Por Alba Piñar
Especial para Jotdown (ES)
En agosto de 2010, Google recurrió a algunos de sus misteriosos algoritmos para determinar el número exacto de libros que había en el mundo y dio esta cifra: 129 864 880. A pesar de que han pasado unos cuantos años desde entonces, y de que se habrán publicado varios miles de nuevas historias y varios miles de armas más habrán sido puestas en circulación, podemos afirmar con toda seguridad que en el mundo hay más armas que libros.
Un libro y un arma no se parecen en nada, a pesar de que los libros tienen hojas como las espadas, a pesar de que puedan disparar verdades y, a veces den en el blanco. Creo que coincidiréis conmigo al considerar que, a priori, cualquier persona desestimaría considerar que son cosas parecidas, incluso que son cosas que pueden llegar a convivir, pero la realidad se empeña en contradecirnos: en ocasiones, armas y libros han estado juntos en la misma escena.
El 8 de diciembre de 1980, en Nueva York, Mark David Chapman se acercó a John Lennon para pedirle un autógrafo. Después disparó cinco veces contra la espalda del cantante causándole la muerte. Acto seguido, se alejó un poco de la escena y abrió el ejemplar de El guardián entre el centeno de J.D. Salinger que llevaba bajo el brazo para leerlo mientras llegaba la policía. Cuando le preguntaron por qué había asesinado a Lennon, Chapman afirmó que sus razones estaban descritas íntegramente en ese libro que le habían sido confiscados junto a su arma. Dentro pudieron encontrar una nota que decía «Esta es mi declaración» y que había firmado como Holden Cauldfield, el protagonista de la historia. Muchos de nosotros, que compramos y leímos esa historia, creíamos inocentemente que guardábamos solo un libro en nuestra librería, pero nada más lejos: en realidad, guardábamos un relato de gran calibre.
Los libros no son armas, a pesar de que muchos de nosotros los utilicemos para matar el aburrimiento. Y qué útil le hubiera resultado a Meursault vivir un poco esas horas de soledad consciente y gratificante que proporcionan. El protagonista de El extranjero de Albert Camus asesina a balazos a un hombre durante un paseo estival por la playa. El tedio, el aburrimiento, la ignorancia, le llevan a matar, a asestarle cuatro disparos a un árabe que «fueron como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia”. Se trata de una muerte ficticia, pero nos habla de tantas otras muertes que han sucedido en la realidad, y de lo absurdo que es que un ser humano muera a manos de otro. Se trata de un libro que, como tantos otros, atenta contra la realidad y sus cimientos, y aunque solo sea dentro de esa insobornable región que es la imaginación, no deja de señalarnos las mentiras que a nuestro alrededor nos siguen contando cada día. Ese libro es un arma de doble filo capaz de asestar una herida mortal sobre nuestra conciencia.
Los libros no son armas, no. Están muy lejos de serlo. Pero nos han contado historias donde sí lo son. Como esa en la que Guillermo de Baskerville descubre que uno de los libros de la abadía está envenenado, y que al leerse mata a todo aquel que se lleva el dedo a la boca para pasar sus páginas. No extraña que en El nombre de la rosa a Umberto Eco se le ocurriera mezclar libros y tóxicos, porque pocas cosas intoxican más que la literatura para un escritor: una vez que se te mete dentro, nadie puede hacerla salir. Y tampoco se le debió escapar el hecho de que un remedio es un veneno que se administra en dosis adecuadas. Es posible que para él un libro bien leído sea la receta para muchas enfermedades distintas. Y a pesar de que las listas de ventas son testarudas, no olvidemos que en el mundo hay más de ciento veintinueve millones de libros, lo que significa que no es posible que llevemos todos dentro el mismo veneno.
