Por Fernando Bogado
Página 12 (Ar)
En la famosa novela de Bioy Casares, Diario de la guerra del cerdo, una de las más disparatadas contiendas bélicas se desata: los jóvenes deciden enfrentarse a los viejos en una disputa sin mucha explicación que tiene lugar durante el “veranito de San Juan”, ese momento del invierno en donde el clima adquiere tonos primaverales. La guerra es tan excepcional como el momento en el que se desata. Claro que el libro toma posiciones: está concentrado en el punto de vista de un jubilado, Isidoro Vidal, quien ve las acciones de los jóvenes como una amenaza a su bienestar, al bienestar de los viejos, bah. Básicamente, los “muchachos” están desquiciados, y los mayores son los que tienen que tomar una posición defensiva frente a esa irracionalidad. Bien podemos decir, algo esperable en Bioy, quien, de la mano de Borges, es uno de esos infaltables nombres dentro del panteón de la literatura fantástica nacional. Sus obras parten de una disposición formal perfecta, cerrada, y que podría compararse con lo mejor de la literatura occidental, eufemismo para hablar de la literatura europea. Esa toma de posición a favor de los viejos, de la forma, de la pulcritud en la prosa, del estilo medido, poco tienen que ver con el despilfarro, la fuerza y la inmadurez de los escritos de Witold Gombrowicz (Maloszyce, Polonia, 1904 - Vence, Francia, 1969). El testimonio más acabado de esta oposición entre la madurez y lo que no se acaba, lo que queda inacabado, que marcó y marca los vaivenes de la literatura argentina, o de la literatura en general, sin ninguna bandera, son el tema por definición del Diario de Gombrowicz, que va de 1953 a 1969, retomando así los últimos diez años en nuestro país de este exiliado polaco y esos seis años de tardío reconocimiento que paso en el Viejo Continente. Con una nueva traducción y un cuerpo de notas precisas, esta edición de un libro fundamental para, por lo menos, dos tradiciones literarias en dos puntos diferentes del globo, es un momento clave dentro del proyecto editorial de El cuenco de plata, sello que se ha ocupado de difundir y ordenar la mítica pero hasta ahora dispersa obra de Witold.
Vale la pena ser estrictos: no es que no hubo oportunidad para que estos escritores que hemos mencionado, Bioy, Borges y Gombrowicz, se hayan cruzado. En las páginas del Diario se menciona una cena impulsada por Carlos Mastronardi, amigo del polaco y con vínculos con el grupo Sur. Mastronardi sabía que la mejor forma de que Witold entre al circuito literario argentino era vinculándolo con Victoria Ocampo, pero, para evitar pasar un mal momento ocasionado por los exabruptos habituales del “Conde” (tal como lo llamaba), se asegura primero organizando una cena con Silvina, su hermana. Gombrowicz asiste, teniendo cierto respeto por Bioy (a quien considera un interesante escritor de relatos fantásticos), cierta idea de quién era Borges (desde su perspectiva, el mejor escritor argentino), pero también estaba un poco hastiado de sus perfiles de escritores. En las Ocampo, en estos dos amigos, en toda la revista Sur, se respiraba un tufo insoportable a viejo, un intento desmedido por estar a la altura de la cultura europea, de rendir examen frente a la mirada de lo que se producía en las grandes capitales occidentales, y eso al Conde le parecía la cosa más idiota que alguien a quien le guste la literatura podía llegar a hacer. Por eso la relación entre ambos duró apenas una incómoda cena. Por eso la oposición entre esos dos modelos literarios opera hasta en los más mínimos planteos de cada proyecto de escritura, el del polaco Gombrowicz y el de cualquiera de los paladines de las Ocampo. “A mí me fascinaba, en este país, lo bajo y eso eran las alturas”, señala Gombrowicz en una de las entradas del año 1955, recordando esa temprana cena que mantuvo al poco tiempo de haber llegado a la Argentina. Y sentencia, como suele ser su costumbre, con un lapidario epigrama: “A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París”.
