-¿Usted sabía que él se iba a morir?.
Esa fue la pregunta que una de las hermanas de Jorge Franco le lanzó al escritor antioqueño tras leer su más reciente novela, 'El cielo a tiros'. Ese cuestionamiento se explica por las profundas reflexiones que el escritor plantea en esta historia sobre el duelo a causa de la pérdida del padre, de cómo se puede seguir la vida sabiendo que la ausencia prácticamente cobra forma material y el dolor del recuerdo será un compañero eterno.
El autor de novelas como 'Rosario Tijeras' y 'El mundo de afuera' (que ganó el Premio Alfaguara de Novela en el 2014) recuerda esta anécdota en su apartamento, ubicado en los cerros orientales de Bogotá, mientras el tono cada vez más oscuro del cielo previene sobre una tormenta que se acerca. En otro punto alto, pero esta vez en la dimensión de la ficción, en un mirador en el sector de Las Palmas en Medellín, el protagonista de 'El cielo a tiros', Larry, también es testigo de una tormenta. Pero no es una inclemente caída de agua, es la llamada alborada, que sucede en la noche de cada 30 de noviembre y en la que el cielo de la capital antioqueña hace erupción por un arsenal de pólvora.
Y este personaje también está viviendo un duelo, pues volvió a la ciudad para recibir los restos de su padre, Libardo, uno de los grandes capos del narcotráfico, lugarteniente de Pablo Escobar, quien desapreció hace más de dos décadas. Con esta historia, Franco le da una nueva mirada a esa herencia del narcotráfico que todavía sobrevive no solo en Medellín, sino en el país.
“Los escritores estamos en nuestro derecho de contar nuestra realidad. Mucha gente ha dicho que hay un afán comercial detrás de estos temas para yo lucrarme con ellos. Pero no, es mi ciudad, es el lugar donde crecí, el lugar que vi venirse abajo, que vi renacer luego, el lugar que a veces tiende a repetir la historia, a caer en los mismos errores. Entonces son cosas que me confrontan constantemente, y por eso las cuento”, apunta el escritor antioqueño.
La novela se organiza en tres planos narrativos, tres segmentos que están en constante tensión, en los que Larry relata cómo fueron aquellos momentos después de la muerte de Escobar, cómo fue vivir con la etiqueta de ser el hijo de una mafioso y cómo es su reencuentro con su familia, sus amigos y su ciudad, a la que regresa muchos años después de vivir en el exterior. Además, hay un segmento que se centra en su viaje de Londres a Medellín, en el que se encuentra con otro personaje que también sufre por la reciente muerte de su padre.
¿Por qué plantear la mirada de los hijos de los capos del narcotráfico?
Tiene que ver con una memoria de ese Medellín que me tocó vivir a mí, en el que veías a los hijos de los capos tratando de llevar sus vidas. Y aunque yo nunca hablé con ellos directamente, y en esa época ni siquiera pensaba en escribir, uno notaba la carga que estaban llevando. Yo me refiero sobre todo a esos que no optaron por el narcotráfico, que tenían que cargar con una historia, con un pasado, y yo los veía como otras víctimas más de todo ese conflicto que vivimos en Medellín en esos años. No querían seguir las carreras de sus padres, pero, al mismo tiempo, eran señalados por la sociedad, y en algunos casos detrás de ese señalamiento había una implicación de doble moral, porque algunos los utilizaban para negocios o cuando necesitaban plata, pero de todas maneras seguían siendo ‘el hijo de...’. Mucha gente a veces remite la anécdota de mi novela al hijo de Escobar, y ese, precisamente, fue uno de los casos de los que yo traté de mantenerme más aislado porque sentía que era un caso sui géneris.
Escobar es una figura omnipresente, como el aire que muerde afuera. Aunque nunca está presente como personaje, palpita mucho en la historia...
