Por César G. Galero
Jotdown (Es)
La obra de Antonio Porchia (Conflenti, Italia, 1885) es una de las más originales de la literatura del siglo XX en castellano. Un conjunto de poesías místicas y aforismos que el autor, instalado en Argentina desde 1902 y alejado siempre de los cenáculos literarios, fue componiendo y rehaciendo durante toda su vida con la precisión y el mimo de un lutier. Admirado por Borges, Henry Miller, Breton o Alejandra Pizarnik, Porchia dejó una única obra, Voces, reeditada y ampliada en varias ocasiones, una colección de algo más de mil pensamientos fulgurantes que se ha ido transmitiendo de generación en generación como una suerte de secreto revelado entre una inmensa minoría de admiradores.
El poeta Roberto Juarroz (1925-1995), amigo y gran conocedor de la obra de Porchia, contó en varias ocasiones una anécdota que refleja la corriente subterránea por la que han navegado las voces del autor ítalo-argentino. Dos mujeres encarceladas durante la última dictadura argentina intercambian mensajes de celda a celda. Juarroz dijo haber visto la reproducción facsimilar de una de esas cartas en la que junto a palabras de ánimo había una frase escrita entre comillas: «El amor que no es todo dolor, no es todo amor». Pero el nombre de Porchia, autor de esa «voz», no figuraba. En el texto introductorio del libro Voces reunidas (publicado en 2006 en España por Pre-Textos y en Argentina por la editorial Alción), Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, dos detectives salvajes mexicanos que han rastreado incansablemente las huellas de Porchia, relatan cómo esas «voces» sentidas por el poeta fueron llegando a manos, ojos y oídos de una legión de lectores a través de fotocopias y reproducciones mecanográficas o manuscritas. Y en ese camino sinuoso, en más de una ocasión la voz se desprendió de su autor y pasó a ser universal.
A Antonio Porchia le gustaba decir que sus voces representaban su propia biografía. Su vida dio un giro brusco cuando en los primeros años del siglo pasado murió su padre, Francisco Porchia, un sacerdote que había colgado los hábitos para contraer matrimonio. El joven Antonio, el mayor de siete hermanos, asume entonces el rol de patriarca de la familia con tan solo diecisiete años. Una familia que de la mano de su madre, Rosa Vescio, se embarca rumbo a la tierra promisoria de Argentina. El joven emigrante calabrés se adapta poco a poco a una Buenos Aires convulsa, encuentra trabajo en el puerto y no es ajeno a las luchas sociales del incipiente movimiento obrero. Se afilia a la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), de tendencia anarquista, si bien sus simpatías políticas derivarían más tarde hacia el socialismo. «En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado», escribiría en una de sus voces. Pero su compromiso político es limitado. « ¿Anarquista Porchia?», le diría años después Diego Abad de Santillán (pope de los ácratas argentinos) a la escritora y periodista Alicia Dujovne Ortiz: «Sí, colaboró en La Protesta. Pero siempre estaba en otra cosa. En otra nube, diría. Nunca fue activista, nunca quiso meterse a fondo. Cuando llegó el momento bravo tuvo miedo y, simplemente, lo dijo. Anarquista fue, porque fue libre por dentro. Nada más que por eso». Abad de Santillán no podía haber descrito mejor esa presencia del poeta en el mundo («Cuando no ando en las nubes, ando como perdido», escribiría Porchia).
Su universo vital se va circunscribiendo a esos barrios populares del sur de Buenos Aires en los que vivió y deambuló: Barracas, San Telmo, La Boca. Cuando su familia ya no precisa su ayuda económica (llegó a comprar una imprenta con su hermano Nicolás en 1918), Porchia emprende un viaje interior del que no retornará jamás. Decide irse a vivir en compañía de varios sobrinos al barrio de Saavedra y más tarde, ya solo, a la casa de Olivos (a las afueras de Buenos Aires) donde pasará el resto de sus días hasta su muerte en 1968.
Sus primeros textos aparecen a finales de los años treinta en La Fragua, una publicación obrera. Frecuenta por esos años a un grupo de artistas libertarios que más tarde le animarán a publicar sus reflexiones, pese a las reticencias iniciales del poeta. Son pintores y escultores que con el paso de los años alcanzarán notoriedad. Bajo el sello de la editorial Impulso se publica en 1943 un primer volumen de Voces. Para entonces, Porchia tiene ya cincuenta y ocho años: «He llegado a un paso de todo. Y aquí me quedo, lejos de todo, un paso».
Las ventas del libro brillan por su ausencia. Juarroz les contaría más tarde a González Dueñas y a Toledo que la edición de mil ejemplares de Voces sería un quebradero de cabeza para el poeta. Como no se vendían, Porchia pidió a sus amigos de La Boca que le guardaran los libros. Pero pasaba el tiempo y esos fardos inútiles seguían ahí, ocupando un espacio precioso en el local de los artistas. Urgido por la molestia que estaba ocasionando, Porchia se lleva los libros y alguien le habla de una asociación de nombre prodigioso —la Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares— que podría cuidar de su invendible legado. El viaje mágico de las voces acaba de comenzar. Esos primeros ejemplares recalaron en los más recónditos rincones del país, humildes bibliotecas de pueblos olvidados donde la lectura era todavía una apreciada liturgia.
