Revista Pijao
Patriotas y amantes en América
Patriotas y amantes en América

Por Revista Arcadia

El signo romántico del patriota

Horas atrás, los campesinos y la tropa habían gritado en su delante: ¡Viva el presidente! Dicen que vestía pantalón claro y chaqueta oscura; que llevaba su característico sombrero de fieltro de pelo de castor y calzaba borceguíes negros. No iba ataviado como el típico combatiente sino como un estadista visitando tropas, pero, con más voluntariedad que entrenamiento militar, pretendió combatir igual que un guerrillero. En una carta que dejara inconclusa, fechada un día atrás, había escrito a un amigo: “En mí, solo defenderé lo que tengo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecerían mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad”.

Dicen que tres fueron los disparos que penetraron en su cuerpo de cuarenta y dos años de edad. El primero le atravesó el pecho y le destrozó el puño del esternón. Empujado hacia atrás por la fuerza del balazo, el cuello quedó al descubierto y por ahí penetró el segundo tiro, con orificio de salida por la zona izquierda de su labio superior. Y, mientras caía desde el lomo de su brioso caballo Baconao hacia el suelo de la eternidad, el tercer disparo lo alcanzó en el muslo derecho. Yerto sobre la hierba del camino, a la orilla del río Contramaestre, las palabras escritas en su Diario, el 1 de abril, se convertían en una premonitoria oración: “El hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza”.

A su lado, el subteniente Ángel de la Guardia, de tan paradójico como inútil nombre, que se suponía debía cuidar la vida del futuro presidente de la República en Armas, también cae del caballo, que, asustado y herido por esos y otros disparos, se levantó en dos patas. Así se observa en las reproducciones del óleo que Esteban Valderrama terminó en 1917 y que él mismo destruyera poco tiempo después debido a las críticas sin fundamento de historiadores puntillosos. De la Guardia logra huir, pero en ese pequeño claro de Dos Ríos, al mediodía del 19 de mayo de 1895, quedó la ofrenda del cuerpo de aquel patriota cubano que había profetizado en sus versos:

No me pongan en lo oscuro

A morir como un traidor:

¡Yo soy bueno, y como bueno

Moriré de cara al sol!1

La muerte de José Martí constituye el signo heroico de un romántico. Pero no del romántico enamorado, pesimista y suicida sino del romántico entusiasta por la vida, cargado de ideales libertarios y de espíritu patriota. Este breve relato de un suceso de la historia de la guerra de Independencia de Cuba, que apunta a una interpretación de la actitud espiritual de una época, está construido con base en las crónicas, los documentos y las memorias que han sobrevivido a través del tiempo. Obviamente, se trata de un discurso narrativizante que, al decir de Hayden White, “tiene la finalidad de formular juicios moralizantes”2. Y, dado que, siguiendo a White, la naturaleza de la narración está en la naturaleza misma de la cultura, y es muy probable que también lo esté en la de la propia humanidad, he optado a lo largo de este ensayo por la construcción de relatos que, basados en la información histórica contenida en documentos como cartas, diarios, textos literarios, noticias periodísticas, etc., den cuenta de la presencia del espíritu romántico. Los relatos, en este caso, responden a la narrativización de los hechos que los ordena en cuanto pueden ser contados como historias literarias. Estos relatos están localizados, a través de las actitudes, los escritos y las acciones de algunos de sus protagonistas, en dos períodos de la historia de nuestra América en el siglo XIX: el de la Independencia y la Gran Colombia (1809-1830) y el del que podría ser denominado Proyecto Nacional Criollo (1830-1895)3.

Sabemos que “precisamente porque los acontecimientos reales no se presentan como relatos, resulta tan difícil su narrativización”4. Por eso, al desarrollar el relato sobre las vicisitudes de los personajes que protagonizan este trabajo, he procurado la construcción de una narrativa sustentada en todo aquello que puede ser considerado fáctico y que podría en algún momento hablar por sí mismo. Está la correspondencia amorosa entre Bolívar y Manuela Sáenz y La victoria de Junín, el poema fundacional de nuestra épica escrito por Olmedo. También he considerado una parte de la obra y de las peripecias de dos intelectuales paradigmáticos de Ecuador y Colombia en la institucionalización de sus respectivos Estados nacionales: Juan León Mera y Jorge Isaacs, conservador y liberal, respectivamente. Por lo mismo que el contar no es una característica intrínseca de los anales o la crónica, sino de la historia en tanto en cuanto sea relato, puesto que, según cita White, “donde no hay narrativa, dijo Croce, no hay historia”5, los textos arriba señalados me han servido de base para la narrativización sobre la presencia del espíritu romántico durante la Independencia y la formación de los Estados nacionales de nuestra América.