Claro, yo vivo aquí (en Bogotá) hace más de 20 años, pero siempre regreso con mucha frecuencia a Medellín, y me he dado cuenta de que esa es una sombra de la que no se ha podido todavía salir. Vemos por ejemplo el caso de los ‘narcotours’, que han cobrado tanta fuerza y que llevan a esos lugares que se han vuelto un poco de mitología popular, de aquí murió Escobar, aquí vivió, aquí fue la bomba, aquí está enterrado. La historia de Medellín se puede partir en un antes y un después de esa muerte, y creo que esa muerte fue una oportunidad para toda la sociedad, para el Estado, para el mismo país. Mostró algo que era importante. Yo, en esa época, me sentía en el grupo de los pesimistas, de los que habíamos pensado que no había salida respecto a la intención de Escobar de tomarse todos los estamentos del poder; entonces, cuando te muestran que el enemigo es derrotable, yo sentí que había una oportunidad histórica para hacer un cambio, que efectivamente creo que sí se hizo, de una manera muy acertada, porque fue a través de la educación, de la cultura. El gobierno local se volcó a hacer parques, bibliotecas, escenarios deportivos, a llenar ese vacío que no había llenado antes y que el narcotráfico sí empezó a llenar.
Pero hay otras secuelas del narcotráfico...
Obviamente, esa mentalidad del dinero fácil es una cosa tremenda, difícil de erradicar. Sin contar las vidas que se perdieron, que son irreparables, y también esa imagen negativa que había de Medellín, que nos miraban mal por fuera, en los aeropuertos, que estábamos siempre bajo sospecha; más allá de eso siento que fue esa mentalidad de dinero fácil que se quedó enquistada, sobre todo en los más jóvenes. Es una cosa nefasta para la ciudad y todavía es una tarea para hacer.
Otra imagen que quedó de esa herencia, y que se menciona en la novela, es la justificación de que ‘somos así y hay que aceptarlo’...
En algún momento yo lo planteo ahí, que encontramos una justificación para todo. En la autocrítica que se hizo quedaron muchos ítems pendientes, y uno es ese, el saltarnos constantemente todo lo que no está permitido, la misma fiesta de la Alborada que yo planteo en la novela está prohibida, la venta de la pólvora está prohibida por la alcaldía. Y son toneladas de pólvora, yo no sé cuánta plata se puede botar ahí, entonces digamos que siempre está esa cuestión de que violar la ley todavía sigue siendo algo que se celebra en nuestra cultura. Por ejemplo, ese ‘usted no sabe quién soy yo’ que recientemente hemos visto en el país siento que es una herencia de la cultura mafiosa; antes el mafioso salía con una pistola y ese era su ‘usted no sabe quién soy yo’, hoy la gente utiliza un prestigio que supuestamente tiene, eso sigue siendo una cultura traqueta que está muy enquistada en la sociedad.
De alguna manera, y relacionándolo con la imagen de las personas que salen con sombrillas para llamar la lluvia y apagar la Alborada, hay muchas voces que cuestionan esa realidad...
Yo hablo de Medellín, pero creo que es una historia que puede proyectarse a muchos lugares del país. Incluso en las épocas de Escobar siempre hubo una tendencia a inclinar esa balanza con gente que estaba inconforme y sigue inconforme con eso que pasa. En Medellín hay muchas voces, están las que siguen haciéndole eco a esa fuerza del narcotráfico, hay otras que hacen esa resistencia que han hecho desde siempre, y hay otro grupo que constantemente está protestando cuando se tocan estos temas, que es el grupo que dice: “Esto no se ventila”, “de esto no se habla en público”, “hemos trabajado mucho por mejorar la imagen de Medellín para que sigamos hablando de narcotráfico, para que siga habiendo series”. Y bueno, es muy respetable, yo tengo mi teoría, la he tenido siempre, de que todo país, toda cultura tiene derecho a contarse a sí misma, es incluso una necesidad, a través de todas las posibilidades artísticas, el teatro, el cine, la televisión, la literatura.
