Por Mariana Enriquez
Página 12 (Ar)
Una curiosidad literaria, un trabajo pionero, un clásico tenebroso del género fantástico, un libro que entusiasmó a Kafka y deslumbró a Hesse: El otro lado, la única novela del ilustrador y dibujante Alfred Kubin es todo eso y es el tipo de extraña, delicada y bestial obra que producía su época, la primera década del siglo XX, a un paso de la Primera Guerra Mundial y el derrumbe de Europa. El libro, publicado en 1908, acaba de ser sorpresivamente editado en Argentina por La Bestia Equilátera; al mismo tiempo, en España, la editorial Antonio Machado Libros publicó De mi vida: Desde la mesa del dibujante y otros escritos una recopilación de los textos de no ficción de Kubin, algunos autobiográficos, otros dedicados al oficio: el libro se distribuyó y se consigue en Argentina. La aparición de ambos libros no se trata de una recuperación curiosa y aislada. El interés por Alfred Kubin, famoso en su tiempo y convertido con los años en artista de culto, se ha renovado. En 2014 El otro lado se reeditó en inglés en la colección de clásicos europeos de Dedalus. El escritor inglés China Miéville dijo que había sido una de las influencias para su extraordinaria novela La ciudad y la ciudad. La Neue Gallery de Nueva York le dedicó una retrospectiva a los macabros dibujos de Kubin. La web se inundó de sus visiones de muerte y destrucción y otros escritores de ficción rara como el exitoso Jeff VanderMeer lo celebraron en textos críticos y programas de radio. Kubin se puso de moda entre los ilustradores neo-simbolistas, los bloggers góticos, los fans de la imaginería del horror: sus visiones recuerdan a Lovecraft y a Stranger Things y a Los desastres de la guerra. Un dibujante excéntrico y ermitaño que vivió la primera mitad del siglo XX casi aislado por completo en un castillo de la campiña austríaca de pronto es relevante y actual, como si el tiempo al fin se hubiese encontrado con él.
La muerte le sienta bien
Alfred Kubin nació en abril de 1877, en Bohemia. Su juventud coincide con la decadencia del Imperio Austro-Húngaro y su obra refleja esos años tensos, los previos a la gran matanza europea de 1914. En el estudio crítico y biográfico que abre De mi vida, Sela Bozal (profesora de la universidad de Humboldt, en Berlín) escribe: “El mundo violento, casi impensable, que Alfred Kubin mostró en toda su obra, dio un paso más allá de la decadencia propia de finales del siglo XIX y comienzos del XX que le tocó vivir para adentrarse en la modernidad de un Goya que, como posteriormente también Kubin, se adelantó a su tiempo. Su obra fue producto de una época de crisis, rupturas, vacíos y negación de valores, pero fue, además, la construcción de algo nuevo, un espacio en el que borrar los límites entre la experiencia sensible y lo no palpable, un mundo al ‘otro lado’”.
Hijo de un agrimensor y una pianista, su infancia de clase media estuvo marcada por desgracias: cuando tenía diez años, murió su madre. El padre se casó con la hermana de la muerta, es decir la tía, una mujer obesa y malísima como madrastra de cuento de hadas, que de todos modos murió poco después, en el parto de la hermana menor, Rosalie Kubin. Fue a la secundaria en Salzburgo y después a aprender fotografía con el hermano de la tercera esposa de su padre. Pero el joven Alfred era nervioso y depresivo. En 1896 intentó suicidarse sobre la tumba de su madre, en un gesto digno del más extremo de los románticos. Pero la muerte lo esquivó y lo encontró el absurdo: nunca salió el tiro, el arma era vieja. Él mismo lo cuenta con distancia y gracia en De mi vida: “Recordando una lámina anatómica, me hice una marca en la sien derecha usando una aguja con el fin de que la bala que entrase por ahí no perdonara al cerebro. Apreté el gatillo, pero el arma oxidada no respondió, y para un segundo disparo me faltó valor. Me hallaba en un estado lamentable. Tras unas horas tumbado en la cama de una pensión fui a casa de mi padre que, sin hacerme recriminación alguna, me devolvió inmediatamente a la ciudad”.
