Por Luis Rafael Sánchez
Babelia (Es)
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Hay libros junto a los cuales se renace. Pues desafían la sensibilidad, aguzan la inteligencia, orientan en el aprendizaje de saber quién se es. Una vez uno se sabe, conoce o intuye, una vez se atreve a ser quien es, la dificultad se sobrelleva.
Hay libros que iluminan, tanta luz derraman sobre el lector. Luz intelectual. Luz moral. Luz espiritual. Luz sentimental. ¿Luz erótica?
No. Tengo por disparatada la creencia de que amará con mayor soltura quien lea el pasaje de Madame Bovary donde Emma y León se contentan en la feliz incomodidad de un carruaje en marcha. Aparte de que Flaubert omite las zalemas genitales intercambiadas por la pareja en deferencia a la fantasía del lector.
No, a amar no se aprende leyendo, a amar se aprende amando. La negativa a ser un mero aprendiz de amante y el anhelo de sobresalir como perito en caricias estimula el aprendizaje. O así lo supongo.
También supongo que del peritaje en caricias germina un singular estilo de amar. Sin la ocurrencia de la singularidad amativa no habría sonetos garcilasianos ni dúos operísticos entre Gilda y el Duque de Mantua ni borracho en el rincón de la cantina exigiendo oír La que se fue. ¡Inciviles seríamos si viviéramos huérfanos de Garcilaso, de Verdi, de José Alfredo!
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Hay versos que acompañan para siempre. Deja que te sostenga con los dedos del sueño encarece Áurea María Sotomayor, la vibrante poeta puertorriqueña. En plan de equipaje que burla los controles de seguridad dicho verso viaja conmigo, como viajan otros de poetas en especial deleitables. Pienso en uno del español Luis García Montero que reconcilia el amor y la servidumbre: Tú me llamas amor, Yo cojo un taxi. Pienso en uno del chileno Gonzalo Rojas que reivindica la guiñada como arma de persuasión: Sería un error no amarnos.
Destaca entre los libros con los cuales sigo aprendiendo a conocerme La próxima vez el fuego, dueto epistolar de James Baldwin. Aprendiendo a conocerme y aprendiendo a conocer el mundo mixturado del cual vengo. La lectura del dueto me transformó. ¿Influyeron en la transformación el lugar donde efectué la lectura y los sucesos políticos que la enmarcaron? Acaso.
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Entonces estudiaba en la Universidad de Nueva York, pero residía a tres cuadras de la Universidad de Columbia: 600 West de la calle 113 y esquina con Avenida Broadway. Residía, pues, a minutos de Harlem, norma y paraíso de los negros según Federico García Lorca. Con frecuencia exploré aquella norma y aquel paraíso.
Entonces despabilaban la historia los sueños de justicia racial que acariciaban Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King. Unos sueños y unos soñadores liquidados, a tiro limpio, por el supremacismo blanco, esa fe obscena con feligresía innúmera.
La luz espiritual que irradia La próxima vez el fuego le dio una nueva perspectiva a mi ciudadanía racial: mulato de labios algo bembones y nariz de rancho. También me indujo a reevaluar dicha ciudadanía: abundan los compatriotas que desmienten el cultivo del racismo en nuestro país. Con sobrada razón apunta Isabelo Zenón Cruz, en Narciso descubre su trasero, libro seminal sobre el tema: El dato más original y omnipresente del racismo puertorriqueño es la negación absurda y obstinada de su existencia.
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Ojo: no fue en Nueva York, sí en suelo patrio donde me lastimó el vocabulario del prejuicio racial, disfrazado de chistoso para humillar en paz. 1. Labios bembones. 2. Nariz de rancho. 3. Pelo malo. Resté importancia a las lastimaduras, mínimas en comparación con las graves sufridas por familiares próximos. Aun así la lectura de La próxima vez el fuego me alborotó la sesera.
No hay mal sin bien. Juré contestar la indecencia que el prejuicio racial esparce, a la hora siniestra de justificarse: piel negra y sospecha son una misma cosa. Sospecha por los delitos aún sin cometer. Sospecha de ruindad congénita. Sospecha de mediocridad flagrante.