Si los libros fueran armas podríamos entender por qué los totalitarismos se sienten vulnerables ante los escritores y les condenan al castigo del exilio o terminan con ellos fusilando sus ideas. Puede que para los dictadores, los libros sean armas de papel cargadas con las certeras balas de la libertad, un arsenal dañino para aquellos que ametrallan con la imposición. Si los libros fueran armas (que no lo son) podríamos comprender cómo algunos títulos cargados de odio han ayudado al deliberado hostigamiento de algunas razas, religiones o géneros, han disparado rencor y han utilizado las palabras como un ejército frente a hombres desarmados.
Las armas y los libros no son lo mismo, aunque en ocasiones hayan hecho el mismo daño. Pero la puntería de un libro se mide por el impacto de sus ideas, no por una herida que sangra. Porque el dolor que causa sana con el curativo parche de la cultura. Porque el precio que pagamos por él no es el de una vida cercenada. Si los libros fueran armas, los desfiles militares tendrían más sentido, porque exhibirían la fuerza de miles de historias sin bandera, ya que las palabras no tienen dueño, solo intérpretes, no tienen fronteras, solo idiomas. Si lo fueran, qué rematadamente diferente sería responder al grito de ¡PRESENTEN ARMAS!
Cada vez que los libros y la muerte están juntos en un macabro escenario, no paramos de preguntarnos qué otra cosa hubiera podido suceder si en lugar de armas de fuego solo tuviéramos armas de papel. Si solo pudiéramos defendernos con las palabras. Porque aunque los libros y las armas hayan tenido que convivir, sabemos la diferencia entre una cosa y otra: sabemos de qué lado queremos estar, qué estadística queremos romper, qué página de la historias queremos pasar.
Los libros que antaño eran considerados peligrosos solían quemarse, porque el fuego es un arma contra el papel. Afortunadamente, no se puede acabar con algunos de ellos de un solo golpe. Ahora ya no se queman libros, a pesar de que Bradbury viera nuestro futuro ardiendo a 451 grados fahrenheit. Los libros ya no se consideran peligrosos. No dan miedo. Se exhiben en librerías y en escaparates como si nada. Hay tantos que apenas se puede discernir cuáles son de armas tomar. Tal vez por eso no les hagamos mucho caso, porque un montón de páginas cosidas no puede hacer nada por nosotros, contra nosotros. Tal vez por eso los envenenamos con nuestra indiferencia.
Los libros no son armas, tal vez no lo fueron nunca, a pesar de que podrían estar cargados de futuro, como la poesía. No son un valor en alza, no crecen en número a la misma velocidad que las armas, porque parece para defendernos las palabras no nos bastan. Si los libros fueran armas, las bibliotecas contendrían arsenales esperando a ser desenfundados, exhibidos en las estenterías con la misma inocencia que una pistola en la funda o una espada en la vaina. En todos los casos, hace falta una persona con una cierta puntería para darle un buen uso, porque leer sin cuestionarse nada es como no dar en el blanco. Si fuera así, en las bibliotecas nos armaríamos para la vida, repondríamos nuestra primera línea de defensa con armas blancas, porque escribir es poner blanco sobre negro, como decía Mallarmé.
Los libros no son armas, porque si lo fueran en el mundo habría países con más libros que personas, porque habría ministerios de defensa que se gastarían millones en armar de historias a unos hombres que ya no se dedicarían a matarse, sino a escucharse unos a otros. Tal vez, si los libros fueran armas los ejércitos estarían compuestos por personas que agachan la cabeza para mirar lo que otro tiene que decir. Si los libros fueran armas, y es una lástima que no lo sean, tal vez nos sentiríamos a salvo más a menudo, porque el ambiente olería más a tinta que a pólvora. Si lo fueran, tal vez una vida no tendría el precio de una bala, el tiempo de un disparo, sino un montón de páginas por delante.
Pero la realidad es otra. En el mundo hay más armas que libros y eso es algo que nos define, que sirve para decirnos qué decisiones tomamos cuando nos sentimos vulnerables, solos o cuando queremos protegernos. Qué preferimos tener en las manos cuando todo lo demás nos ha fallado. Los libros y las armas no son lo mismo, pero no dejo de preguntarme qué pasaría si se parecieran un poco.