Perdido, Kubin trató de ingresar al ejército. Pero en las preliminares, cuando asistía al funeral de un comandante, cayó en un estado de delirio con convulsiones y más síntomas de desequilibrio emocional. Estuvo tres meses internado en Graz y, lógicamente, no pudo ser soldado.
Entonces, sin haber estudiado, se puso a dibujar.
El arma que no se disparó aparece en Suicidio, de 1900, donde un joven abatido está a punto de apretar el gatillo ante un público de miles y miles de calaveras. Dos años después dibujó La Guerra, una obra impresionante donde un superhombre marcha a aplastar a pobres mortales que no tienen posibilidad de sobrevivir. En sus dibujos hay hombres que cuelgan de árboles y damas que eligen la muerte voluntaria y cuelgan de lámparas; hay mujeres que cortan cuerpos de hombres como si se trataran de fiambres y esqueletos embarazados, listos para parir junto a tumbas. Hay individuos arrojados brutalmente a un cañón en Carne de cañón, de 1900; en Tras la batalla (1901) las montañas del horizonte son el perfil de un cadáver. Kubin dibuja procesiones de rituales ocultos y mundos donde la lógica es la de dioses impiadosos que recorren el cielo con piernas largas y pasos de peste. En Cada noche nos visita un sueño, de 1902-03, hay una diosa segadora, una mantis sensual que trae muerte y sexo. La violencia, las mujeres, la guerra, la tortura, el sueño (el inconsciente), la muerte y todas las formas de lo mórbido: estos son los temas de Kubin y por supuesto son algunos de los temas del expresionismo y el simbolismo.
Recuperado de su locura de juventud, Kubin se mudó a Munich a estudiar arte y en seguida tuvo éxito. En sus primeras muestras se lo comparó con Goya, logró ser incluido en una exposición de la Secesión Vienesa (grupo liderado por Gustav Klimt) y su reconocimiento resultó imparable: expuso en Viena, en París, de nuevo en Berlín, viajó a Italia. Por supuesto, leyó a Freud. Y a Nietszche y Schopenhauer. El mundo del inconsciente, que él siempre llamará “de los sueños”, se vuelve fundamental en su obra pero de manera muy diferente al surrealismo. El arte de Kubin crece al margen e ignorante de las vanguardias, con las que no tuvo contacto, de las que no participó. Aunque en sus años de éxito y tertulias conoció bien a Klee y a Munch —perfila a ambos en De mi vida— para 1906 ya se había retirado con su mujer a Zwickledt, un pueblo diminuto donde tenía su castillo y su inmensa biblioteca. Salía muy poco: iba a exposiciones, se encontraba con personalidades que le interesaban y con sus editores. Pero sus contactos eran sobre todo epistolares: se escribió mucho con Klee -que lo visitó en el palacio y lo ayudó con su primera exposición individual— y con Ernst Jünger (su correspondencia, extensísima, todavía sigue inédita). Pero las guerras afirmaron su decisión de aislarse. El Tercer Reich lo incluyó en las listas de “artistas degenerados” pero de todos modos siguió trabajando. Llamativamente, apenas hace pronunciamientos políticos -o de alguna clase— sobre las guerras en su autobiografía. Sólo lo predecible: el horror. Y algunas imágenes inolvidables de batallones vistos en los caminos, entre la niebla, soldados destrozados física y psicológicamente que desaparecen como fantasmas, a salvo de la muerte pero para siempre espectros en movimiento.