Belleza salvaje
Este comportamiento de la intelectualidad argentina con respecto a la cultura europea no es algo que Gombrowicz considere exclusivo de nuestras aturdidas pampas. Muy por el contrario, si hay un punto en donde encuentra vínculos entre un país y otro la mirada doble de Witold (típica de cualquier exiliado, con un pie o, mejor, con un ojo adentro y otro afuera), es en la actitud que la literatura argentina y la polaca tienen con respecto a la tradición europea. Varias son las páginas del Diario en donde Gombrowicz repasa las actitudes de diferentes escritores polacos levantados como héroes por las revistas que le llegan desde su país natal, repaso que no deja a ninguno cómodo en la marmórea posición de la más alta literatura. Y es que encuentra en esas apreciaciones de la crítica y en la mayor parte de las obras mencionadas un intento por considerar excelso el uso de formas prolijas, abstractas, pulcras, que se desentienden de la vitalidad propia de lo humano. Formas muertas y avejentadas que se van exportando desde París o Londres y que los buenos alumnos polacos (y argentinos) incorporan y reproducen. Para Gombrowicz, la ventaja fundamental que tienen en su haber los escritores de estos dos países es la imperfección, esa diferencia insalvable que puede servir para tomar distancia con respecto a la forma. En los polacos, volver sobre el carácter eslavo, sobre la individualidad del porvenir de Europa del Este, puede ser útil para alterar la forma y hacer que la novela o el poema vibre de un modo particular, transformando esa supuesta “inmadurez” en fuerza. Así, tiene en alta estima a Czeslaw Milosz (1911-2004), escritor y ensayista, ganador del Premio Nobel en 1980, cuya obra fue también editada por Instytut Literacki, la editorial polaca ubicada en Maisons-Laffitte, Francia. Este sello estaba vinculado a la revista Kultura, publicación de circulación clandestina en Polonia, en cuyos números fueron apareciendo por entregas el Diario. Pese a esta simpatía, el Conde distingue entre un Milosz occidental y uno eslavo, y elije siempre quedarse con el último, porque esa mirada diferente con respecto a la “cultura europea” es el rasgo de incompleto, de bárbaro, que renueva inocentemente hasta el mismo lenguaje que utiliza. Quizás por eso le parezca relativamente coherente la figura de este escritor: encontraba en él lo mismo que encontraba en sí mismo, la contradicción.
¿Qué pasaba por aquí? En sus días argentinos, Gombrowicz se la pasaba de bar en bar, haciendo base, muchas veces, en el mítico café Rex, sobre la calle Corrientes, en el primer piso, entre el humo del cigarrillo y los jugadores de ajedrez, y no en los salones literarios que trataban de estar a la moda en lo que respecta a las novedades francesas. Ocampo y su círculo más bien negaban ese encanto juvenil de lo argentino, cubrían con una fachada de perfección la natural imperfección local. Allí habría que buscar la fuerza de la literatura argentina, no en el maquillaje eurocéntrico: en su juventud, entendiendo por tal término tanto la presencia de personas jóvenes como el rasgo indeterminado de una nación joven, más atada a la naturaleza de lo que ella misma cree, o sus escritores aceptan. Gombrowicz se desespera, entonces, por la belleza caprichosa del que no entiende, no sabe de su propia belleza. En una entrada de 1954 asegura con respecto a la Argentina: “Sólo el pueblo es aristocrático. Sólo la juventud es infalible en cada una de sus manifestaciones. Es un país al revés, donde un mocoso vendedor de una revista literaria tiene más estilo que sus colaboradores”.
En definitiva, la oposición Europa-Argentina, que es también la oposición Europa-Polonia, retoma la gran preocupación por la juventud y la vida individual que conforma el núcleo duro de lo escrito por Gombrowicz. Insistir en lo joven es volver a la vitalidad, con toda su belleza porque sí, incompleta, sin sentido. Una clave de lectura del Diario bien podría ser este intento por parte de alguien que estaba entrando en la etapa descendente de su vida de reclamar, todavía, un modo de la juventud en su estilo literario.
Pero hay algo más. Gombrowicz transforma la juventud en un hogar transportable, un encierro en límites que comprende y usa como ariete para arremeter contra la literatura “elevada”. Recordando, en 1955, sus primeros días en el país, anota: “¿Qué es lo que pasó? Bien, tendré que confesarlo: bajo el efecto de la guerra y el crecimiento de las fuerzas ‘inferiores’ y regresivas, se produjo en mí la irrupción de una juventud tardía”. Irrupción, Interrupción, exabrupto. Todo es parte de la misma lógica de la entrada sorpresiva, polémica e inesperada del estilo “joven” de Witold, adjetivos que también caracterizan momentos de su propia biografía.
Witold Gombrowicz llega a Buenos Aires en el barco “Chrobry” (en polaco, “el valiente”) una semana antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, como parte de un comité polaco que visitaba el país para celebrar la apertura de una nueva línea marítima que conectaba las dos naciones. Una vez invadida Polonia por los nazis, Gombrowicz decide quedarse en nuestras costas, pese a que no sabía nada del idioma y no tenía dinero a disposición para poder llevar adelante una vida más o menos cómoda. En ese momento, su gran logro literario había sido la aparición, en 1937, de Ferdydurke, una novela que había sido considerada como digna representante de la vanguardia polaca, pero en un sentido lo suficientemente iconoclasta como para no formar grupo ni dejar ninguna clara descendencia. Diez años después, y luego del comienzo del régimen stalinista en su patria, decide traducir su novela usando los conocimientos erráticos del castellano y la ayuda de los amigos que se había hecho en el café Rex, entre los que se contaban el filósofo Alejandro Russovich y el escritor cubano Virgilio Piñera. Muchos críticos han vuelto a esta escena extrañísima y medular de la historia literaria del siglo XX: escritores en lenguas diferentes que arman, prácticamente de cero, una novela disparatada en una lengua casi inventada. Si la guerra y el exilio habían despertado una nueva juventud en ese escritor que se consideraba ya cansado de todo esfuerzo literario, la traducción de Ferdydurke y su posterior edición pueden ser entendidos como los juegos caprichosos de una persona pasando por su “segundo aire”.
