Por Marc Bassets Ilustración Pep Boatella
El País (Es)
Emmanuel Macron, el más intelectual de los presidentes recientes en Francia, mantiene una relación complicada con los intelectuales, una institución tan francesa como la torre Eiffel o el queso camembert. Como mínimo, con los más conocidos y mediáticos. No le “interesan demasiado”: “Viven encerrados en viejos esquemas. Miran el mundo de ayer con los ojos de ayer. Hacen ruido con viejos instrumentos. Una gran parte de ellos hace años que no produce nada asombroso”.
Macron se lo cuenta a su amigo el escritor Philippe Besson en Un personnage de roman (un personaje de novela), una crónica de la campaña electoral que en mayo le llevó a la victoria. Se refiere a intelectuales como los mediáticos Michel Onfray y Alain Finkielkraut, al sesentayochista veterano, reciclado en mediólogo y estudioso de las religiones Régis Debray o el viejo maoísta Alain Badiou.
Todos tienen en común haber dedicado palabras poco amables al joven presidente. Coinciden en pertenecer a otra generación, la de los padres o los abuelos, en algunos casos. Y lo que es más significativo: pese a las enormes diferencias entre ellos, se adscriben en la tradición del intelectual que pontifica sobre lo divino y lo humano, una generación de pensadores generalmente maestros a la hora de elaborar teorías brillantes, enamorados de las volutas verbales y mentales, y poco proclives a trabajar con datos y con la realidad empírica. Este grupo y el de aquellos que, muy presentes en los medios franceses y en la industria editorial, hace unos años bautizó el ensayista Daniel Lindenberg como “los nuevos reaccionarios” contrastan con otra cuadra: la que podríamos llamar los intelectuales de Macron. No son forzosamente todos seguidores del presidente. Algunos son muy críticos con él. Y es difícil encontrar entre ellos nombres conocidos por el gran público, o traducidos a otras lenguas.
La llegada al Elíseo de un presidente con una sólida formación filosófica puede reavivar la discusión en Francia, donde la batalla política es una lucha de las ideas —desde la Revolución Francesa al affaire Dreyfus, de la Guerra Fría y las arengas callejeras de Jean-Paul Sartre a los debates sobre la inmigración y el islam—. Coincide, además, con la presencia de Francia como país invitado a la Feria del Libro de Fráncfort, que se inaugura el 11 de octubre, una plataforma para proyectar las letras francesas, que hasta hace unas décadas marcaban las tendencias intelectuales en buena parte del planeta.
Hace unos meses, durante un almuerzo en un café cerca de la plaza de la Bastilla, en París, el ensayista Frédéric Martel sacó una cuartilla y trazó una cartografía de la intelectualidad francesa en la era de Macron. Martel es el autor, entre otros libros, de Cultura mainstream y Smart. Internet(s). Una investigación (ambos en Taurus), que mezclan el ensayo con el reportaje y la claridad en el estilo con una forma más anglosajona que francesa. Es discípulo del historiador y politólogo Pierre Rosanvallon, uno de los intelectuales más rigurosos e influyentes en Francia hoy.
En un extremo de la cuartilla figuraban intelectuales de derechas (y allí estaba el superventas Éric Zemmour, estrella de la extrema derecha pop; o el propio Finkielkraut, otro viejo sesentayochista que ahora teoriza sobre la “identidad desdichada”). En el otro, intelectuales de izquierdas, como el citado Onfray —tan prolífico que solo en 2017 ya lleva publicados seis libros, uno de ellos, Décadence (decadencia), de 610 páginas— o el demógrafo Emmanuel Todd, que acaba de publicar Où en sommes-nous? Une esquisse de l’histoire humaine (¿en qué punto estamos? Un esbozo de la historia humana), otra de estas obras densas y sistemáticas —496 páginas— que en Francia se venden por decenas de miles de ejemplares.
