Revista Pijao
Las vidas ocultas de las Bronte, a través de sus objetos
Las vidas ocultas de las Bronte, a través de sus objetos

Por Nuria Azancot

El Cultural (Es)

Hace casi 200 años, en un pequeño pueblo de Inglaterra llamado Haworth, ignoradas por todos y ajenas a casi todo también, las hermanas Brontë revolucionaron la novela moderna con Jane Eyre (Charlotte), Cumbres borrascosas (Emily) y Agnes Grey (Anne). Su fascinación ha derrotado al tiempo, pues los lectores siguen deseando resolver los enigmas que aún rodean las vidas de estas mujeres ferozmente libres. Deborah Lutz desvela algunos de sus secretos en El gabinete de las hermanas Brontë (Siruela), en el que reconstruye sus vidas a través de sus objetos cotidianos (libros y cartas, sus remendados trajes, sus escritorios, sus amores...)

Decía Borges que los objetos cotidianos, esos que nos sirven “como tácitos esclavos” [...] “durarán más allá de nuestro olvido”. También Deborah Lutz, especialista en literatura victoriana y profesora de la Universidad de Louisville, apunta desde las primeras páginas de El gabinete de las hermanas Brontë la necesidad de resucitar la vida cotidiana de las autoras de Cumbres borrascosas y Jane Eyre a través de sus objetos, de sus libros. Los mismos libros que ostentan huellas de sus dedos y de sus manos sucias o manchadas de tinta, y en los que las hermanas escribían, dibujaban y garabateaban.

Dobladillos gastados, zurcidos

La textura del pasado, insiste Lutz, “se asienta en las pertenencias que han sobrevivido a sus dueños, se resiste a desaparecer a través de un zurcido, de los dobladillos gastados”. Y de eso, de trajes zurcidos, sabían mucho las Brontë, sin demasiados recursos, y obligadas a trabajar como institutrices al servicio de niños malcriados y padres peor educados aún.

La profesora María Porras Sánchez, traductora del libro, define El gabinete de las hermanas Brontë como “un libro híbrido: no es un ensayo académico ni tampoco una biografía divulgativa al uso, sino que se encuentra a caballo entre ambos. Además -insiste-, posee una prosa muy poética, elegantísima. Por eso este libro es único”. Único para lectores y para mitómanos como los que, cuando murió el padre de las Brontë, peregrinaron hasta Haworth y se llevaron, casi como reliquias, muebles, trajes, incluso trozos de la mismísima casa. “Esta es la ventana donde más le gustaba sentarse [a Charlotte]”, presumió más tarde un periodista que se llevó de allí un verdadero botín.

Lutz maneja muchísimas fuentes y datos, ya que ha indagado en decenas de instituciones -del Brontë Parsonage Museum en Haworth a la Biblioteca Pública de Nueva York, pasando por la Houghton Library de Harvard, la Biblioteca Morgan de Nueva York, la Biblioteca Británica, Oxford y el Museo Británico, entre otras-, que atesoran escritos, trajes, cartas y libros de las Brontë, situando cada objeto en su contexto cultural y en los momentos de su vida cotidiana. “Los objetos -subraya la traductora- son una excusa para tratar distintos temas presentes en la obra de las hermanas (la naturaleza, la situación de la mujer victoriana, la imaginación, el amor, los animales), así como la percepción general de dichos temas en la época”.

Un mito en sí mismas

Lo cierto es que las Brontë han sido objeto de tantos estudios que resulta difícil encontrar aspectos de sus vidas y de sus obras poco tratadas. “Todo en ellas despierta un interés inusitado. Son, como dijo Lucasta Miller en su momento, un mito en sí mismas, especialmente Emily y Charlotte, con una reputación que las precede y que llega a oscurecer su obra y nuestra percepción de la misma”, destaca María Porras, para quien la obra de Lutz resulta “un retrato desmitificador pero muy poderoso”.

Lutz , por su parte, explica en el libro que “a través de los ‘ojos' de materiales tan diversos como hilo, papel, madera, azabache, pelo, hueso, latón, piel, fronda de helechos, cuero, terciopelo y ceniza, se iluminan nuevos rincones e incluso habitaciones enteras de las vidas de estas mujeres victorianas.”

Hijas de un pastor protestante, Patrick, las Brontë se quedaron huérfanas de madre en 1821. Las hermanas mayores, María (1814) y Elizabeth (1815), ingresaron en Clergy Daugherts School, una institución benéfica, en julio de 1824; en agosto las siguió Charlotte (1816), y en noviembre, Emily (1818). El colegio era tan lúgubre y cruel que inspiraría a Charlotte el terrible Lowood de Jane Eyre. Allí, además, Maria y Elizabeth enfermaron de la tisis que las mató, lo que aceleró el regreso de Charlotte y Emily a Haworth. Fue entonces cuando las hermanas se aficionaron a fabricar sus propios libros diminutos, unas minirevistas, como forma de buscar consuelo y vencer a la muerte.

Charlotte comenzaba recortando 8 pliegos de unos 5 centímetros por 3'5 y luego los doblaba por la mitad. Después tomaba un trozo de papel de embalar fibroso y marrón, y recortaba un rectángulo más grande que los blancos. Este también lo doblaba por la mitad. Luego apilaba las hojas y utilizaba la marrón a modo de cubierta, para finalmente coser el doblez con aguja e hilo blanco. Así conseguía un rudimentario librito de 16 páginas, del tamaño de una caja de cerillas. Comenzaba entonces lo más divertido: copiaba en el librito un cuento que había escritor las semanas anteriores, con letra de imprenta “pero tan minúscula que resulta difícil distinguirla sin una lupa”. Los libros incluían cuentos, poesías, incluso anuncios y un índice de contenidos.