Estoy consciente de los conflictos generados por toda narración de hechos reales que no han sucedido con la diacronía con la que se estructura el relato. La realidad real simplemente es, ocurre, tiene lugar; su desarrollo no se da como una narración con principio y fin sino como un conjunto de hechos que, eso sí, son susceptibles de ser contados, o sea, narrativizados. La realidad real es sustantiva y para convertirla en narración, es decir, en historia, requerimos adjetivizarla. Por eso, para una mejor comprensión de lo que aquí se interpreta es menester señalar la condición que el propio White ha planteado para los relatos históricos en la medida en que están inconclusos y que admiten que se los cierre con la lógica de la narratividad, esto es, “que le dan a la realidad el aroma de lo ideal”6. ¿Dónde yace, entonces, el “verdadero relato” de los hechos que están registrados en los documentos de la historia? ¿Es suficiente la verosimilitud de una narración con base en datos fácticos para aplacar el anhelo de verdad histórica del ser humano?

En el enigma de este anhelo, este deseo, se vislumbra la función del discurso narrativizador en general, una clave del impulso psicológico subyacente a la necesidad aparentemente universal no sólo de narrar sino de dar a los acontecimientos un aspecto de narratividad7.

Sostiene Paul Bénichou que, “para el romanticismo, el Poeta, buscador, intérprete y guía, se halla en el centro del mundo espiritual, del cual el sacerdote no conserva ya más que una de las versiones posibles”8. Martí, en este sentido, cultiva la poesía y las letras como un romántico pero no solo le imprime una expresión literaria formalmente nueva sino que, además, construye la figura del poeta en moldes políticos libertarios: lo novedoso en él es que ese poeta es al mismo tiempo profeta y revolucionario. Martí, según se desprende de sus escritos y de su actividad política, no quiere ser tanto un escritor profesional como un patriota y su muerte en Dos Ríos es, quizás, el último gesto simbólico trascendente del romanticismo patriótico del siglo XIX en nuestra América.

Es tal vez por eso que Rubén Darío no alcanza a comprender el sentido de una acción definitiva como la que llevó a cabo Martí. Darío está atravesado por mucho del cinismo finisecular con el que afrontan la existencia los escritores modernistas. El poeta, que se refugia en la torre de marfil, ha sido desplazado de la esfera estatal por improductivo, uno de los peores epítetos con que el progresismo liberal de la segunda mitad del siglo XIX puede catalogar a un ciudadano. El poeta, que había sido parte de la construcción del Estado nacional, a finales del siglo XIX tiene que dar paso al surgimiento de los especialistas en la administración de aquel moderno aparato del Estado de nuestros países que ya se habían incorporado al mercado mundial como exportadores de materias primas. Así, en su libro Los raros, en el que incluye una sentida necrología de Martí, el poeta nicaragüense le reclama al cubano su acción heroica en la lucha por la independencia de su patria. Darío se muestra anonadado ante lo irreparable de un desafortunado episodio de la guerra que, para él, resulta absurdo:

Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. [...] Cuba quizá tarde en cumplir contigo como debe. La juventud americana te saluda y te llora; pero ¡oh, Maestro! ¿Qué has hecho...?9

¿Qué es lo que hizo el poeta cubano? Mediante su presencia en el campo de batalla, Martí fue consecuente con su poética y con su política. En este marco de cosas, Martí cabe en la descripción sobre el héroe como poeta que hizo Carlyle, quien afirmaba “no tener noción de hombre verdaderamente grande que no pueda ser todo lo que puede ser un hombre”. Martí, a pesar de ser el maestro precursor del modernismo literario, es el paradigma del intelectual romántico del siglo XIX en nuestra América, en la medida en que su palabra y su acción política están al servicio de la patria, entendida esta como la tierra y la gente por las que un hijo de aquella ofrenda la vida. Siguiendo a Carlyle, “el Poeta capaz sólo de tomar la pluma y componer versos, nunca ejecutará un verso que valga mucho. No puede cantar al Heroico guerrero si él no es también un guerrero heroico”. Para Martí, el demostrar ante sus compatriotas que él también era un hombre de acción, en pleno terreno de la lucha armada, significó el ser consecuente con todo aquello que había escrito, tanto en su poesía o en la caracterización del personaje de Juan Jerez —que por muchas razones podría ser definido como su alter ego—, de su novela Lucía Jerez, cuanto en su antológico ensayo “Nuestra América”.