En el esquema de Martel saltaba a la vista que la divisoria izquierda/derecha no era la adecuada para entender el paisaje. Porque la batalla de las ideas en Francia, hoy, como la política, se disputa en otro terreno. Los soberanistas contra los europeístas. Los intervencionistas contra los liberales. Los de abajo contra los de arriba, según el vocabulario de los que dicen representar a los de abajo. O los partidarios del repliegue identitario contra los de la apertura al mundo, si se prefiere usar el vocabulario de estos últimos.
Si en política tenemos a Macron contra Jean-Luc Mélenchon, líder de una izquierda alternativa que, como Macron, quiere superar la divisoria izquierda/derecha, ocurre lo mismo entre los intelectuales. Y, puesto que se identifica al presidente con el liberalismo, palabra maldita en Francia, una etiqueta posible para sus detractores podría ser la de iliberales.
Catherine Audard, autora de Qu’est-ce que le libéralisme? Étique, politique, sociéte (¿qué es el liberalismo? Ética, política, sociedad), explica la alergia francesa al liberalismo, y la tendencia a convertirlo en caricatura, por tres factores. Primero, la confusión entre el individualismo y el egoísmo, que ya detectó Tocqueville, padre fundador del liberalismo francés, y que tiene su origen en la Revolución Francesa. El segundo es el nacionalismo, que también tiene que ver con el rechazo al individualismo, con la idea de que “la nación no puede sobrevivir con individuos que sólo piensan en el interés particular”, dice Audard. El filósofo reaccionario Joseph de Maistre, recuerda, decía que el liberalismo era “un protestantismo empujado hasta el individualismo absoluto”. El tercer factor es el apego a la autoridad. “En el mundo liberal el orden social es, como describe Tocqueville, horizontal y no vertical”, explica Audard.
Las características del iliberalismo francés que apunta Audard aparecen en los “nuevos reaccionarios” que Daniel Lindenberg estudió en su ensayo Le rappel à l’ordre. Enquête sus les nouveaux reáctionnaires (la llamada al orden. Investigación sobre los nuevos reaccionarios). La seducción totalitaria de los intelectuales franceses tiene tradición: Charles Maurras es el modelo en la extrema derecha; Sartre en la izquierda. Tras un paréntesis en los años ochenta, en el que según Lindenberg se produjo una breve conversión de los intelectuales franceses a la democracia liberal, el iliberalismo regresó con fuerza con la bandera del rechazo tanto a lo que el autor llama la izquierda igualitaria como la derecha iliberal. El libro cita a novelistas como Michel Houellebecq o Maurice G. Dantec, pero también a los citados Finkielkraut o Zemmour. A muchos les une la crítica al Mayo del 68 y su herencia, la nostalgia de una Francia pretérita o el recelo hacia Estados Unidos, que ha encontrado su expresión más reciente en Civilisation, el ensayo en el que Debray intenta demostrar cómo los franceses se han convertido en americanos. El máximo ejemplo de esta americanización es, obviamente, Macron: liberal, exbanquero y europeísta, rasgos detestados por esta corriente transversal.
Lindenberg no lo cita, pero uno de los referentes de esta corriente, y uno de los más incisivos, es Jean-Claude Michéa. Culturalmente de izquierdas, intelectual antiprogresista admirado desde círculos conservadores (“a Marx nunca se le habría ocurrido inscribir sus combates políticos bajo el signo de la izquierda”, escribe), Michéa reclama ir más allá del eje izquierda/derecha. Promueve volver a “la divisoria anticapitalista que era la del socialismo, el anarquismo y el populismo originales”. Y cita a Orwell para recordar que no todo progreso es bueno, y que el “viejo mundo” no es solo el de “la guerra, el nacionalismo, la religión y la monarquía”, sino también el de “los campesinos, los profesores de griego, los poetas y los caballos”.