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Me enfervoriza el halo bíblico que relampaguea por el título del libro fundamental de Baldwin: la próxima vez que Dios pierda los estribos arrasará, mediante fuego, la jaula de locos apodada mundo. Me admira el rigor observado por el dueto epistolar a la hora de pormenorizar el discrimen que la abolición no abolió. Me emociona el repaso de las batallas libradas por la humanidad de piel sospechosa.
El aplomo autoral agrega veracidad a los hechos increíbles en consideración. Por otro lado, el manejo esmerado de la prosa remite a otras cartas de coyuntura diferente, pero que igualmente denuncian la afrenta y la perfidia tramitándose, a diario, en el valle de lágrimas. La que Franz Kafka le escribe a su padre Hermann, el gruñón que no cesa. La que Oscar Wilde le escribe a su amante Lord Alfred Douglas, el cabrón que no cesa.
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Escribí aplomo, pude escribir músculo moral. De significación inequívoca, dicha categoría del proceder debuta en el relato Paris- Austerlitz, de Rafael Chirbes. El relato, urdido con tino y garra que electrizan, se concentra en la agonía y muerte del deseo que juntó a dos hombres; agonía y muerte para las cuales sólo existe un remedio infalible: dar la media vuelta e irse con el sol cuando muera la tarde.
El aplomo le añade sustancia a La próxima vez el fuego. Extraigo de la Carta a mi sobrino en el centenario de la emancipación la oración capital: No se supone que aspires a la excelencia, se supone que hagas las paces con la mediocridad. Extraigo de la Carta desde una región de mi memoria la idea principal: los conflictos raciales se atenúan siempre y cuando el negro transija el arbitrio unilateral del blanco.
Faltaría más: James Baldwin no hace las paces con la mediocridad, ni condesciende a tolerarla ni a ocupar el lugarejo que el blanco le asigna. Por lo contrario, asume el desafío a los mil y un usos del abuso racial como principio rector de la existencia.
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Como Año Baldwin celebran el 2017 sus admiradores. Celebran el andamiaje libertario que sostiene su trabajo. Celebran su versatilidad creativa: novelista, ensayista, dramaturgo. Celebran su elocuencia dondequiera justipreció la negritud- el martiniqueño Aimé Césaire habilita la circulación del galicismo.
La celebración incluye el lanzamiento del excelente documental I Am Not Your Negro, del haitiano Raoul Peck. Narrado por el actor Samuel Jackson, lo inspiran las treinta páginas del manuscrito inédito en que Baldwin rememora los asesinatos de Evers, Malcolm X y King.
El post-racismo, el nuevo post, le inyecta objeciones al Año Baldwin. Algunos post-racistas alegan que la presidencia de Obama desbarata el prejuicio racial norteamericano. Bueno, la inteligencia y la distinción de Obama agrietan la indecencia de la piel sospechosa. Más, lo sucede en el cargo Donald el Impeorable, capitán del barco Trumpanic. Apenas empuñar el timón el sustentador de prejuicios improvisa otro: la piel mexicana es sospechosa, asimismo.
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El recuerdo atropella el orden. Mientras compongo estos fragmentos simples, en homenaje al libro como llave hacia la luz, me distraen unas palabras que Goethe asciende a decreto: Para hacer algo es preciso ser algo. Afín con el decreto reflexiono que James Baldwin consigue hacer algo porque es más que algo.
Lo conocí durante una sesión dramatúrgica en el legendario Actors Studio. Me invitó a la misma el chileno Luis Alberto Heiremans, becario de la fundación Fullbrigth tras estrenar en Santiago Versos de ciego y El abanderado.
Honrado en el discernimiento y el disentimiento, Baldwin me deslumbró apenas escucharlo: todo puedo resistirlo menos la inteligencia. Después, para mi suerte, junto a Heiremans y Arthur Koppit, coordinador de las sesiones, aterrizamos en El deportivo, fonda boricua cerquita del Actors Studio. Después, arraigada la simpatía mutua, nos reencontramos cuantas ocasiones supimos necesarias para ensayar una amistad radical.
¿Dato cumbre de tal amistad? Al gran James Baldwin le resultaba ajeno el yo de pecho. También le resultaba ajena cuanta actividad pudiera distanciarlo del clamor por su raza. El desglose apasionado de ese clamor transforma La próxima vez el fuego en un libro capaz de esperanzar aunque lo materializa el desamparo.