La corriente subterránea va tomando forma. Las voces se van pasando de mano en mano como si fueran proverbios dictados por algún dios pagano. Y en 1948 saca a la luz una segunda edición con nuevas reflexiones, también en Impulso. Entre sus azarosos lectores hay uno que cambiará el destino de Porchia. El reconocido crítico y poeta francés Roger Caillois, colaborador de Sur, la revista dirigida por Victoria Ocampo, se topa en Argentina con el libro y no lo suelta hasta que acaba de leer la última de sus voces. Queda tan impresionado que quiere saber enseguida quién ese poeta tocado con la gracia de mil duendes. Cuando se encuentra con Porchia, le confiesa: «Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito». Y le invita a publicar en Sur junto a las plumas más luminosas del momento.
A cualquier escritor, el descubrimiento azaroso por parte de un intelectual como Caillois le hubiera supuesto una puerta abierta al reconocimiento de la élite intelectual. Pero Porchia no era un escritor cualquiera. En realidad, nunca se sintió escritor. A los correctores de estilo de la revista Sur tampoco les debió parecer que lo fuera. No aciertan a comprender la estructura de sus frases. Caillois está de regreso en Francia y los escritos de Porchia no acaban de publicarse. Indaga el poeta y le van dando largas. Hay problemas, le dicen. Cosas de gramática. Le intentan corregir esas «cosas» pero el poeta se niega. El artista Líbero Badii, gran amigo del poeta, señalaría tiempo después de su muerte que solo había algo que realmente sacaba de sus casillas al maestro, como lo llamaban sus allegados. No soportaba que le cambiaran las comas de lugar. Si veía una coma mal puesta en la edición de una de sus voces, se enfurecía. Las comas eran para Porchia la sal de la tierra: «Era maniático para las comas, porque una coma resultaba fundamental para marcar matices de su pensamiento. Solamente lo he visto furioso por eso: por una coma equivocada en la imprenta (…) Escribía muy poco, cuatro o cinco frases por año. Pero trabajaba cada una con un rigor no solamente interior sino también de artífice del lenguaje». Badii, otro ilustre italiano argentinizado, inmortalizó a su amigo en una serie de dibujos y efigies en bronce que expuso a mediados de los años sesenta en la galería Van Riel de Buenos Aires. El artista mostraba a un Porchia que, según Dujovne Ortiz, había trabajado su rostro desde adentro con fervor para convertirse en un «raro asceta».
Pese al fallido aterrizaje de Porchia en Sur, Caillois no se da por vencido. Traduce algunas voces y las publica en Francia. Henry Miller y André Breton se rinden a la hondura metafísica del poeta. «Debo decir que el pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino», llega a decir Breton. La corriente subterránea continúa fluyendo. Sur se pliega finalmente al talento de Porchia y publica algunas de sus voces. Alejandra Pizarnik se confiesa seducida por el poeta: «Su libro —le escribe— es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada, o mejor dicho amparada».
Aunque siempre rechazó catalogar sus frases como aforismos, la crítica presupone que rondan en la cabeza de Porchia influencias de Lichtenberg, Blake, Pascal, Nietzsche e incluso de Lao Tse. Pero el emigrante calabrés asegura no haber leído a esos autores. «Jamás digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado», dijo en cierta ocasión. ¿Fue una muestra de humildad intelectual? «Debía de sentir que a través de ese término sus frases se reducían a meras aserciones brillantes, que era lo que menos le interesaba escribir», advierte el escritor Fabio Morábito en su ensayo Porchia, la soledad del extranjero. Para este escritor italiano, nacido en Alejandría y formado en México, Porchia tenía un antídoto contra la brillantez: la repetición («Y si no hay nada que es igual al pensamiento y no hay nada sin el pensamiento, o el pensamiento es solo pensamiento o el pensamiento es todo»).
Morábito ha detectado en ese mecanismo de escritura repetitiva y en la misma elección del aforismo como único género cultivado por Porchia esa «soledad del extranjero» que le impediría explorar otros senderos narrativos más intrincados debido a una probable inseguridad lingüística: «A través de la repetición, el titubeo lingüístico del extranjero encuentra un asidero que le otorga confianza y objetiva su voz en el justo grado que necesita para no exhibir su alma al desnudo, pues el extranjero que exhibe su alma al desnudo, exhibe su lengua materna (…) Transforma su ineptitud en profundidad. El extranjero usa una misma palabra para significar cosas distintas porque no domina el idioma que habla; su pobreza del vocabulario lo fuerza a repetir; y la repetición, nacida de la carencia, se revela como un arma expresiva insospechada». Un arma que cuenta además con una inagotable pólvora en el caso de Porchia: la profundidad de su pensamiento, mucho más determinante que cualquier inseguridad lingüística. La repetición —observó Juarroz— fue también la manera que encontró el poeta «para escribir como si no escribiese».