Conviene anotar que las Brontë no eran casos únicos. A finales del XVIII una joven Jane Austen llenó unos cuadernos con parodias brillantes de las novelas de sociedad que estaban de moda; la futura George Eliot compuso un fragmento de novela histórica en un cuaderno escolar cuando tenía catorce años y Charles Dodgson (Lewis Carroll) escribía revistas familiares y las encuadernaba con tapas de cartón con sus 10 hermanos.

Los diarios de las pelopatatas

Las más pequeñas de las Brontë, Emily y Anne, comenzaron en 1834 una serie de diarios en papel que explican la vida cotidiana en la casa, y la relación entre el trabajo doméstico y la escritura. Se llamaban a sí mismas las “pelopatatas”, porque ayudaban en la cocina, y lo hacían entre juegos y rimas. Durante los siguientes once años, cada tres o cuatro, escribieron en un trozo de papel (normalmente utilizaban uno cada una), por delante y por detrás y con letra diminuta, todas las minucias que habían sucedido en un día en la casa parroquial. Luego doblaban los papeles para que fueran aún más pequeños y los guardaban en una cajita de hojalata de cinco centímetros. En 1840 decidieron que tenían que ser escritos el día del cumpleaños de Emily, y en el mismo día leían los anteriores, escritos años antes. Más tarde, cuando Charlotte y Anne se fueron a trabajar como institutrices, Emily se quedó en Haworth cuidando de su padre, y se convirtió en una experta en componer versos o garabatear pasajes de Cumbres borrascosas mientras cortaba verduras, cosía o planchaba.

Lo cierto es que en muchas de sus novelas, Charlotte, Emily y Anne describen a sus personajes leyendo como una forma de escapar de situaciones difíciles. Incluso en Cumbres borrascosas, cuando Heatcliff le arrebata a Cathy los libros, ella exclama: “la mayoría están escritos en mi cerebro e impresos en mi corazón, y nunca me podrás privar de eso”.

Es posible que si la madre de las Brontë no hubiese muerto prematuramente, sus hijas hubiesen llevado la convencional vida de una joven victoriana, pero su padre favoreció sus estudios, los feroces paseos al aire libre de Emily, y fomentó que fuesen voraces lectoras, al punto de que Charlotte, convertida ya en una celebridad tras el éxito de Jane Eyre, agradecía a sus editores que le enviaran cajas de libros de autores de su misma editorial, asegurando que “los cuidaría, los mantendría limpios y se los devolvería sin un rasguño”, después de que la familia los leyera.

Manoseados y reciclados

Algunos de los libros que regalaban o enviaban a los Brontë vieron tantas vidas, comenta Lutz, “que se convirtieron en roñosos palimpsestos a fuerza de usarlos”. Según su deterioro, iban pasando por las distintas estancias de la casa: si todavía estaban bien encuadernados, reposaban en el despacho del reverendo Brontë mientras que los más manoseados y leídos se guardaban en el piso de arriba. Además, todos los hermanos (también Branwell, el único verón, pintor frustrado, opiómano y bebedor) reutilizaban sus libros como cuadernos o diarios. Todo era susceptible de ser aprovechado una y mil veces, desde la ropa al papel, los sellos, las cartas o los muebles. El reciclaje era una verdadera obsesión. La traductora apostilla que lo que más le sorprendió al comenzar a trabajar en el libro fue la obsesión victoriana por la acumulación, por el aprovechamiento, por no tirar nada... “Las mujeres -señala María Porras- tenían que mantener las manos ocupadas en todo momento, ya fuera escribiendo cartas, tejiendo, cosiendo, limpiando o recortando.

Las Brontë, como sabemos por sus objetos, siempre se traían algo entre manos, ya fuera una tarea doméstica, o un texto inacabado. A veces, ambas acciones se superponían”. Y, puestos a destacar lo más llamativo del libro, subraya la fascinación victoriana por la muerte. “Por ejemplo -descubre-, nos puede resultar morbosa la joyería capilar hecha con mechones de difuntos, aunque no era más que una manera de recordar a un ser querido en una época en que la fotografía aún no había sido inventada o apenas estaba extendida”. Así, Charlotte se hizo una pulsera de amatistas con pelo trenzado de sus hermanas difuntas Emily y Anne, y su marido, Arthur, prestó una trenza de la autora de Jane Eyre tras su muerte a un admirador. Más aún, en los archivos de las Brontë de Europa y Estados Unidos hay depositados casi cincuenta mechones asociados con la familia.

Con todo, puestos a elegir un capítulo especialmente interesante, María Porras recomienda “La alquimia de los escritorios”, donde se narra la estoica agonía de Emily “y también el proceso creativo que emplearon las tres para escribir sus obras más importantes, íntimo y a la vez colaborativo”. No es el único: los curiosos descubrirán cómo Charlotte aprovechaba el papel de cartas al límite de lo creíble, escribiendo incluso entre líneas, sus crisis cuando trabajaron como institutrices, sus colecciones detodo tipo, sus amores prohibidos...


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