porque es muy elástica, puede contenerlo casi todo. Mira a Cervantes, lo hizo antes que todo el mundo –ríe, flaquísima y nívea -. Todo lo que la novela nos iba a permitir ya estaba en Don Quijote.
-Genera ansiedad la reflexión que plantea sobre la enfermedad mental. La escritura, en principio, plantea un orden. ¿Qué experiencia extrajo de los talleres de escritura en el contexto de las enfermedades mentales?
-Ninguna enfermedad síquica es del todo mental, tiene una base orgánica en la que el ejercicio de la escritura predispone favorablemente algunas funciones. La pregunta es cómo creamos un modelo psiquiátrico para entender las alteraciones mentales. Psicología y fisiología no son distintas. No puedes separar el adentro del afuera. Todo lo que nos ocurre es parte de nuestra realidad orgánica. Y nuestra realidad social es parte de nuestra realidad fisiológica. La escritura puede intervenir como ejercicio en ese proceso, pero es mucho más complejo. Y queda mucho qué investigar.
-A usted le gusta la complejidad.
-Mucho.
-Pero vivimos en un mundo que ha renunciado a ella, desde Le Pen a Trump; desprovisto de ironías y matices. No lo tiene usted fácil.
-Probablemente las cosas siempre fueron así. Los mensajes con certezas, sin ambigüedad, protegen. Las respuestas son emociones. Los movimientos de derechas han conseguido llegar a esa necesidad de poca complejidad. Pero no hay nada nuevo al respecto con eso. Culpar a otros, por ejemplo, a los inmigrantes de aquello que no me gusta de mí. Y ese ha sido el discurso de determinados personajes, entre ellos Trump. Y es curioso, veíamos de un personaje educado, tolerante y que me hizo pensar en una paradoja. Estados Unidos eligió primero a un hombre negro como presidente que a una mujer blanca. Se lo comenté a mi marido. Y así fue. Y no me siento mal por ello ni quiero decir que esté mal, sencillamente es. No quiero ni imaginarme cuánto tendrá que pasar para que elijan a una mujer negra. Y yo no creo que Trump posea una ideología, ni siquiera sé muy bien qué piensa. Pero sí creo que él odia a los negros y a las mujeres, por eso comunica con tanta fuerza. En fin, lo hicimos. Ahí está.
-¿La ficción que escriben los autores está sobrepasada por su propio tiempo?
-Todo es relato. Los necesitamos. Ficcionamos para contar cosas, para entenderlas. Cosas que no entendemos, como el tiempo. Por eso tenemos ideas tan distintas sobre una misma cosa, desde la teoría de la relatividad, o Hegel, o las ideas de Newton con categorías tiempo y espacio. Nuestra gran pregunta, que es el tiempo, tiene expresiones distintas, de algo que no llegamos a entender. Esas teorías, esos modelos científicos son relatos. Aproximaciones que podemos dar por cierto porque se aproximan. La humanidad siempre está construyendo modelos. Relatos. Estamos socialmente construidos, la cultura es una de esas construcciones, pero somos seres vivos, biológicos, tenemos limitaciones (cerebro, sentido, etc). A partir de ahí surge esa idea de que si construimos una estructura social distinta, produciremos un ser distinto. Y eso no es verdad.