Por Rafael Ruiz Pleguezuelos
Jotdown (ES)
En el mundo empresarial se conoce como efecto Buddenbrook la progresiva descomposición de una compañía familiar al descender la triple escalera que lleva desde los abuelos (fundadores y verdaderos artífices del hecho) a los hijos (que ya introducen la primera variable debilitadora con la llegada de yernos y nueras) y más tarde a los nietos, con quienes por lo general dicha empresa familiar es definitivamente liquidada, si no dilapidada. El término naturalmente proviene de esa delicia que es Los Buddenbrook, novela publicada en 1901 y la mejor obra de Thomas Mann con permiso de La montaña mágica. Constituye una observación minuciosa del declive de una familia burguesa y su negocio familiar, con un mimo de detalle tan exhaustivo y una exigencia tan tremenda al lector que uno tiene poco menos que dejar de hacer cualquier otra cosa si realmente se decide a leerla. Es bien conocido que Los Buddenbrook se encuentra inspirada en la pérdida paulatina de poder y patrimonio de su propia familia. De hecho, el plan inicial era que fuese elaborada a cuatro manos por el propio Thomas y su hermano Heinrich, de manera que fue concebida como una especie de testamento literario/familiar. En el momento de su aparición, supuso un retrato tan cercano del entorno de su autor que bien podría haber dado nombre a otro efecto: el efecto Mann, que puede definirse en pocas palabras como la posibilidad de arruinar la vida de alguien retratándole en una novela.
Todo acercamiento a la visión de una familia como una lenta decadencia —porque eso es en definitiva Los Buddenbrook— se queda corto si se compara con lo que realmente se vivió en el seno de la familia Mann. El escritor alemán exprimió tanto el material que encontraba a su alrededor (sus padres, sus círculos íntimos, su mujer, sus hijos) que no resulta exagerado afirmar que durante grandes etapas de su vida una de sus grandes ocupaciones fue ser testigo de cómo esa materia que le era tan preciada sobre su escritorio se descomponía. La incapacidad de Mann —o ausencia de interés, según lo severos que queramos ser con su figura— para transformar y disfrazar algo las vidas de los que le rodeaban le hizo perder no pocos amigos y, sobre todo, resultó una plaga de infelicidad para su familia. Andrea Weiss, autora de un libro interesantísimo sobre los Mann llamado significativamente In the Shadow of the Magic Mountain, lleva este gusto del autor de La muerte en Venecia por la copia del natural a los territorios más íntimos que uno pueda imaginar, incluyendo el incesto (siempre hubo un runrún incestuoso entre Katia, la mujer de Thomas, y su hermano Klaus) y la homosexualidad oculta (del propio Thomas Mann, de algunos de sus hijos).
En realidad, el gran problema de Thomas Mann al respecto era el mismo de tantos y tantos genios literarios: que si les daban a elegir entre arte y vida, siempre elegían el primero. La consecuencia fue la que imaginan: triunfó en el arte, pero en lo personal dejó tras de sí una auténtica sima de dolor, como si se tratara de un huracán de infelicidad ante el que resulta imposible defenderse. La mejor definición impresionista sobre la ególatra —y sin embargo débil— personalidad del autor de La montaña mágica que he leído es la que nos regala el crítico Marcel Reich-Ranicki, cuando nos dice que «Mann era sensible como una prima donna y vanidoso como un tenor».
