Por Carlos Zanón Foto Kike Para
El País (Es)
Cuentan que en 1915 Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charlot… y quedó segundo. La realidad es aún más cruel: fue eliminado en las primeras rondas. Algo de esa travesura tuvo la presentación en sociedad de Benjamin Black en 2006 con la novela El secreto de Christine. La jugada le salió bien a nivel comercial. Algo que seguro que alegró al hombre bajo la máscara pero uno tiene la sensación de que para éste, John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) para más señas, eso tampoco era lo más importante. Sin respaldo comercial Banville hubiera zarandeado ante nuestras narices a su alter ego porque gracias a él volvió a divertirse jugando al juego más divertido del mundo: escribir, leer, olvidar y volver a empezar con otro libro (de Benjamin Black).
Black vino a rescatar a John Banville de la atrofia que su propia excelencia le había generado. Como suele ocurrir a creadores de largo recorrido y con obras que son recepcionadas por críticos y admiradores que sólo hacen que adquirirlas, no quitarles ni el envoltorio antes de colocarlas de inmediato en el mausoleo dedicado a su autor favorito llámese éste Van Morrison, Bela Tarr o John Banville. Benjamin Black es el placer nada culpable de John Banville, los Travelling Wilbury de Bob Dylan y George Harrison, su Dorian Gray, el Mr.Hide algo asilvestrado. Cada una de las entregas de Black es un maravilloso viaje a la nevera de madrugada. Y es que es entonces cuando todo sabe mejor, a solas, sin que nadie te dé permiso ni uno esté para porciones. El lémur (2009) me lo leí en un viaje de avión de hora y media. Y engordé dos kilos.
La pirueta que se permitió John Banville con Black hizo que volviera a divertirse escribiendo. En un plano más profundo consiguió uno de los sueños de los escritores que no es sino escapar de sí mismos. Uno es otro cuando escribe pero ese otro acaba devorando y vaciando al primero. Hay en ese goteo de publicar, un proceso de cosificación cuando no de caricatura que uno trata de evitar escapando de su universo literario, tomando riesgos estilísticos o cambiando de cónyuge por alguno mucho más joven. Banville a través de Black recuperó la sensación de lo lúdico que es sino no acudir a tu propia cita, no hacer lo que los demás esperan de ti, perderte el respeto. Y con eso evitar ser una impostura, un traje impecable que nadie utiliza para que no se manche, rompa o se dé de sí. Desde el 2006 Banville puede seguir escribiendo esos maravillosos libros que sólo puede escribir Banville pero si quiere, y cada vez más a menudo, puede irse a dar patadas al balón o tomarse unas pintas en un pub con Black. Ser normal. Escribir popular. Material perecedero.
Es muy interesante observar que Banville utiliza un género como es el de la novela negra para recrearse en su alter ego. Es plenamente consciente que lo divertido de un juego es que tiene reglas y lo que resulta aún más divertido es cuando consigues jugarlo olvidando que las hay. Por eso elige una novela de género. Más aún cuando eso le permite conectar con un público ecléctico en el que transitan desde los lectores que sólo quieren entretenerse sin que le tomen por idiota a los que, simplemente, acuden al espectáculo del mago para que les sumerja en un mundo fuera del tiempo y del espacio. John Banville es un escritor enorme y hay mucho de Banville en Black porque si no es imposible la creación de personajes como el forense Quirke o Phoebe (uno daría un par de dedos por recrear un personaje así, tan lento y profundo, tan poseedor de una verdad literaria y orgánica). Sus tramas no son un dechado de acción desenfrenada sino una experiencia literaria de estar leyendo algo que tiene que ver con una recreación artística pero también con la vida cuando pasa a través de ti. Y encima el tipo se lo está pasando en grande. Envidia. De la buena y de la mala.