Finalmente, parecería que el mismo Carlyle retratara no solo al cubano sino a casi todos los héroes del romanticismo latinoamericano, y en ese retrato caben, entre otros, Simón Bolívar, José Joaquín Olmedo, Juan León Mera o Jorge Isaacs, estudiados en este libro: “Imagino que en él está el Político, el Pensador, el Legislador, el Filósofo, que pudo ser todo eso, que lo es en su fondo”10. Esta multiplicidad de funciones en la esfera pública es lo que convierte a nuestros héroes en esos hombres representativos de los que hablaba Emerson, y frente a los que deja sentado su propio cuestionamiento: “Pero hallo que es más grande el que puede abolirse a sí mismo y a todos los héroes, dando entrada a ese elemento de la razón con independencia de las personas: a esa fuerza sutilizadora, irresistible y ascendente que existe en nuestro pensamiento y que destruye el individualismo, ese poder tan grande que anula al potentado”11. En Martí, la noción de sacrificio nada tiene que ver con el dolor o con el pesimismo provocados a su individualidad por la crueldad de la existencia; para él, la muerte es una circunstancia más de la lucha por la libertad, una situación para la que “puede abolirse a sí mismo”, y es por esto que la recompensa que por ella pide resulta ser mínima:

Yo quiero, cuando me muera,

Sin patria, pero sin amo,

Tener en mi losa un ramo

De flores, — ¡y una bandera!12

*

1. José Martí, “XXIII”, de Versos sencillos [1891], en Poesía completa, edición crítica de Cintio Vitier, Fina García Marruz y Emilio de Armas, La Habana, Letras Cubanas, 2001, p. 260. La carta inconclusa del 18 de mayo de 1895 está dirigida a su amigo Manuel Mercado y lo citado, según Toledo Sande, “se refería explícitamente a su resolución de deponer su autoridad ante la Asamblea, hacia la cual marchaba, esas palabras revelan un sentido todavía más profundo, al saberlas escritas en la víspera de su ‘caída’ en combate”. (Ver más adelante Luis Toledo Sande, Cesto de llamas, p. 276). La entrada pertenece al Diario de Martí, p. 69. A ambas las citaré más adelante de forma adecuada. Los datos de las heridas mortales de Martí constan en su certificado de defunción firmado por el doctor Pablo A. de Valencia, el 26 de mayo de 1895, localizado en el archivo digital de la Biblioteca Virtual en Salud de Cuba: http://bvs.sld.cu/revistas/abr/vol40_1_01/abr101-200.htm

2. Hayden White, El contenido de la forma, Barcelona, Ediciones Paidós, 1992, p. 38.

3. Esta periodización la ha establecido Enrique Ayala Mora para la historia del Ecuador; creo que, con mayor o menor variación en los años, puede servirnos para los períodos que estudiamos, sobre todo porque en el primero están incluidos Bolívar, Manuela Sáenz y Olmedo, y en el segundo el mismo Olmedo, Mera e Isaacs. Ver: Enrique Ayala Mora, Historia, tiempo y conocimiento del pasado, Quito, Corporación Editora Nacional / UASB, 2014.

4. White, El contenido de la forma, p. 20.

5. Ibídem, p. 21.

6. Ibídem, p. 35.

7. Ibídem, p. 20.

8. Paul Bénichou, La coronación del escritor 1750-1830, México DF, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 254-255.

9. Rubén Darío, “José Martí”, en Los raros [1905], v. IV de Obras completas. Madrid, Editorial Mundo Latino, 1918, p. 243.

10. Thomas Carlyle y R. W. Emerson, De los héroes. Hombres representativos, Nueva York, W. M. Jackson Inc, 1973, pp. 73-74.

11. Ibídem, p. 240.

12. Martí, “XXV”, de Versos sencillos, p. 262.

La imagen que acompaña el adelanto es un detalle de la portada de 'Patriotas y amantes'.


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