A mí eso de los paraguas me pareció muy lindo, como una marcha silenciosa de la gente que protesta contra esa cultura. Además, esa Alborada tiene un origen paramilitar, eso yo lo planteo en la novela y tiene una base real muy bien dateada. La noche del 30 de noviembre la estableció ‘Don Berna’, que por un lado estaba negociando un sometimiento desde su combo y por otro lado tenía otra guerra con otro rival muy fuerte, ‘Doble Cero’. Y logró derrotarlo y la orden de ‘Don Berna’ fue: “El 30 de noviembre vamos a reventar la ciudad a pólvora”. Eso luego fue adquiriendo una connotación diferente, se volvió un evento para supuestamente recibir diciembre. La gente no tiene conocimiento del verdadero origen de ese festejo, pero, de todas maneras, en Medellín cualquier cosa es excusa para tomar trago y echar pólvora, y se celebra a pesar de las prohibiciones.
Medellín aparece como personaje, como también lo fue en ‘El mundo de afuera’ y ‘Rosario Tijeras’...
Esos dos libros para mí son importantes en el sentido de que, cuando yo estaba escribiendo esta novela, me puse a pensar que sin proponérmelo había hecho una especie de trilogía de Medellín, en desorden. En primer lugar conté el momento más demencial, más violento, que fue 'Rosario Tijeras', que es como una fiesta loca, muy colombiana, con muertos, droga, licor, sexo y excesos. Luego hice 'El mundo de afuera', que era como la preparación, la víspera, todavía no había narcotráfico, pero era el anuncio de lo que iba a pasar, es un Medellín muy distinto, pero yo sentía que ese secuestro (el de don Diego Echavarría) de alguna manera rompía la burbuja de ese Medellín idílico. Y, efectivamente, a mediados de los años 70 ya empezaron los primeros brotes, las primeras muestras del narcotráfico en Medellín, las primeras apariciones de cadáveres por ahí raros, de venganzas, los carros que no estábamos acostumbrados a tener.
Y en 'El cielo a tiros' yo digo que es como la resaca de esa fiesta, es como una mirada a ese guayabo, ¿qué pasó ahí?, ¿qué ha pasado en estos 25 años en esta sociedad y en esta cultura?
¿Por qué dividir la estructura narrativa en tres niveles?
Hay una cosa y es que a mí me cuesta mucho contar una historia linealmente, en orden cronológico. Lo que yo trato casi siempre con todas mis historias es coger dos o tres momentos que para mí sean significativos y empezar a contarlos en paralelo, como que le voy brindando fichas al lector para que él en su cabeza vaya armando toda la historia. A mí me gusta jugar con esa estructura porque además siento que hay líneas narrativas que puedan bajarle un poco la presión a toda la historia, que actúan como válvulas de escape. Por ejemplo, cuando salto de esa presión del Medellín de ahora y el de antes a esos diálogos en el avión donde hay más calma, donde hay otro ritmo, otra intensidad...
Otro tema que es clave, que aparece en diferentes momentos y con diferentes miradas, es el duelo…
Hombre, a mí me pasó una cosa muy rara con esto. Cuando terminé 'El mundo de afuera' sentí que había escrito esa novela desde la nostalgia, porque quise volver a un Medellín que ya no existe, que cambió rápidamente, que se vino abajo de una forma vertiginosa, pero es el Medellín de la infancia que yo guardo con cariño. Y cuando estaba escribiendo 'El cielo a tiros' no sabía muy bien cuál era el motor emocional para escribirla, a veces decía que era el desencanto.
Yo mandé la novela a la editorial a comienzos de mayo, y el 25 de ese mes se murió mi papá y me quedé perplejo, porque había tantas coincidencias, tantas reflexiones sobre la muerte del padre... Era una novela para haber escrito incluso después de su muerte, pero no antes. Desde hacía ya muchos años yo venía tratando de elaborar el miedo a la muerte del padre, entonces creo que la novela la escribí desde ahí.
Luego, cuando no se había publicado, tenía la oportunidad de cambiar cosas, de moverlas, de afinarlas; la volví a leer y no tuve que tocar nada de lo que había escrito, de los sentimientos, de lo que yo creía, de lo que yo pensaba sobre eso que había escrito sobre la muerte del padre.
Tomado de: YHONATAN LOAIZA GRISALES (EL TIEMPO)