Revista Pijao
El mito inagotable de ‘El Gran Gatsby’
El mito inagotable de ‘El Gran Gatsby’

Un artículo interesante fue publicado en The New York Times hace unos años: una historia en su primera página, el 23 de abril de 2013, con el titular: “Juzgar a Gatsby por su(s) portada(s)”. En ocasión de la adaptación cinematográfica de El gran Gatsby, a cargo del director australiano Baz Luhrmann, que iba a estrenarse dos semanas después, se publicaron dos nuevas ediciones de bolsillo de la novela que F. Scott Fitzgerald escribió en 1925. La primera era una versión explícitamente relacionada con la película, un marco art déco de los años veinte con un recorte, en su interior, de Leonardo DiCaprio interpretando a Jay Gatsby; con Carey Mulligan, en el papel de Daisy Buchanan, situada debajo de él, y ambos rodeados de pequeñas imágenes de Tobey Maguire como Nick Carraway, Elizabeth Debicki como Jordan Baker, Isla Fisher como Myrtle Wilson y Joel Edgerton como Tom Buchanan. La otra era la versión no explícitamente ligada a la película: una edición renovada de la cubierta original de 1925, con sus ojos espeluznantes. El artículo hablaba sobre qué tiendas, como la cadena Walmart, habían decidido vender solo la edición de DiCaprio, y cuáles preferían vender solo la otra.

La autora del artículo, Julie Bosman, entrevistó a un encargado de adquisiciones llamado Kevin Cassem en McNally Jackson, la venerada librería del downtown de Nueva York. “Es sencillamente espantosa”, dijo sobre la cubierta de DiCaprio. Y prosiguió: “El gran Gatbsy es un pilar de la literatura estadounidense y la gente no quiere que se lo estropeen. Vendemos la edición con la cubierta clásica y no tenemos intención de vender la nueva”.

Bosman apreció algo en el tono de Cassem que no le gustó. Tal vez fuera eso de que “la gente no quiere que se lo estropeen” o que Cassem, que seguramente hablaba en nombre de muchos otros, se sintió perfectamente legítimo hablando en nombre de todos aquellos que habían leído el libro en sus vidas o incluso oído hablar sobre él. Le preguntó a Cassem si sería “socialmente aceptable mostrarse en público con la nueva edición de Gatbsy con la cara de DiCaprio”. Cassem mordió el anzuelo. "Creo que leer este libro en el metro hará sentir vergüenza a cualquiera”, dijo. ¿Estaba diciendo que la literatura estadounidense es, por así decirlo, solo para aquellos que saben vestirse adecuadamente o, en cualquier caso, escoger bien sus accesorios? ¿Que era mejor no leer el libro que leerlo con la portada incorrecta?

 

No era más que la vieja lengua del esnobismo estético, aunque ese no fuera el idioma hablado desde la gran pantalla cuando la película de Luhrmann se estrenó, especialmente en los lugares que la proyectaron en 3D. Las películas siempre han tenido miedo de los autores cuyos trabajos adaptan, los autores siempre han tenido miedo de las películas resultantes, y el de Luhrmann no fue el primer intento de transformar el libro a un medio que Fitzgerald describió, en una serie de ensayos titulada The Crack-Up (El desplome) que firmó para la revista Esquire en 1936 –el año antes de que se mudase a Hollywood para intentar trabajar como guionista antes de que su carrera literaria colapsara–, como “un arte mecánico y comunitario que, esté en manos de comerciantes de Hollywood o bien de idealistas rusos, solo es capaz de reflejar el pensamiento más trillado, la emoción más obvia”.

El tráiler de la versión muda de 1926 fue la única parte que sobrevivió de toda la película. Después Gatsby habló con la voz de Alan Ladd en 1949 y con la de Robert Redford en 1974, y ambos fueron saludados con respeto. Pero Luhrmann no parecía tenerle miedo al libro. Su película fue la primera con la ambición de devolverle a Fitzgerald su amargo rechazo al cine, pero la gente respondió arrojando las palabras del autor contra Luhrmann, en medio de una disputa entre el cine y la literatura que empezó con el nacimiento de las películas y que nunca terminará. “El desapego crítico es más o menos idéntico para todas mis películas”, dijo Luhrmann, que antes había adaptado Romeo y Julieta y Moulin Rouge, cuando se estrenó su Gatsby. “No es solo una leve decepción. Es como si hubiera cometido un crimen violento y atroz contra un miembro de sus familias”.

La mayoría de críticas fueron desdeñosas. Por debajo, puede que se escuchara el mismo debate que levantó la pregunta de qué edición del libro había que vender: el pánico por el secuestro de una flor delicada y moral de la democracia estadounidense por parte de un explotador sexual extranjero. Era el mismo runrún que contenía otro artículo publicado a finales de 2016 en The New Yorker, que comparaba la entrega del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan con la elección de Donald Trump como presidente, menos de un mes más tarde, y terminaba con una llamada a proteger lo bueno, lo auténtico y lo bello: "Nunca te rindas. Nunca dejes de resistir".

“La vulgaridad de Luhrmann está pensada para conquistar al público joven y sugiere que él no es tanto un cineasta como un director de videoclips con recursos infinitos y una sorprendente falta de gusto”, dijo luego David Denby en el mismo The New Yorker. “El gusto de Luhrmann es tan estridente como el de su héroe y, durante gran parte de su metraje, su película es un cóctel embriagador de color, luces y ruido, escenas de fiestas extravagantes y paisajes fantásticos de la ciudad de Nueva York", escribió Tim Walker en The Independent. "Es burdo y superficial y, sí, a menudo es difícil saber si el director está exponiendo el vacío de esa era de decadencia o simplemente convirtiendo los trajes en fetiches". Se convirtió en un debate que se retroalimentaba, hasta el punto que los críticos se arriesgaban a perder su credibilidad si se desviaban demasiado de ese polo. Se dijo que era "una inmortal tragedia estadounidense", "enterrada entre las luces cegadoras de Luhrmann", "moviéndose con pesadez por la pantalla como el desfile más grande, más trash y más ensordecedor de todos los tiempos”.

Es imposible comprar ese tipo de publicidad. Pero, como dijo Pauline Kael sobre Bonnie y Clyde en 1967, “en general, solo las buenas películas provocan ataques”. Las malas no hacen que los críticos se parapeten; solo las clasifican por género y siguen adelante. Luhrmann logró tocar un nervio. Es posible que, un siglo después de que la historia de Fitzgerald fuera publicada, Luhrmann la hubiera logrado completar: la llevó a una plenitud que reveló que la película era lo que el libro había pretendido ser desde siempre. Desgarró el relato y le proporcionó un nuevo marco. Completó la trama con visiones de ebriedad que podían hacernos deducir que un director de cine había adivinado lo que ese novelista muerto hace mucho tiempo quería decir pero no pudo. “Me hubiera gustado que el narrador estuviese dramatizado de manera más positiva”, escribió a Fitzgerald su amigo Paul Rosenfeld, crítico musical muy respetado, en 1925. “¿No lo encuentras, cuando lo observas hoy, tal vez demasiado pasivo, y con el motivo de su narración no lo suficientemente desarrollado? Hay algún indicio, sin duda, pero él también era un gran Gatsby”. Leyera o no la carta de Rosenfeld, Luhrmann se apropió de esas pistas y las introdujo en una historia escondida dentro de la que Fitzgerald había relatado.

El presente discute con el pasado y viceversa, pero siempre es el presente el que tiene los derechos de adaptación. A veces, el presente puede ver o sentir elementos de deseo, desorden, belleza y violencia latentes, no realizados, en los artefactos del pasado, y resucitarlos y liberarlos en la imaginación de una manera que el autor putativo de la obra nunca se permitió imaginar, o de una manera que sí imaginó pero no se atrevió a llevar a cabo. Los personajes que en el pasado sabían cuál era su lugar pueden negarse a cumplir los roles que les asignaron y tratar de hacerse cargo de la historia. Los temas que en otro momento parecían obvios pueden quedar ocluidos. Las ideas, diálogos y cambios de ritmo que en otra ocasión sirvieron para hacer avanzar la trama se transforman en presagios de la tragedia y ajustan sus cuentas con ella.

Eso sucede con El gran Gatsby, un libro que durante generaciones ha sido una fuerza de gravedad tan insistente que puede haber colonizado la imaginación de su propio país y la de quienes imaginan ese país desde otros lugares, originando una lingua franca iconográfica que no solo ha marcado las vidas de las personas nacidas generaciones después de la muerte de su autor, sino que incluso ocupa una parte fundamental en ellas, al igual que, tomando al azar una noticia mientras escribo estas líneas, la historia de alguien que seguramente no habría llegado a los periódicos sin este gancho tan profundo en el imaginario colectivo:

"Un destacado cantante de K-pop ha sido declarado sospechoso de prostitución y conducta sexual inapropiada en clubes nocturnos en Corea del Sur. La policía en Seúl afirmó que el cantante, Lee Seung-hyun, de 28 años, que actúa bajo el nombre de Seungri y es miembro de la boy band Big Bang, era sospechoso de "ofrecer servicios sexuales" en 2015. (…) Lee Seung-hyun tiene una gran presencia en la vida nocturna y la escena musical de Seúl, y también posee su propia cadena de restaurantes de ramen. Ha cultivado una imagen que recuerda a Jay Gatsby de F. Scott Fitzgerald, con una gira en solitario y un álbum que tituló El gran Seungri" (The New York Times, 13 de marzo de 2019).

De eso habla este libro. Habla sobre cómo una novela determinada existe en sus propios términos, como producto comercial pensado para ganar dinero y elevar una reputación, y también como relato, disertación e iluminación de la vida moral de sus personajes, del país en el que viven y de la herencia que sus descubridores y fundadores les legaron, siendo libres de tomarla en cuenta o de ignorarla. Y también existe en un espejo cultural, donde otros artistas que su autor y otros lectores que los primeros que ese autor encontró se apoderan de él, lo reescriben, lo reformulan y completan el original siguiendo sus propios dictados y los del libro.

Está la película donde Gatsby es negro y las novelas donde es judío o mujer; los relatos que dan cuenta del destino de la hija de Daisy Buchanan, o del hijo que Fitzgerald nunca le dio, en dirección a un callejón sin salida; las historias de detectives donde Gatsbys que viajan usando otros nombres son desenmascarados y asesinados, o fingen sus propias muertes y regresan para escribir un nuevo final. Están los incontables exámenes de estudiantes que dan cuenta de los cientos de miles de copias del libro que son leídos en las clases de lengua en el instituto cada año; las películas de 1926, 1949 y 1974 y las obras de 1926 y 2006, las miniseries y los seriales radiofónicos. El cómic Great Gatsbys de Kate Beaton, en 2010; la obra El gran Gatsby (en cinco minutos), de Michael Almereyda; las parodias mudas de aficionados en YouTube (aunque nunca he podido terminarla, me gusta la película de 17 minutos y medio de 2014 acreditada a la Cornerstone Academy Pictures Inc., donde la escena de la gran fiesta está presidida por jóvenes con gorras de béisbol bailando lánguidamente en la sala de estar de lo que parece ser una casa abandonada); y Jennifer Love Hewitt como representante de una compañía discográfica en la película The Suburbans, de 1999, intentando que una banda olvidada de los ochenta vuelva a salir de gira, después de 15 años, al grito de “Y así vamos avanzando, como botes remando a contracorriente, arrastrados sin cesar hacia el pasado” [la frase final del libro], lo que no les hace sentir mejor. Apreciando todos esos ejemplos, me parece que esta conversación interminable se conjura de la manera más ambiciosa, delirante y fulminante en la película de Baz Luhrmann y en Gatz, la adaptación teatral íntegra, palabra por palabra, que se hizo en 2006.

Esas obras distorsionan el original sin menospreciarlo, lo lastiman sin dejar cicatrices, lo traducen a otras variantes de la lengua inglesa, dando lugar a un trabajo más rico y abierto a nuevos lectores y a nuevos tiempos. Esa es una historia en sí misma: la historia de un gran proyecto artístico y común, en el que la cultura se convierte en una cuestión de borrar la diferencia entre lo que debería importar y lo que realmente importa. Como Annie Ernaux escribió en 1992 en su libro Pasión simple, respecto a los “estándares culturales que rigen la emoción que me han influenciado desde la infancia", “Lo que el viento se llevóFedra [de Racine] o las canciones de Édith Piaf han sido tan decisivas como el complejo de Edipo”. En el fondo, yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo para capturar historias tan distantes como las de Moby Dick y Mad Men, Gatsby reaparece casi por completo en El largo adiós de Raymond Chandler y en La mancha humana de Philip Roth, resuena a través de producciones culturales tan dispares como un número de stand-up de Andy Kaufman y en media docena de libros de misterio de Ross MacDonald. Es un proyecto patriótico: tomar una novela como parte de un patrimonio. “Mis dos hijos estadounidenses tuvieron una educación bastante buena (quiero esperar)”, escribió el historiador de cine británico David Thomson en 2018. “Pero no estoy seguro de que los padres fundadores de la nación hayan significado tanto para ellos. Washington está en el billete de un dólar y Hamilton es ese tipo que protagoniza un musical. ¿Pero no son sus verdaderos padres fundadores Gatsby, Charles Foster y Holden Caulfield?”.

Tomado de El País España


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