Por Manuela Lopera Foto Getty Images
Revista Arcadia
Vengo de una familia de cuatro, papá, mamá, un hermano varón —cinco años mayor— y yo. Desde pequeña me acostumbré al poder que mi hermano ejercía sobre mí. Escogía de primero si había más de una opción, alcanzaba más rápido la comida y siempre se las arreglaba para asegurarse el puesto de privilegio. Por la diferencia de edades no era que le hiciera mucha gracia mi presencia, más bien yo fui una especie de mascota a la que podía mandar, molestar y hacer toda clase de bromas aparentemente inofensivas. Jugaba conmigo solamente si estaba aburrido pero siempre terminaba decidiendo que la mejor manera de divertirse era a costa de mi inocencia. Yo no confiaba en él, sabía que detrás de sus buenas intenciones venía por lo general un mal rato. Un día me ofreció gaseosa, se la recibí y apenas di el primer sorbo de ese líquido tibio y ligeramente salado, supe —por sus carcajadas—, que me había servido un vaso de sus propios orines. Como si fuera poco mis papás le creían todo a él. Mi mamá me regañaba sin derecho a réplica cada vez que recibía una queja. Harta de sus chanzas comencé a hacer justicia por mis propios medios. Terminaba siendo peor porque mi hermano me pegaba y mi mamá decía que seguramente me lo había ganado por cansona. Al final lloraba, confundida, masticando mi rabia de niña, tratando de poner orden en ese terreno de desigualdad que era nuestra relación. Descubrí que su palabra y la mía no tenían el mismo valor, que él era tomado en serio, que sus preocupaciones en todo caso eran más importantes que las que pudiera tener una ‘culicagada’ problemática y rebelde.
En la adolescencia tuvimos libertades. Podíamos salir y no teníamos que estar reportándonos a cada rato. Mi mamá trabajaba mucho, era una mujer ocupada, que estaba interesada en aprovechar al máximo sus años productivos, algo que mi papá siempre le reprochó, era machista. En silencio deseaba una mujer que se quedara en la casa, criara a sus hijos y pasara horas en la cocina. Cuando le reclamaba que nunca hacía una torta mi mamá le contestaba: “¿Para qué? ¡si las venden tan ricas!”. Ese lugar de la mamá casera no existía en nuestra vida. Nos acostumbramos a una empleada que nos cocinaba y nos acompañaba cuando ellos no estaban. Mi mamá trabajaba a la par y se propuso ganar plata, y a su manera, comerse el mundo, toda esa promesa material que estaba allá afuera no se la iba a negar nadie. Así tuvo acceso a viajes, a carros nuevos y se fue obsesionando con las inversiones. A pesar de mi rebeldía había algo que me hacía ruido en las elecciones suyas. No permanecía en la casa y tampoco disfrutaba de la vida familiar. Todo lo que parecía fascinarla estaba en otro lugar, uno al que nosotros no teníamos acceso. Yo dejé de idealizar a la familia, en el fondo añoraba un calor de hogar que sabía que existía en alguna parte, lejos de la que hasta entonces había sido nuestra casa. Fui creciendo entre una rebeldía temprana —de querer viajar y cumplir sueños—, y el deseo de sacar a la mujer en la que empezaba a convertirme sin complejos, sin culpas, sin moralismos, algo que no había sido fácil. Mi mamá se enfrentó a su manera al patriarcado que intentaba cohibirla pero ella misma era una mezcla de creencias religiosas que tampoco la dejaba empatizar con las demás mujeres. Para ella todas eran putas, interesadas y estúpidas. A los trompicones se dio cuenta de que la clave estaba en imprimirle virilidad a su vida, que necesitaba despojarse de todo lo femenino que pudiera ser considerado débil. Más tarde entendí que lo de mi mamá, más que feminismo, era más bien una forma velada de misoginia. Si quería ser alguien en la vida tenía que pensar como hombre, actuar como hombre, trabajar como hombre, sentir como hombre. Las mujeres no servían más que para reproducirse y cocinar. Ya lo había dicho Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “Está claro que ninguna mujer puede pretender sin mala fe situarse por encima de su sexo”.
Ya adulta, después de ver a mi mamá quejarse tantas veces a causa de unas menstruaciones espantosas —por la abundancia de sus hemorragias y los cólicos—, de verla sacarse la matriz y celebrar que había terminado para siempre su viacrucis —decía que lloraba por el útero—, de criticarme el tamaño de mis tetas —y luego de enamorarme, y de permitirme vivir mi sexualidad y mis deseos—, abrí sin dificultad la puerta de la maternidad, me convertí en mamá joven. Un asunto que multiplicó mis preguntas sobre mi libertad, tratando a la vez de entender la que había sido hasta entonces la relación con mi madre y la que tendría, de ahora en adelante, con mi propia hija.
Ahora, creo que me hice periodista y me acerqué a la escritura como un modo de expresar la incomodidad de ser mujer en un mundo dominado por hombres. Escribo para no dejarme arrastrar por la corriente del tiempo sin al menos haber rasguñado el musgo de la piedra y dejar constancia de que ahí sigo, resistiendo. Escribo mientras están, cada vez más presentes, las formas soterradas de la desigualdad. No puedo entender esto sin saberme parada en las márgenes, en la periferia, en aquello que me atraviesa en primer lugar. Es, como lo entendió la escritora mexicana Rosario Castellanos: “El hecho de ser mujer antes que cualquier otra cosa como la manera de concebirse a uno mismo”.
En su ensayo ‘Una habitación propia’, Virginia Woolf habló de la importancia de tener una renta y un espacio que es mucho más que físico para poder dedicarse a escribir y acaso aspirar a que aquello se convierta en arte. Habló de la mente andrógina —algo a lo que también se refirió de Beauvoir— como la fuente de convergencia de ambos universos y que sólo quienes logren equilibrar su mente masculina y femenina podrán aspirar a crear belleza, verdad.
La escritura de las mujeres es un gesto político, un ejercicio que tiene que ver con la necesidad de ponerle un freno al paso brutal de la existencia sin que seamos arrasadas, un grito de libertad, de plantarse y contestar: Yo tengo cosas que decir, o lo que es más atrevido, tengo cosas inteligentes que decir, o importantes, o necesarias o urgentes.
Un acervo literario que tiene raíces profundas en otras épocas, en las que las mujeres tenían que esconderse y algunas usaron seudónimos masculinos para poder publicar. El siglo XX —con todas sus transformaciones y procesos culturales— marcó el rumbo de las letras femeninas. Katherine Mansfield —la escritora neozelandesa modernista— es un viaje a través de la riqueza interior de la mujer. Escribió sobre la hipocresía de la clase alta inglesa, pero también sobre la compasión y la melancolía con una total exquisitez literaria— “No tema. Después de todo ¿qué tiene de particular que venga conmigo? Las dos somos mujeres”, escribió en su relato ‘Una taza de té’. Irene Nemirovsky, la escritora ucraniana de origen judío que vivió en Francia y fue perseguida por el régimen Nazi, la misma que habló sin cortapisas acerca de las contradicciones y dilemas morales de las clases burguesas de entreguerras y de la mezquindad de su propia madre, y que retrató en su novela El baile: “…en lo más profundo de su ser conservaba el sonido, los estallidos de una voz irritada pasando por encima de su cabeza, «esta niña que está siempre encima de mi» «¡Otra vez me has manchado con tus zapatos sucios!, ¡al rincón, ¿me has oído?, pequeña imbécil!»”. Las mujeres del Gótico sureño: Flannery O’Connor, Katherine Anne Porter, Carson McCullers. Doris Lessing con El Cuaderno dorado —un libro simbólico del movimiento feminista—. Después Joan Didion que en su ensayo ‘On self-respect’ habló de la necesidad de darse valor a sí misma y de forjar la integridad como una virtud que también había ponderado Woolf. Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño, Clarice Lispector, Elizabeth Bishop, Susan Sontag, la escritora húngara Magda Szabó que relató en su novela La puerta la intensa relación que tuvo con Emerenc Szeredás, su empleada doméstica. Alice Munro, Hiromi Kawakami, Rosa Montero, Hebe Uhart, Samantha Schweblin y tantas más.
Todas ellas alumbrando con sus agudas miradas el universo de lo íntimo, el malestar frente a los roles de poder, la relación con asuntos que pivotean entre lo frívolo y lo trascendental como la moda, la belleza, el peso, las dietas, las crisis nerviosas, la enfermedad, el dinero, el trabajo, el amor, el sexo. La problematización de la mamífera humana que somos, la menstruación, la maternidad, el parto, la menopausia: “La mujer, que es la más individualizada de las hembras, aparece también como la más frágil, la que más dramáticamente vive su destino y la que más profundamente se distingue de su macho”, dice de Beauvoir.
“No soy fea. Puede incluso que sea hermosa.
El espejo me devuelve una mujer sin deformidad.
Las enfermeras me devuelven la ropa y un nombre.
Es normal, dicen, que algo así suceda.
Es normal en mi vida, y en las vidas de otras.
Soy una de cada cinco, o algo así. No estoy desesperada.
Soy hermosa como una estadística. Aquí está mi lápiz de labios”, dice Sylvia Plath en ‘Soy vertical pero preferiría ser horizontal’.
Nadie como las mujeres escritoras han encarnado la crudeza del existir femenino. Katherine Mansfield con su vida nómada y a contracorriente de su época y clase social. Su exilio y su bisexualidad fueron sus proclamas de libertad. Muchas de ellas se casaron (vivieron) con escritores, incluso sobreponiéndose a sus celos intelectuales, a la natural competencia masculina. Carson McCullers, Anaïs Nin, Sylvia Plath, Elena Garro, Silvina Ocampo, Simone de Beauvoir, Joan Didion, Lydia Davis y Siri Hudsvedt. A propósito esta última cuenta en su libro de ensayos La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres la anécdota sobre la entrevista que le hizo al escritor noruego Karl Ove Knausgård sobre su biografía Mi lucha. Casi al final de la charla, la escritora, sorprendida ante la ausencia de nombres de mujeres escritoras que lo habían influenciado (sólo había nombrado a una: Julia Kristeva), le preguntó si acaso “no había otras obras escritas por una mujer que hubieran tenido alguna influencia sobre él como escritor”. “No son competencia”, le contestó. Más adelante escribe: “No creo que Knausgård piense realmente que Kristeva es la única mujer, viva o muerta, capaz de escribir o pensar bien. Más bien intuyo que para él competir, literariamente o de otro modo, significa medir fuerzas con otros hombres. ¿Es consciente Knausgård de una actitud en la que otros hombres y mujeres creen implícitamente pero no quieren o no se atreven a expresar?”. Luego asegura que Mi lucha es ante todo, un texto femenino y apunta: “¿Qué significa, a la luz de todas estas cuestiones femeninas y domésticas, que Knausgård no vea a las mujeres como competencia literaria?”.
La socióloga y escritora mexicana Sara Sefchovich en su conferencia Mujeres que escriben, afirma: “Un texto no es su autor, dicen los académicos que estudian literatura, pero las mujeres que están en los escritos, están ahí presentes en su poemas y relatos, son el personaje, son el narrador, son el autor, su literatura es expresión de sus vidas disfrazadas, reales, inventadas, creadas, en la esperanza de que el lenguaje logre configurarlas, darles coherencia, consistencia e inteligibilidad”. Sylvia Plath lo dice de nuevo:
“…Es terrible
Estar tan abierta: es como si mi corazón
Se colocase un rostro y se adentrara en el mundo”.
Ellas se fundieron en sus obras y poco importa que críticos y editores tan acostumbrados a las etiquetas, les hayan puesto el nombre de ‘monólogo interior, flujo de conciencia, novela testimonial o autoficción’ porque quizá no nos importa si el personaje se llama igual, si estuvo en ese lugar exacto, si sufrió de tal forma, todas: Harper Lee, Lucía Berlín, Emma Reyes, Piedad Bonnet o Laura Restrepo escribieron y escriben con una libertad abrumadora, sobrecogedora de sí mismas, de sus luchas solitarias, silenciosas, despojadas de todo anhelo de grandeza o de gloria. “No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo”, escribió Woolf en ‘Una habitación propia’. Ellas fueron y son mujeres que pisaron a fondo el acelerador de sus vidas, que fueron a buscar el destino con las heridas aún en carne viva.