Por Renán Silva* Agostini/ Getty Images.
Revista Arcadia
Lo primero que hay que recordarle al lector es que el descubrimiento del Nuevo Mundo y la Conquista de América son contemporáneos, casi de manera simétrica, de la Reforma Protestante, es decir, del proceso que inicia con la publicación en Alemania, y la circulación por buena parte de Europa, de las llamadas 95 tesis del monje agustino Martín Lutero. Con ello empezó un movimiento crítico que conmovió los fundamentos de la Iglesia romana, no solo desde el punto de vista de su organización institucional, sino también en relación con los fundamentos de su doctrina.
Cinco siglos después de los hechos, sin embargo, hay que reconocer, que la Iglesia católica se defendió bien del ataque, y que en parte el llamado cisma del cristianismo –que a estas alturas nos debe aparecer como inevitable por el propio avance de las iglesias nacionales, hermanitas del surgimiento del Estado-nación, por lo menos en Europa del norte–, vivificó las fuerzas de la cristiandad que se agrupaban bajo las banderas de Roma y que en el siglo XVI y principios del siglo XVII eran lideradas por la monarquía hispana, definida al mismo tiempo como católica y como de aspiraciones universales. Eso en cuanto al pasado.
En cuanto al presente, los hechos son de gran enseñanza y vale la pena considerarlos, pues el ascenso en América Latina del cristianismo reformado (no solo bajo la variante luterana, sino en toda su diversidad), a partir del siglo XIX y hasta el presente, puede enseñarnos mucho acerca del error de considerar al continente suramericano, y sobre todo a Colombia, como “cultura de la violencia”, o por lo menos como escenario sistemático de violencia. El protestantismo es hoy un hecho cultural de primer orden en América Latina, y un hecho político fundamental en países como Colombia, sobre todo entre sus gentes más pobres, y el acceso a esa ortodoxia no ha significado de ninguna forma una “guerra de religiones”, a diferencia de lo que ocurrió en esa Europa de mortíferas violencias religiosas de los siglos XVI y XVII. Refirámonos brevemente a esos hechos en el pasado y en el presente.
Hay que empezar por recordar la gran diversidad social de las poblaciones que a partir de 1492 llegaron a lo que hoy llamamos los territorios de ultramar de la monarquía católica hispana: desde importantes letrados que representaban la alta cultura en formación del llamado Siglo de Oro hasta gentes huidas de las cárceles o que trataban de escapar a una condena que los esperaba, pasando por toda clase de aventureros que solo querían escapar de la pobreza a la que los condenaba su vida en España, y que de oídas habían escuchado sobre el oro americano y sobre las amazonas que poblaban estas tierras. Ideas muy diversas y contradictorias debían ser parte del equipaje de esas gentes.
Era una población de una gran diversidad social, pero también cultural, como lo sabemos hoy sobre todo por la correspondencia que intercambiaron los colonos que se embarcaron para América con sus amigos y familiares que habían quedado “del otro lado del charco”, como decía la expresión de la época.
Hoy sabemos que dentro de esa masa humana que buscaba un lugar para continuar su vida, no era pequeño el contingente de judíos y de gentes del islam –todos ellos expulsados de España–, y de “disidentes religiosos” (parte de lo que se llamaba “luteranos”), ante los cuales muchas veces las autoridades cerraron los ojos, por lo menos en la época de Carlos V, quien de hecho trasladó a algunos de ellos a Nueva España. Él era, a su manera, un “luterano”, tocado por las ideas del humanismo de Erasmo de Róterdam, crítico de los excesos mundanos de los obispos de Roma, y simpatizaba con la idea de restituir un virtuoso y sobrio cristianismo primitivo, que supuestamente habría existido en el pasado. Sin embargo, pronto abandonó esas ideas, ya como emperador del sacro Imperio romano germano y como rey de España, luego de haber intentado de muchas formas un acuerdo con Lutero.
Felipe II, su sucesor en la corona española, fue mucho más exigente en cuanto al asunto de las convicciones ideológicas y religiosas de sus fieles en España y en América, y encontró un apoyo firme en el Santo Tribunal de la Inquisición a lo largo de toda América hispana, pero los documentos que certifican esas persecuciones no son un expediente de sangre y fuego que convenza al historiador de una cruzada sistemática de destrucción como la que por momentos se adelantó contra los santuarios indígenas y contra algunas de las creencias que del África habían traído las gentes negras. Al final, parece ser que los pocos focos de “luteranismo”, que efectivamente existieron, parecen haber optado por el silencio, por el sincretismo y por una práctica pasiva de las creencias, lo que les permitió, al parecer, subsistir, oscurecidos y menguados, pero sin grandes traumatismos.