El estadounidense Mark Lilla constata en su ensayo La mente naufragada. Reacción política y nostalgia moderna que durante décadas el pensamiento reaccionario estuviera proscrito de la vida pública por su asociación con el colaboracionismo en la II Guerra Mundial. “Hoy vuelve a ser permisible”, dice, y cita a Houellebecq y a Zemmour, autor del exitoso Le suicide français (el suicidio francés), ambos síntomas de un malestar, un pesimismo y una nostalgia que la victoria electoral de Macron desmentirían.
No existen en rigor los intelectuales macronianos, advierte Frédéric Martel, porque, “por definición, un intelectual digno de este nombre rechazará una etiqueta tan reductiva: hablar de intelectuales orgánicos como fue el caso de Aragon con el Partido Comunista, o Max Gallo y Debray con François Mitterrand, sería un poco anacrónico”. “Al mismo tiempo”, continúa, “hay intelectuales que sienten afinidad, proximidad con Macron: son los que se han reconocido en una trayectoria que bebe de la obra de Paul Ricoeur, pero también de un cierto catolicismo social que gira en torno, pero no sólo, de la revista Esprit y en parte de la fundación Terra Nova”.
Si miramos los referentes del presidente, encontramos pensadores que, sin ser exactamente liberales, se mueven en otro terreno que el de la tradición iliberal. Destaca Ricoeur, uno de los grandes filósofos contemporáneos en Francia, fallecido en 2005. Macron trabajó para él como ayudante cuando era estudiante, y Ricoeur le dedica una amable mención en el prólogo de uno de sus últimos libros, La mémoire, l’histoire, l’oubli (la memoria, la historia, el olvido). “Emmanuel Macron”, se lee, “a quien debo una crítica pertinente de la escritura y la puesta en forma del aparato crítico de esta obra”. Cuando Ricoeur confiesa en el libro que se siente “perturbado por el inquietante espectáculo que ofrecen la excesiva memoria por aquí, el excesivo olvido por allí, por no decir nada de la influencia de las conmemoraciones y los abusos de la memoria y el olvido”, es inevitable pensar en los ejercicios de memoria histórica del presidente sobre el régimen de Vichy o la guerra de Argelia. El presidente también se sitúa intelectualmente cerca del grupo de la revista Esprit, fundada en 1932 por el católico Emmanuel Mounier, a la que Ricoeur estuvo vinculado, y en la que él mismo colaboró.
La tercera pata del pensamiento Macron —además del liberalismo y del grupo de Esprit y Ricoeur— no es estrictamente macroniana, pero comparte afinidades. Se trata del grupo creado en torno a Rosanvallon, más próximo a la socialdemocracia que al liberalismo macroniano, y a la colección La República de las Ideas, que publica libros empíricos y técnicos sobre políticas públicas, a veces más próximos de documentos de think tanks que de las grandes teorías de los intelectuales de la vieja escuela. “Los intelectuales franceses hoy son personas más especializadas, quizá más serias, quizá menos que en otro tiempo ideólogos que defiendan una especie de catequismo intelectual”, dice Frédéric Martel. “Y se ha superado también la llamada french theory de Bourdieu, Derrida o Deleuze, una generación que ya está en la historia, el siglo pasado. Los intelectuales que forjaron sistemas han desaparecido”.
Régis Debray —uno de estos intelectuales veteranos también prolífico— acaba de publicar su segundo libro del año, Le nouveau pouvoir (el nuevo poder). Plantea la teoría según la cual Macron es la expresión, ya no sólo de la americanización de Francia, como planteaba en su ensayo anterior, sino de un neoprotestantismo que infiltra las culturas católicas. Debray dedica el último capítulo a lo que llama la “generación Ricoeur”. Explica que Ricoeur, que era protestante, asimilaba la izquierda a la confrontación, la derecha a la exclusión y el centro a la negociación. Y él se situaba en el centro, como el “gran reconciliador de las tradiciones de izquierda y derecha”.
Habla de Ricoeur pero se aplica perfectamente a su discípulo más conocido, el presidente Macron.