La utopía destrozada
El otro lado (Die andere Seite en alemán; la impecable traducción es de Gabriela Adamo) se publicó en 1909 y dividió la vida de Kubin. Él mismo ilustró el libro: la notable edición de La Bestia Equilátera incluye todos estos dibujos, que son 52 y también el plano de la ciudad capital del Reino, Perla, con sus puntillosas referencias. Los dibujos son menos oscuros que la obra anterior de Kubin y en ocasiones no están relacionados con el texto, es decir, no reflejan la trama, no “ilustran” las palabras. Ésta era una característica particular de Kubin como ilustrador literario, armaba su propia narrativa a partir de sugerencias del texto, de sus resonancias: también era una forma de mostrar ese otro lado, en este caso de las palabras. A partir de la publicación de la novela y hasta su muerte en 1959, Kubin se dedicaría a escribir textos ensayísticos o personales pero, sobre todo, a ilustrar obra literaria: es uno de los ilustradores más prolíficos del siglo XX. A Hoffman y Poe los ilustró casi en su totalidad. Pero también ilustró la Biblia, a su amigo Jünger y a una larguísima lista que incluye a Balzac, Hans Christian Andersen, Elías Canetti, Dickens, Dostoievski, Gogol, Jung, De Nerval, Strindberg, Turgueniev, Kafka y Georg Trakl. A Kafka lo conoció via Max Brod. Fue una de sus escasas salidas del castillo del campo, porque había leído y admiraba a Kafka. En el encuentro le regaló El otro lado: la leyenda dice que la novela influenció a Kafka para El castillo.
El otro lado empieza casi como una de aventuras convencional. El protagonista, que narra en primera persona, recibe en su casa de Munich a un visitante que viene de parte de un amigo de la secundaria, el atractivo y misterioso Claus Patera. El hombrecito (suelen ser hombrecitos los que abren la llave de la aventura) llega con una propuesta o más bien una invitación: el protagonista ha sido seleccionado para vivir en el Reino Soñado, una creación del ahora decididamente excéntrico Claus, que queda en algún lugar de Asia Central. A pesar de su ubicación, el Reino Soñado es un pedazo de Europa: Patera, riquísimo, compra casas del continente y las traslada. El Reino y su capital, Perla, con 60 mil habitantes, está rodeado de un muro y tiene una sola puerta. “Es refugio para aquellos que se hallan insatisfechos con la cultura moderna” dice el hombre y entusiasma al protagonista que no está muy conforme con el rumbo de Europa y es un reaccionario moderado como lo era también Kubin. “No quiere construir una utopía sino una especie de Estado del futuro”, explica. Al visitante, que se llama Gaustch, le cuesta describir cómo es la vida en el Reino Soñado, más allá del aislamiento. Habla de que la gente vive “inmersa en humores”. Agrega que “el soñador no cree más que en su sueño”. Admite que se explica mal, que el Reino debe ser experimentado para ser entendido y termina por convencer al reluctante protagonista con la oferta que suele ser imposible de rechazar: un escandaloso montón de dinero.
Después de escuchar cómo se hizo Patera con este reino -otro fragmento de novela de aventuras que incluye territorios inexplorados, la eliminación de un predador y el descubrimiento de un lugar magnífico de gentes agradecidas—, el protagonista decide partir con su mujer, que está vagamente enferma. El viaje es tedioso e insoportable y Kubin lo cuenta con mucha gracia (“Doy por sentado que todos saben cómo se ven las ciudades de Oriente. Son iguales que las nuestras, sólo que orientales”, escribe).
También son graciosos y se diría alegres los primeros tiempos en el Reino Soñado. Aunque el protagonista no logra entrevistarse con Patera y cada movimiento está supervisado por una burocracia absurda e ineficiente, la vida cotidiana tiene su encanto. Hay cosas raras, como que nunca sale el sol y nunca se ven la luna o las estrellas. Hay un reloj en la plaza principal, una torre gris que da la hora y ejerce sobre los ciudadanos una atracción terrible que los obliga a ingresar al interior. Salen como drogados, dichosos: esta secuencia se llama “el gran trance del reloj”. Las antigüedades son preciosas, hay piezas de coleccionista fabulosas, el protagonista –que no tiene nombre: es “un dibujante”– tiene en su casa a un mono como ayudante y se lleva bien con sus vecinos, el banquero, el neurasténico Brendel, los jugadores de ajedrez, los parroquianos del café. Las casas, además, tienen personalidades definidas y hablan (a veces). Junto al lago hay un templo bellísimo y el dinero no existe o, más bien, no tiene valor. Las cosas cambian de precio, carecen de él o se regalan.