Lo que ocurrió con Lutero y sus doctrinas y con el “luteranismo” en América hispana resultó, aún así, fundamental, pero por otro camino: el Nuevo Mundo descubierto fue más bien el terreno de la gran puesta en marcha de todas las formas que contra el protestantismo crearon el Concilio de Trento y la Iglesia católica postridentina. La revuelta de Lutero fue la ocasión para Roma de dar un paso grande en la organización de la Iglesia como institución reglamentada, y dio lugar a algunos instrumentos nuevos que fueron esenciales para la evangelización del Nuevo Mundo. Por ejemplo, la práctica sistemática del uso del sermón, uno de los grandes instrumentos de difusión del cristianismo en el Nuevo Mundo; o el recurso al catecismo, como síntesis popular de la teología de los sabios, dos formas definitivas en el proceso de expansión del catolicismo. También hay que mencionar también la temprana experiencia en América hispana de creación de lugares específicos de formación del clero en sus distintas variedades y jerarquías: hablamos de los seminarios, una institución educativa sin la cual resulta imposible explicar la presencia del cristianismo en nuestras sociedades y el poder inmenso de la Iglesia en las sociedades latinoamericanas hoy en día.
Pero para poner en marcha ese proceso de cristianización de las sociedades a las que llegaron y el mantenimiento de la fe de sus propios miembros, la Iglesia católica, siguiendo en esto las disposiciones del Concilio de Trento –el mayor depósito de referencias contra Lutero, Zwinglio y Calvino–, debió crear la figura compleja de un enemigo total, que era la representación misma del demonio y el pecado. Ese enemigo se llamó, en España y América, Lutero. Nada importaba que en la propia España y en el Nuevo Mundo esa minoría no tuviera de manera pública ninguna importancia. La idea de una amenaza era suficiente para templar el carácter del clero y de las órdenes religiosas empeñadas en la evangelización, convencer a las autoridades civiles y eclesiásticas de la urgencia del propósito de lucha, y mantener los ánimos alerta contra ese enemigo que estaba en todas partes y el parecer en ninguna: Lutero y el luteranismo.
En el pasado reciente de América Latina y en el presente de un país como Colombia, las cosas han tomado de nuevo otro camino: los republicanos ilustrados del siglo XIX, como el general Francisco de Paula Santander, fieles a su ideario, no tuvieron los prejuicios que habían sido habituales, y las primeras sociedades bíblicas que vinieron al país a difundir su mensaje recibieron apoyo del gobierno, que además consideró que se trataba de una parte del esfuerzo de alfabetización –la lectura de la Biblia– y de difusión de la imprenta y de la cultura escrita. En el último tercio del siglo XIX, cuando empezaban a asentarse y a ser más visibles en medios urbanos, se les molestó y se les intimidó en muchas oportunidades, pero el asunto no llegó a los extremos de persecución que a los historiadores radicales, en busca de guerra y de violencia a toda costa, les gusta pregonar.
A principios del siglo XX en toda América Latina y en Colombia ya es posible reconocer la implantación de núcleos religiosos protestantes (casi siempre liberales y socializantes en política), que en algunos momentos sufrieron persecuciones, aunque nada comparable a lo que había ocurrido en Europa siglos atrás. Se trata de núcleos pluriclasistas de fieles, agrupados en torno a “iglesias” que han llegado a ser organizaciones económicas poderosas, aunque en general con un clero de un nivel cultural muy bajo y doctrinariamente de un gran sectarismo –este es el caso sobre todo de Centroamérica–.
Posiblemente el país que causó más impacto en esa materia es Colombia, sobre todo en el siglo XX, en que se comprueba la veloz difusión, sin mayores traumatismos, de las “iglesias evangélicas”, tanto en medios urbanos como rurales, tanto entre trabajadores industriales como entre núcleos campesinos, tanto entre gentes mestizas como entre gentes indígenas y negras. La urbanización, el trabajo industrial, la agricultura comercial y el avance de los grupos a los que se designan como “minorías étnicas” han ido acompañados de la expresión de formas de creencias religiosas, diferentes de aquellas que por mucho tiempo se consideró como las oficiales del país y el principio mayor de su identidad: las de la Iglesia católica. Hoy esos grupos de “protestantes” conviven de manera relativamente tranquila con los colombianos católicos, y sostienen establecimientos de educación formal abierta, algunos de los cuales son realizaciones ejemplares, como es el caso de los llamados “colegios americanos”.
Su éxito mayor y el momento más visible de su acceso normalizado a la vida institucional vino con la Constitución de 1991, que les garantizó el derecho a unas condiciones de vida igualitaria en el campo del culto religioso y la institución matrimonial. Hoy los llamados “evangélicos” no son simplemente grupos sociales populares cortejados por los partidos tradicionales. Son fuerzas políticas organizadas y en algunos casos fuerzas definitivas en términos electorales, “clientelizadas” como las demás organizaciones políticas del país, y que han realizado una rápida curva de aprendizaje en el camino hacia las prácticas tradicionales de corrupción, que son conocidas en el mundo político colombiano. En los años próximos la política nacional deberá contar con ellos aún más que en años pasados, pues si con la Constitución de 1991 se comenzó a poner fin al monopolio legítimo de los bienes de salvación, como diría Max Weber, que había sido privilegio en el pasado de la Iglesia católica, con el proceso de paz podrán comenzar a liberarse de la persecución de las Farc, que por años los hizo víctimas de su política de sometimiento doctrinario. Y entonces veremos seguir multiplicándose las llamadas iglesias de garaje, con sus ruidosas expresiones de fe dominicales, sus improvisados pastores, tantas veces sentados en los banquillos judiciales, al tiempo que promueven su estrechez moral en el campo del aborto y del matrimonio entre personas del mismo sexo.
*Historiador. Profesor de la Universidad de los Andes