El cuerpo existencial
Quizás, la gran obra de Gombrowicz no sea tanto Ferdydurke, sino él mismo, y el Diario es entonces la principal herramienta de este modo de construcción del “yo”. No hay nada, absolutamente nada más relevante para Gombrowicz que el propio Gombrowicz. El comienzo de las anotaciones, en el mismo 1953 en que aparece otra de sus grandes novelas, Trans-Atlántico, machaca en el mismo tono de un poema con ese intrigante pronombre: “Lunes. Yo. Martes. Yo. Miércoles. Yo. Jueves. Yo”. Y es que la constitución de ese sí mismo es el principal punto de contraste con la cultura eurocéntrica y su tendencia a las abstracciones. A la hora de hablar de Sartre o de Camus, por ejemplo, Gombrowicz señala que estos pensadores terminan convirtiéndose en moralistas que plantean generalidades y olvidan que lo importante es la vida del propio ser humano que vive esos detalles, que sufre las contradicciones. Que respira. Que ríe. Corre a los existencialistas por el lado de la existencia concreta, cosa que él mismo declara como parte de una estrategia vital-intelectual que consiste, básicamente, en nunca detener la posibilidad de un entredicho. Su “yo” se construye, siempre, en los nudos polémicos, por eso su gracia a la hora de discutir y su (aparente) honestidad al admitir que, en cualquier argumentación, más que las ideas, lo que importa es quién las sostiene, quién dice y gana haciendo prosperar su posición.
Al llegar al año 1963, lo impensable sucede en el Diario y en la propia vida de nuestro escritor. Gombrowicz deja la Argentina invitado por la Fundación Ford a pasar una estancia en Berlín por un año. El Conde casi no llega a contestar por una serie de demoras en la entrega de esta noticia, pero la entrada que resume los hechos se vuelve por demás interesante al combinar, en un mismo, ambiguo gesto, la despedida del país en donde vivió por 24 años y la constante interrupción de todo posible patetismo. Así, visita las habitaciones de diversas pensiones donde vivió en los primeros años, pero o no puede entrar por culpa de un encargado que le pide datos que no tiene, o no se sorprende por la inmutabilidad de esos horribles lugares. Cuando está en el barco, alejándose de las costas argentinas, con la mirada puesta en una ciudad que decrece y va desapareciendo, se da cuenta de que le faltan los 250 dólares que tenía para realizar el viaje. Lo que podría haber sido una escena melancólica de cierre se convierte en un momento más de una vida atropellada, a la que le quedan algunos años más, pero que van palideciendo con la llegada definitiva de la vejez y sus enfermedades. Las entradas sobre la vida cotidiana, que antes eran escasas, se convierten en postales de la mediocridad a la que Gombrowicz, por esas cosas de la vida y la senectud, era entregado. Quizás, una línea de 1968 concentra todo ese descarado abandono de la fuerza y la belleza inmotivada que se va perdiendo: “7. IV. 68. He derramado la compota”.
Aristócrata sin plata, escritor genial con una obra prácticamente desconocida por la gran mayoría, Witold Gombrowicz se ha convertido, con el paso del tiempo, más en un nombre que organiza un conjunto de anécdotas antes que una serie de libros. Que quizás sean exactamente eso: una organizada sucesión de anécdotas geniales. Sin embargo, desde hace algunos años atrás, diferentes personas han estado involucradas en proyectos que vuelven a poner en circulación la obra de Witold y la reflexión en torno a ella. Sumado al esfuerzo editorial de El cuenco de plata, habría que mencionar la venidera aparición de la revista Witolda, impulsada por los organizadores del Congreso Gombrowicz en 2014. Esta revista –financiada por crowdfunding en la página Idea. Me, la cual recibe ingresos de dinero hasta el 1º de septiembre–, junto con el pasado congreso devenido página web (www.congresogombrowicz.com) y la aparición de estas ediciones, marcan un momento en el cual la figura y la obra de Witold Gombrowicz se vuelven una cuestión fundamental para la crítica y producción literaria argentina de nuestros días. Hay observaciones de Witold que se podrían trasladar, sin perder ningún tipo de frescura, al ámbito contemporáneo, como muchas de las cosas que están presentes, por ejemplo, en la conferencia “Contra los poetas”, incluida en el Diario. Y es que Witold Gombrowicz supo leer el campo de la cultura como un territorio de guerra, guerra personal, tal vez, repleto de nombres propios. Un territorio en que las afinidades entre sujetos puntuales era lo único que hacía valer la pena el esfuerzo, una lógica de guerra que parece encontrar en el lector un aliado antes que un alumno. Y en nuestra cultura, nuestras prácticas literarias, que levantan por sobre todas las cosas la madurez y en esta guerra simbólica (o real) elige aliarse a los viejos, refresca saber que Witold, con su Diario, con sus novelas, vuelve siempre, una y otra vez, a ser desmedidamente joven.
Diario Witold Gombrowicz El cuenco de plata 736 páginas