La utopía de Patera y en consecuencia la de El otro lado nunca queda muy clara. Lo onírico no prevalece en el Reino, tampoco la igualdad o la idea de una elite privilegiada (de hecho, hay un poblado de primeros habitantes que viven de manera rural y existe el Barrio Francés, con sus burdeles, sus adictos y sus pobres). La presencia de Patera es al mismo tiempo protectora y amenazante.
Las cosas, cuando se desmadran, también se deterioran casi sin motivo. Pero el deterioro es inexorable y brutal. Y, en la decadencia del Reino, la escritura de Kubin es poderosa. Como si pusiera en palabras sus visiones. Como si, en efecto, ejerciera de visionario y dijera: en este infierno se convertirá la ilusión en la que vivimos. No es una sobreinterpretación decir que la caída del Reino es la de Austria-Hungría y por extensión la de Europa. Con la intuición que le es propia a la literatura, Kubin escribía sobre la guerra por venir y lo hacía a tientas, tal como podemos adivinar el futuro, con fogonazos de lucidez y largos tramos en la oscuridad.
Al edificio del protagonista empiezan a llegar individuos que cargan ataúdes. Su mujer enferma y muere: la agonía es horrible. Las casas que hablan ahora parlotean, enloquecen. En un capítulo aterrador, el dibujante tiene un encuentro nocturno con una yegua blanca de pesadilla que sólo puede ser la Muerte: “Su ojo opaco, nublado, me impresionó: era ciego. Oí el rechinar de sus dientes y pude ver brillar sus ancas maltrechas y sangrantes”. Empiezan los juegos de espejos y los detalles siniestros: la vecina Melitta, una dama lujuriosa, tiene los mismos ojos que una mendiga que le causa terror al protagonista; a los niños nacidos en el Reino les falta el pulgar derecho; la casa del protagonista se incendia y su vecina da a luz hijos muertos.
Cuando llega al reino un estadounidense que se define como antagonista de Patera, Herkules Bell, todo se desencadena. El hombre quiere comprar el Reino y cambiarlo. Patera lucha en una suerte de contienda mística y entonces la comida se pudre, la gente se va de sus casas y tiene orgías por la calle, hay suicidios, profanaciones, necrofilia, invasiones de insectos y animales salvajes, todas las plagas, todos los horrores, las violencias, el canibalismo, el aire del crimen y la tortura. El otro lado se nutre de los dibujos de la primera época de Kubin y también es un temprano intento de reflejar esa parte “otra” pero propia que es el inconsciente. El derrumbe de la utopía es definitivo. El Reino es insalvable. El protagonista sin nombre sí se salva y así puede contar lo que vivió: termina el libro recuperándose en un instituto psiquiátrico.
“Kubin es un maravilloso ejemplo de un escritor y un artista con un gran control de su técnica”, escribe Jeff VanderMeer en Weird Fiction Review, “pero también le permitía a su inconsciente liderar su expresión creativa. El resultado es único en la ficción y en el arte”. Los sueños y su interpretación, gracias al nacimiento del psicoanálisis, son una obsesión de Kubin y de su época. En “Desde un país semiolvidado”, un texto de 1926 incluido en De mi vida, explica: “Me considero uno de esos excéntricos que cree que no solo se sueña cuando se duerme, sino de forma continuada, pero que el soñar despierto se ve determinado por la lucidez deslumbradora del entendimiento. El paso de un estado a otro es siempre el más fructífero para mi arte. Pero fijamos nuestra mirada en un abismo repleto de peligros que no deberíamos intentar explorar”.
Es fácil, claro, considerar a El otro lado como una curiosidad, una de esas piezas macabras de fin de siécle, una obra periférica de aquella decadente Europa. Pero sucede que la novela es, ante todo, un sueño premonitorio. De alguna manera, Kubin miró el abismo y de ahí trajo este libro único y perturbador, una novela llena de polvo de sueños y barro de la Historia.
l otro lado. Alfred Kubin. La Bestia Equilátera. 272 páginas.
De mi vida: Desde la mesa del dibujante y otros escritos. Alfred Kubin.
Antonio Machado Libros. 278 páginas.