Venerado por un selecto club de lectores a lo largo de varias décadas, Porchia despliega en sus voces una sabiduría contenida, casi clandestina. Su obsesión por la corrección hizo que descartara muchas de sus voces y no se animara a incluirlas en las sucesivas ediciones de su obra («Y seguiré eliminando las palabras malas que puse en mi todo, aunque mi todo se quede sin palabras»). La investigadora Laura Cerrato rescató en 1992 casi medio centenar de esas voces «abandonadas». «Antonio Porchia —subraya Cerrato en un artículo— restituye al aforismo su exacta dimensión de aforismo, su identidad que no consiste en una mera enunciación abreviada, sino que responde a leyes propias que se fundan en esa necesidad de proveer a la lectura múltiple, que hace del aforismo un género poético irreductible a otras formas del discurso».
¿Aforismos? ¿Poesías místicas? ¿Pensamientos metafísicos?… ¿Qué escribía Porchia? Dujovne Ortiz lo definió en 1973 como un «taoísta de barrio», un poeta «tocado por la Gracia y por la ridiculez, verdadero y teatral, cierto como un santo y, como un santo, absurdo, fuera del tiempo, por encima y a los lados hasta por debajo del tiempo». En esa tensión entre lo puro y lo bufonesco, la escritora argentina cree hallar una respuesta para desvelar el enigma: «Creo que la verdad de Porchia está acreditada precisamente por esa continua oscilación al borde de la perogrullada, por ese riesgo de lo ridículo que acompaña cada “voz”, cada acción de su vida». ¿No son las voces una suerte de biografía del autor? ¿Y no resulta trágico y cómico al mismo tiempo su origen?, se pregunta Dujovne Ortiz.
La infancia de Porchia estuvo marcada por el estigma de ser «el hijo del cura» del que todos se mofaban en un pequeño pueblo de Calabria. Y en su adolescencia, la vida le arrebata un padre, un idioma, una tierra. En Argentina se ve obligado a reinventarse y elige la soledad como arma de autodefensa. Cultiva la introspección y un ascetismo militante que lo despoja de todo lo mundano. En eso ocupa sus días y sus noches mientras «vive» sus voces («A veces para aislarme del mundo lo levanto en torno de mí a modo de muro»). Unas voces que encierran un pensamiento trágico pero que en ocasiones rozan el absurdo («Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes») y que en la mayoría de los casos contienen, como detectó Juarroz, una gran sabiduría: «En plena luz no somos ni una sombra».
«Todo se escucha»
En una entrevista publicada en 1964 le preguntaron a Porchia por qué llamó Voces a su libro. Y respondió a su manera: «Es difícil saber. Todo se escucha. Y se escucha de todo (…) No sé definirme porque no soy yo. Uno es una infinidad de cosas (…) Mi libro Voces es casi una biografía. Que es casi de todos». Pero Porchia no era un místico inspirado por alguna revelación. Juarroz se encargó de aclararlo: «Me desconcierta el verbo “escuchar” porque no creo haberle oído decir que “escuchaba” voces». El poeta ítalo-argentino cohabitaba con sus voces, las vivía, en palabras de Juarroz. Y las esculpía concienzudamente durante semanas y meses, mientras regaba las plantas de su jardín o se quedaba extático frente a una flor. Las voces estaban ahí, dentro de él: «Quien no llena su cabeza de fantasmas, se queda solo».
Ajeno a un relativo aunque tardío éxito, vivió de forma espartana, casi monacal, en su casita de Olivos. Allí recibía a sus amigos, a veces en pijama, con una copa de vino y un pedazo de queso. Apenas tenía pertenencias. Entre los escasos libros que componían su biblioteca, releía la Divina comedia y Jerusalén liberada. Contaba, sin embargo, con una colección de cuadros admirable. Algunos de sus amigos pintores habían alcanzado fama y cotización. En las paredes de su casa colgaban cuadros de Quinquela Martín, Petorutti, Victorica… Pero ese tesoro pictórico tenía para Porchia únicamente un valor sentimental. Moriría en la pobreza, una condición sobre la que también reflexionó: «La pobreza ajena me basta para sentirme pobre, la mía no me basta».
Su obra se fue traduciendo a varios idiomas y en Argentina se llegaron a agotar las ediciones que Hachette había publicado desde 1966. Pero será en 1979, once años después de la muerte de Porchia, cuando la editorial francesa Fayard saque a la luz la gran edición de Voces, prologada por uno de sus más fervientes admiradores: Jorge Luis Borges. «No nos conocimos personalmente. Oí por primera vez su nombre de labios de Xul Solar, el pintor visionario. Nada me cuesta imaginar que fueron muy amigos: ninguno de los dos podría en el presente desmentirme. Pero lo que puedo asegurar es que a través de sus Voces, Antonio Porchia es hoy mi amigo íntimo, si bien acaso él no lo sabe».
En ese breve prólogo, el autor de El Aleph descubre quizás el verdadero sentido de las voces de Porchia. Esos pensamientos no buscarían producir un efecto, a la manera en que sí lo intenta el aforismo tradicional: «Podemos sospechar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante».