Revista Pijao
Francesco Petrarca y la batamanta de Boccaccio
Francesco Petrarca y la batamanta de Boccaccio

Por Mario S. Arsenal

Jotdown (ES)

Cincuenta años después de que naciese el florín de oro, la divisa con la que Europa soñó por primera vez imaginar su nombre, vivió en Florencia un famoso notario llamado Pietro di Parenzo, conocido más tarde por la contracción de su nombre, Ser Petracco. Su profesión, determinada en su caso por una razón hereditaria (su padre y su abuelo también fueron procuradores), estaba relacionada con la usura y soportaba el peso de la sospecha. Aunque reportaba grandes beneficios, se consideraba un ejercicio poco piadoso. Pronto, uno o dos años más tarde, inmerso en un clima pujante y bullicioso como era aquella Florencia del Trecento, mitad política, mitad comercio, mitad artesanía, los frecuentes enfrentamientos entre güelfos (partidarios de la primacía del poder espiritual del papa) y gibelinos (defensores del poder temporal del emperador) obligaron a Ser Petracco a buscar cobijo en el Aretino bajo el signo de un indigno destierro político. Fue al calor de esas hayas, cipreses, encinas y castaños tan característicos de Arezzo donde, en el verano de 1304, nació su hijo Francesco, un joven que curiosamente vería su vida ligada al derecho por imposición paterna y que, con el tiempo, acabaría determinando los designios de la poesía occidental durante siglos. Ese joven habría de pasar a la historia con el nombre de Francesco Petrarca.

Su vida, como una constante entre genios universales, estuvo marcada por un profundo sentido de la libertad y una irrefrenable, vital pasión de vencer a la muerte. Es Ser Petracco, su padre, hombre prudente y culto, amigo de Dante (con quien compartía la adhesión a la facción blanca del partido guëlfo) y admirador de Virgilio, quien le procura una educación fornida y exquisita, orientándolo con especial interés hacia la jurisprudencia. Parecería el primer obstáculo en su carrera de no ser porque fue, en realidad, el primer impulso para que Petrarca avistase su destino. Tenía veintidós años. Antes, al auspicio del nuevo papa, el padre decide arrastrar a la prole hasta Carpentras, una comarca de la Occitania francesa próxima a Aviñón, ciudad en la que Clemente V había establecido la nueva sede del papado (estamos en pleno cisma de la Iglesia católica) y donde Ser Petracco hallaría finalmente asilo, trabajo y estabilidad para su familia. En ese momento, Francesco es enviado a la Universidad de Montpellier para que curse diversas materias, y es aquí cuando, con apenas doce años, animado por motivos administrativos a reducir su extenso nombre (que tan extraño debía parecer a un francés, o no tanto), escribe por vez primera el apodo por el que todos lo conocemos: Petrarca.

Pero un día, desde Montpellier, Ser Petracco recibe la noticia de que su hijo pierde el tiempo en lecturas caprichosas y «cosas de libros» —aquí se hallan las primeras huellas del bibliófilo inmenso en el que más tarde se convertirá el poeta—, y la reacción paterna, como era de esperar ante esta intolerable muestra de abandono por parte de Petrarca, es implacable: tira al fuego decenas de volúmenes que sin duda su hijo atesora con recelo. Salva de la pira, eso sí, y no sabemos si movido por el pudor, la devoción, el respeto o todo a la vez, la Eneida de Virgilio y la Retórica de Cicerón, que todo buen jurista debía —¿solo entonces?— conocer al dedillo. Tras esta violenta reprimenda, Ser Petracco lo envía a Bolonia, en cuya universidad conoce a Cino da Pistoia, profesor de Derecho Canónico y uno de los máximos representantes del dolce stil novo, una nueva corriente lírica compuesta por una serie de poetas dementes y revolucionarios que estaban poniendo patas arriba Italia entera, obsesionados con la galantería, el amor cortés, Aristóteles y la lengua vernácula. Del célebre estilnovista Petrarca, sin embargo, no adquiere mucha doctrina, pero sí descubre en él un sutil y decisivo deleite poético debido al entusiasmo con el que el maestro imparte sus lecciones. Estamos en la década de 1320 y el germen de la literatura echa a andar. Lo mejor aún está por llegar.

Tras la muerte del padre, Petrarca comienza a desarrollar el cultivo por la herencia literaria. Con esa clarividencia nebulosa tan propia del amor devoto, avista el valor de la literatura y es incluso capaz de intuir el sorprendente valor del libro en sí mismo, es decir, del objeto. Movido por un impulso insondable de descubrir nuevos manuscritos, encontrar códices desaparecidos o sencillamente hallar tesoros donde solo había centones, recorre Flandes, Lyon, Aquisgrán, Gante, Colonia… e incluso Lieja, donde encuentra el Pro Archia de Cicerón, todo un acontecimiento bibliográfico al que más tarde volveremos. Mientras, invita insistentemente a sus amigos a que investiguen en estantes de bibliotecas y anaqueles de monasterios, convirtiéndoles en auténticos cazarrecompensas. Solo existía una misión: encontrar libros antiguos. No es fruto de la casualidad que su privata libraria fuese la primera gran biblioteca privada de que se tuvo noticia en la Edad Media. En ella encontramos traducciones latinas de Homero, Aristóteles y Platón (comentario aparte merecería la anécdota del Timeo, del que Petrarca tenía en su haber una edición comentada por Calcidio, un cristiano neoplatónico muy considerado en su tiempo); un compendio de obras clásicas de Virgilio, Horacio, Quintiliano, Cicerón, Tito Livio, Flavio Josefo, Boecio o Suetonio; y autores cristianos como san Jerónimo, san Agustín, Casiodoro, san Isidoro de Sevilla o Ricardo de San Víctor.

Petrarca entonces abandona los estudios de Derecho y, poseído por una «sed insaciable de literatura», se abre definitivamente al mundo. Así, el 6 de abril de 1327 (que Petrarca quiso que fuese Viernes Santo pero no fue así), sufre una fulminante visión que marcará el rumbo de los acontecimientos: en Aviñón, en la iglesia de Santa Clara, arrodillada frente al altar, una mujer se halla rezando. La conoceremos por Laura. Ipso facto se enamorará de ella, pero Laura, que no ha podido siquiera devolverle la mirada, no tiene conocimiento expreso de su existencia. Arrebatado por una fulmínea admiración, Petrarca elabora todo un aparato simbólico movido tan solo por una puñalada de hambre inconmensurable, convirtiendo su vida en un monólogo de amor que acabará determinando y definiendo la obra por la que, muy a su pesar, pasará a los anales de la eternidad: el Canzoniere. Un gesto éste con el que Petrarca es consciente de estar rindiendo homenaje a Dante (creador de Beatriz como donna angelicata, fallecido tan solo cinco años antes) de la forma más hermosa que un ser humano es capaz de hacer vivo a un muerto, en este caso a un maestro, un amigo e incluso un padre: imitándolo y conociéndolo desde el reconocimiento. Esta idea, pilar toral del Renacimiento, nos permite anudar al Petrarca poeta con el Petrarca hombre, que está, a nuestro juicio, muy por encima de aquel, y es la del profeta cuya sola vida preludia el humanismo, en él siempre avant la lettre, y en este caso, quinientos años antes de que (curiosamente lejos del Mediterráneo, en Alemania) dicha palabra —humanismo— se pronunciase por primera vez en el mundo. Sigamos.

Recogida por él mismo en una epístola de las Familiares, el 26 de abril de 1336, acompañado de su hermano Gherardo, dos criados y un ejemplar de las Confesiones de san Agustín, el «cantor de Laura» asciende a una cordillera cercana a Carpentras, el Mont Ventoux. Más fatigante que fatigado, Petrarca se siente acobardado, se muestra temeroso, prefiere los tramos llanos a las cuestas empinadas, en ocasiones se echa atrás, amenaza con desistir, pero tan pronto esgrime una excusa para no tomar un camino demasiado exigente, se resuelve con decisión incierta y continúa la marcha. Si contabilizamos sus dos mil metros de altitud, estamos ante una verdadera proeza. Solo lo alienta su hermano, hombre de espíritu y cartujo que lo azuza hasta el final, culpable de que consiga llevar término la ascensión. Estamos ante un relato alegórico que conjuga ficción y realidad. Existen teorías que desplazan la redacción del texto hasta diez años más tarde; otros, por no hacer excesivo acopio de doctas conspiraciones, barajan la posibilidad de que Petrarca sencillamente se lo inventase. Sea como fuere, el poeta esboza la visión que, junto al hallazgo del Pro Archia de Cicerón tres años antes, bastaría para acabar forjando de forma definitiva el concepto de humanismo. Después, todo son mieles.

Famoso ya en Francia e Italia, en 1340 la Universidad de París le ofrece la coronación como «poeta laureatus». Se entiende que no tanto por lo que ha hecho, sino por lo que se espera de él. Es en ese momento cuando un cardenal Colonna y Dionigi da Borgo Sansepolcro (el monje agustino que le regala las Confesiones de san Agustín con las que alcanza la cima del Ventoux y a quien de hecho va dirigido el texto) interfieren en el asunto para que el Senado de Roma se sume a la propuesta. Petrarca rechaza la invitación francesa, pero, aunque no está del todo claro si la opción italiana fue una operación deliberadamente orquestada entre bambalinas, Roma acaba reclamándolo y el poeta se rinde en elogios. El legado clásico de la Ciudad Eterna representa para Petrarca el cénit de sus anhelos como hombre de cultura. Antes, para pasar la prueba con éxito, se somete durante tres días a un examen con Roberto de Anjou, rey de Nápoles y amigo suyo, y es ahí cuando ensaya el esperado discurso. Así las cosas, el 8 de abril de 1341, frente a una turba expectante apostada en la colina del Capitolio (lugar que hoy ocupa el ayuntamiento de Roma), y repleta a su vez la sala —según atestiguan las fuentes— de insignes autoridades, Petrarca pronuncia la Collatio laureationis y el senador Orso dell’Anguillara, finalmente, lo inviste con toda la pompa, el boato y los honores a los que un poeta puede aspirar: coronándolo de laurel.

Una única noticia enluta su vida: la muerte de Laura, presa de la peste de 1348 que se llevó por delante a más de la mitad de Europa. Es ahora cuando el poeta decide sublimar, como en palabras de piedra, la imagen y el recuerdo de su amada, reservándole acomodo en la posteridad entre sus Triumphi. Puede darnos una idea el Triunfo de la Muerte, cuando Petrarca relata el tránsito de Laura hacia la vida celestial y escribe lo siguiente en el verso 172: «Morte bella parea nel suo bel viso» [la muerte parecía bella en su bello rostro]. Por delante del luctuoso espectáculo de la muerte, por encima de la oscura y tirana tristeza, siempre en avanzadilla, «como ejército en formación de combate» —como diría Virgilio—, resta la hermosura. Y ésta es la lección. Pero para saber de qué se trata es necesario paladearla: es humanamente imposible decir tanto con tan poco.

Por otra parte, los doscientos sesenta y tres poemas que reunió en vida de Laura para la fase inicial del Canzoniere dan cuenta de lo mismo. Los ordenará y los entregará a Azzo da Correggio, señor de Parma, condottiero y mecenas, para que los proteja ante la amenaza de cualquier imprevisto. Después vendría el resto. En total, el Canzoniere comprendía trescientos diecisiete sonetos, veintinueve canciones, nueve sextinas, siete baladas y cuatro madrigales. Aunque Petrarca se lamenta de haber centrado tanta atención en un amor sensual, terreno y en cierto modo hedonista, cuesta creer que tildara esta obra monumental de «niñería». Quizás el título original —Rerum vulgarium fragmenta— nos ofrece un porqué. Diatribas al margen, hallamos las primeras trazas de arrepentimiento en el mismo proemio, donde el poeta se excusa diciendo que el error que ha cometido es fruto de un momento de su vida en que él era otro del que es ahora: «sul mio primo giovenile errore / quand’era in parte altr’uom da quel ch’i’ sono». A pesar de ese «primer error», Petrarca desplegará un hermosísimo exordio, cuna de belleza, regazo madre de la poesía moderna —«Voi ch’ascoltate in rime sparse il suono / di quei sospiri ond’io nudriva ‘l core»— que no solo lo hizo congraciarse con el lector, sino que terminó seduciéndolo durante más de quinientos años.

Pero hablemos ahora del remordimiento en Petrarca. Pues junto con el hecho aparentemente aislado del lamento juvenil (redactado, no lo olvidemos, ya en la senectud) persiste en él —de carácter epicúreo, como el propio Virgilio— un sentimiento que recorre toda su vida, y es la congoja que emana de la incapacidad de hacer convivir la rectitud religiosa con el deleite de la belleza. También aquí Petrarca preludia el futuro. En él, más que en ningún otro caso, sorprende la modernidad de distintas actitudes. Una de ellas es la forma de afrontar el hecho literario, que él interpreta casi como una epistemología y algo todavía más profundo si cabe: un estilo, una forma de estar en el mundo. Me refiero a la necesidad de construir un relato que lo absuelva del olvido en aras siempre de alcanzar la salvación. Un relato para el que no necesita la veracidad porque el relato mismo la instaura. Esto encontrará su materialización en las innumerables epístolas que redactó a lo largo de su vida (muchas corregidas, reestructuradas e incluso reescritas). El conflicto por el remordimiento sensual, por el contrario, se halla en una obra singular que ilustra muy bien este episodio angustioso, el Secretum, un diálogo ficticio que mantiene con san Agustín en presencia de una mujer desnuda y silenciosa, la Verdad. Al no estar destinada para su publicación, en esta obra encontramos al Petrarca más despojado de artificio (si podemos decir tal cosa, puesto que en verdad nunca lo abandonó) y a un ser humano hablando de sus fantasmas sin condicionantes, un hecho sin precedentes si pensamos que estamos alrededor de 1350.

También le preocupa, como sucede en gran parte de la literatura del Trecento, la disputa entre el vulgar, el italiano, y el estilo elevado propio de la gran literatura, de las grandes obras, del gran legado cultural, el latín. De ahí el desdén por las obras escritas en lengua vernácula. Aun así, este tipo de autocensura tampoco es nueva. Se dice que Virgilio, en su lecho de muerte, quiso quemar la Eneida. El emperador Augusto se lo impidió. También Boccaccio, instigado por las pías artes de un monje sienés enemigo de la sensualidad, tuvo accesos de arrojar a la hoguera todas sus obras profanas. En este caso fue Petrarca quien logró convencerle de lo contrario. A esta amistad volveremos más tarde. Ya veremos por qué.

Mientras, el poeta va y viene por media Europa, ofrece sus servicios a diversos señores y persigue el sosiego necesario para dedicarse sin estrecheces a la literatura: Vaucluse, Montrieux, Parma, Nápoles, Módena, Bolonia, Verona, Milán, Padua, Venecia, Pavía… Todas las cortes por las que pasa lo acogen como el buen diplomático que es. Finalmente, después de vivir un episodio abrupto en Venecia donde unos jóvenes le reprenden llamándole charlatán, dice adiós a la Serenissima tras seis años de plácida estadía y se refugia en la que será su residencia hasta el final de su vida: Arquá (hoy Arquà Petrarca, llamada así en su honor). Comienza entonces a redactar sus dos obras latinas más ambiciosas: De viris illustribus y, sobre todo, la que él consideró siempre su pieza maestra y por la que deseó pasar a la posteridad: África, un poema en hexámetros sobre la Segunda Guerra Púnica que comenzaba con Escipión el Africano y llegaba hasta la célebre batalla de Zama, acontecimiento que puso fin al poder del cartaginés Aníbal, el temible y temerario caudillo que cruzó los Alpes a lomos de elefantes y que llegó a poner en jaque a toda la civilización de Roma. Por decirlo de algún modo, Petrarca no escribía para su tiempo, sino para la eternidad. Por eso, con este poema épico pretendía, por un lado, demostrar su conocimiento de las Décadas de Tito Livio, y por otro, de largo lo más importante, legitimarse como discípulo directo de Virgilio.

Con todo, la razón de congregar hoy a Petrarca no es solo que el 19 y 20 de julio se cumplen muerte y nacimiento de este inmenso poeta, sino también otras cuestiones singulares, entre ellas, para empezar por alguna, el Camino de Santiago. Dejen que me explique. Un día, entre el año 813 y 840, un anacoreta llamado Pelayo y un obispo llamado Teodomiro (titular de Iria Flavia, hoy Padrón, un pueblo de A Coruña) acuden al rey astur Alfonso II el Casto para notificar un acontecimiento inigualable: los restos mortales de Santiago el Mayor han sido hallados. El rey se apresura e informa al papa León III. Este redacta la epístola Noscat fraternitas vestra, que anunciará oficialmente el descubrimiento de un sepulcro donde descansa el hermano de Juan el Evangelista. La comunidad religiosa se vuelca con el tesoro jacobeo y esto da inicio a una peregrinación que se prolongará en la historia hasta nuestros días. El sentido de ese viaje era, como en el resto de peregrinaciones, buscar la intercesión y el beneplácito del mártir, inundándose de su santidad a través de las reliquias. Con el tiempo, el sentido del camino ha tomado distintos derroteros. Es fácil encontrar a laicos y ateos realizando la peregrinación. Lo que antes era un trayecto guiado por el fervor de la devoción religiosa, hoy se ha convertido en un viaje de introspección espiritual desligado por completo de la tradición. Aquí aparece el segundo motivo, pero… ¿qué pinta Petrarca en todo esto? Recordemos la subida al Mont Ventoux. Con esa pequeña etapa —una etapa que por cierto hemos podido ver hasta el año pasado dentro del itinerario del Tour de Francia— el poeta inauguró ya no solo la que se dice fue la primera expedición alpinista de la historia, sino el viaje como viaje interior, el viaje como viaje hacia uno mismo, al que solo puede dar sentido el descenso, es decir: el regreso, pues regresar siempre es asimilación, reflexión, digestión. Y aún nos falta una cosa más: la amistad entre Petrarca y Boccaccio.

Su relación está ampliamente documentada. No tenemos dudas al respecto. Y, aunque merecería un capítulo aparte, se resume en una anécdota que puede despertar emociones cercanas a la ternura. Para comprender la dimensión de estas palabras, tenemos que acudir al ocaso. El 19 de julio de 1374, un día antes de cumplir los setenta años, en su studiolo de Arquá, la muerte sorprende a Petrarca como él siempre había deseado: «sereno de ánimo, sin ruidos, sin distracciones, sin cuidados, leyendo siempre y escribiendo, y alabando a Dios, y a Dios dando gracias, tanto de los bienes como de los males». En su testamento, sin embargo, aparecen tres líneas donde menciona al amigo amado, Boccaccio, al que destina «quinquantaginta florenos auri de Florentia, pro una veste hiemali, ad studium, lucubrationesque nocturnas», que traducido en cristiano viene a ser: «cincuenta florines de oro para [comprar] un sobrepelliz invernal para el estudio y las elucubraciones [investigaciones, vigilias] nocturnas». No pudo disfrutarla mucho porque murió tan solo un año más tarde, pero estamos autorizados no solo a imaginar a Boccaccio como una prefiguración medieval del freelance moderno (alguien que atribulado en la noche renquea intermitentemente de la despensa a la biblioteca, que reflexiona sesudamente sobre sus textos, que se parapeta del frío tras capas y capas de ropa raída, que lucha en un mundo constelado de agonías), sino también a creer que aquella «sobrepelliz invernal» pudo ser —La tienda en casa me lo permita— la primera batamanta de la historia. Sí, digo bien: la primera batamanta. Y todo por una amistad. No sé ustedes, pero yo no consigo sacármelo de la cabeza.


Más notas de Ensayos