Por Mónica Alí
El Cultural
Proceden “del país que no se podía nombrar” (aunque enseguida es nombrado como “India”). Como cabía esperar dado que el patriarca toma su nombre del último emperador romano de la dinastía julio-claudia, el declive de la familia lo abarca todo. Y, en efecto, Nerón se apresura a sacar un violín apenas el momento lo requiere. Es complicado resumir la acción sin destripar la historia, así que me limitaré a decir que hay un buen número de víctimas. Tenemos asesinatos (cuatro o quizá cinco), una masacre por arma de fuego, un suicidio, y por supuesto, un incendio mortal.
La historia la narra un neoyorquino de veintitantos años, "guionista de cine en ciernes", que ve la llegada de la familia Golden como “el gran proyecto que llevaba buscando con desesperación creciente”. El joven entabla amistad con los Golden con la intención de hacer una película sobre los cuatro hombres, ya que está “absolutamente claro… que valía la pena espiar a esa gente”.
Los orígenes de la familia permanecen ocultos “durante dos mandatos presidenciales enteros”. Solamente el narrador y sus padres conocen su verdadera identidad. Son musulmanes (no practicantes) procedentes de Bombay que “huyen de una tragedia terrorista y una dolorosa pérdida”: la muerte de la señora Golden en el atentado de Lashkar-e-Taiba contra el Hotel Taj Mahal Palace and Tower en noviembre de 2008. Los motivos por los cuales la tragedia despertó en Nerón el deseo de reinventar por completo la identidad de su familia y de romper absolutamente con el pasado constituye el meollo de la historia de fondo, un misterio que acaba descifrándose cuando las vidas del clan de los Golden se descifran ellas mismas.
No obstante, la presencia principal de la novela es René. Al principio adopta la primera persona del plural y nos informa de que es “modesto por naturaleza”. Sin embargo, en la página 24 ya ha superado su timidez. Descubrimos que es el vástago de dos profesores universitarios belgas. Es cierto que René es aficionado a la lectura -tragedia griega, historia romana y ficción literaria, entre otras cosas-, pero el “tono heredado” es difícil de detectar. Hablando de las diferencias entre Nueva York y el resto de Estados Unidos, el padre de René declara: “Es una burbuja, como dice ahora todo el mundo... Es como en la película de Jim Carrey, solo que ampliado al tamaño de una gran ciudad”. La madre de René le pasa una carpeta que contiene el pasado de los Golden con todo detalle. “En la era de la información, querido, los trapos sucios de cualquiera están expuestos para que todos los vean”. Muy profesoral, en efecto, aunque surge la pregunta de por qué nadie ha buscado un poco en Google.
El narrador permite que su imaginación de cineasta vague libremente. Al fin y al cabo, no es un simple observador, sino un “imaginador”, un cocreador, por así decirlo, de la historia de los Golden. Escenas que, de otra manera, solo se podrían representar a través de un narrador omnisciente o alternando las perspectivas de los personajes, se puntúan con indicaciones como “Corte”, “Censura”, “Borrado”, de manera que René puede contarnos todo lo que tenemos que saber. A veces se nos convida a unas cuantas páginas de guión o monólogo (que se supone que formará parte del guión). Cuando dos de los personajes se marchan a Bombay, a René le gustaría irse con ellos. “Podría ser una parte importante de la historia”, se queja a su novia, Suchitra.
Todo resulta muy divertido, hasta cierto punto. René acaba convirtiéndose en un compañero tedioso, en parte debido a sus constantes referencias al cine (a veces páginas enteras), en parte a su adicción a las listas de gente famosa. Ha trabajado con “Jessica Chastain, Keanu Reeves, James Franco, Olivia Wilde”; desde el apartamento de Suchitra espía la segunda residencia de Brad Pitt; y uno de los hijos de Nerón le dice que es “más guapo” que Brad Pitt y George Clooney. René disiente, por supuesto.
Para colmo, parece incapaz de pensar en las mujeres si no es como estereotipos. En un par de monólogos, Vasilisa aparece retratada básicamente como una furcia intrigante y una bruja rusa, mientras que Suchitra es una “diosa hindú”. Cuando Vasilisa dice a René que es un “chico guapísimo” y le pide que la deje embarazada, él opina que “la oferta de su cuerpo es irresistible”, y le encanta descubrir “que estaba firmemente convencida de que engendrar un bebé exige una excitación extrema”. Suchitra es más práctica: “Penétrame ahora mismo”, le dice, ya que “es el tipo que se corre enseguida y muchas veces”. Vaya, qué suerte tiene este hombre.
René proclama, aparentemente sin ironía, que se está “haciendo famoso” por sus vídeos políticos “contra la insensibilidad de los republicanos hacia los asuntos relacionados con las mujeres”.
Los hijos de Nerón -Petronio, Lucio Apuleyo y Dioniso, como han elegido llamarse (Petya, Apu y D, para abreviar)- son personajes fuera de lo normal. Petya es agorafóbico; Apu es un pintor de talento; y D se bate con cuestiones de identidad de género, lo cual da lugar a las escenas imaginadas con más sensibilidad de la novela. En conjunto, sus líneas argumentales son potentes vehículos para hacer observaciones sobre cualquier tema, desde el arte hasta la violencia con armas de fuego, expuestas con el brío y la desenvoltura narrativa habituales de Rushdie, y el lector disfruta acompañándolo en su viaje.
El auténtico punto débil, el corazón hueco de la novela, es René. El editor compara La decadencia de Nerón Golden con El gran Gatsby, y en el texto hay más de una referencia a la obra de Fitzgerald. En consecuencia, vemos en René un paralelo de Nick Carraway, para devolver, quizá, un compás moral a los comportamientos. Sin embargo, René, a pesar de que proclama que “se conoce bien”, nunca demuestra poseer tal cualidad. Explota implacablemente su conexión con los Golden, a los que describe como “mis pasaportes a mi futuro cinematográfico”.
El narrador comete múltiples traiciones, y cuando esas traiciones amenazan con destruirlo, lo único que lamenta es no haberse otorgado el protagonismo. “No me di cuenta de que yo era el tema… No ser fiel a uno mismo, chaval. Esa es la máxima traición”. Cuando se celebran las elecciones presidenciales que enfrentan al Joker y a Batwoman (léase Trump-Clinton), René y Suchitra dibujan unas caricaturas políticas que, según proclama René (con su modestia característica), “definían la lucha”. El Joker, por supuesto, gana con “su pelo verde y brillante de victoria, su piel blanca como la capucha de un miembro del Ku Klux Klan, sus labios chorreando sangre anónima”. A pesar de (o debido a) todas sus invectivas, René no consigue demostrar que tiene alguna explicación de las causas por las cuales “más de 60 millones” han llevado al Joker al poder. Le resulta “difícil seguir creyendo en el bien al que se consagró”. Ahora bien, al lector quizá le parezca que se ha consagrado principalmente a sí mismo. A pesar de todo, es recompensando espléndidamente (empleo la palabra de manera deliberada) por sus desvelos.
Tal vez se trate de un caso que refleja con inteligencia “esta época de realidades en feroz disputa”, en la cual la moralidad de una persona es el mal de otra. Quizá no sea la novela por la que suspiramos, pero puede que sea -solo puede- la que nos merecemos.