Si en ese primer éxito de Los Buddenbrook Thomas Mann miró hacia la parte alta de su genealogía, contando con poco disimulo parte de la historia de sus padres y abuelos, a partir de ese momento el alemán buscaría inspiración en la dirección contraria: la familia que él mismo había formado con Katia Pringsheim, con quien tuvo seis hijos, y a los que a lo largo de su vida trató de una manera escandalosamente desigual. Cuando era preguntado por el hecho, Thomas Mann se limitaba a decir: «Cuando tienes seis hijos no puedes amarlos igual». Así las cosas, la casa de los Mann se convirtió en una lucha perenne de los hijos para ganar el afecto del padre. El amor parecía repartirse de la siguiente manera: Katia prefería a Klaus, su segundo hijo, quien paradójicamente era el más despreciado por su marido. Por su parte, Thomas tenía dos favoritos: Erika, la mayor, y Elisabeth. Los otros tres no gozaban del favor de uno ni del otro: simplemente estaban allí. He leído en alguna parte una anécdota de Erika bastante reveladora al respecto: a causa de las restricciones ocasionadas por el desarrollo de la segunda gran guerra, un día los Mann encontraron que en casa no tenían más que un higo para repartir. Entonces su padre, en lugar de dividirlo equitativamente o sortearlo entre todos, se lo ofreció solamente a Erika. La mirada recriminadora de sus hijos provocó que Thomas Mann diese una explicación al respecto, que al parecer fue: «Es bueno que los hijos de uno se acostumbren cuanto antes a la injusticia». En la última obra del autor de Lübeck que he leído, un librito autobiográfico llamado Relato de mi vida (1), el Nobel zigzaguea cuanto puede para presentar su familia sin hacer mención a tres de sus hijos. Solamente hay presencia en el texto de Erika, Michael y Elisabeth. En cualquier otra persona puede tratarse de un olvido en el transcurso de la redacción, pero en un escritor de su altura no es difícil presumir que la cuestión está previamente bien medida y pesada.
Aunque todos los hijos de Mann escribieron de una manera u otra, solamente dos de ellos llegaron a gozar de amplio reconocimiento: el problema familiar que este éxito desató fue que lo hicieron los menos queridos: Klaus, quien tendría bastante éxito como novelista, y Golo, que con el tiempo se convertiría en historiador de gran fama y probablemente la persona que más —y mejor— supo apartarse de la sombra de su padre. La frase más escalofriante que conozco de Klaus al respecto de la influencia negativa del padre sobre ellos y ese efecto Mann al que antes me refería es aquella que dice: «¿Saldré algún día de su sombra? Los grandes hombres no deberían tener hijos». Las obras de Klaus son accesibles y fáciles de leer, y en su época gustaban porque introducían ingredientes tales como la sensualidad, la peripecia o el cosmopolitismo, que resultaban muy atractivos para la los lectores. Mephisto, de 1936, es su pico creativo y una novela a la que merece la pena acercarse. En su época, la rivalidad entre Thomas y su hijo Klaus trascendió los límites de la casa familiar. Existe una viñeta de humor gráfico de un periódico de aquellos años en la que podemos ver una caricatura de Klaus frente a su padre, y en la que podemos leer: «Se me ha dicho, papá, que el hijo de un genio nunca puede ser un genio. ¡Entonces tú no lo eres!».
La publicación por parte de Thomas Mann de Desorden y dolor precoz (1925) abriría una primera brecha en la familia que había formado con Katia Pringsheim: en ella retrataba de manera bastante fiel —y nada halagüeña— a sus hijos. La obra se cimenta sobre una construcción perversa: un docto profesor observa con sensación de superioridad y distancia el transcurso de una fiesta organizada por los hijos, que se revelarán como unos seres superficiales e incapaces de repetir glorias del pasado. En el interior de la familia Mann la obra fue obviamente mal recibida: el dolor de sus hijos por aquel libro narrado por el catedrático Abel Cornelius (un mal disimulo del propio Thomas Mann) se dividió entre los que sufrieron por cómo fueron retratados en la obra (su hijo Klaus, descrito como un sujeto frívolo e inservible, o Erika, como una chica con cierto brillo pero a la que uno no debe tomar en serio) y los que sintieron un dolor similar por ser tan ignorados por su padre que ni siquiera habían sido merecedores de obtener una porción de tinta en la obra (Golo y Monika, que eran absolutamente invisibles en la estructura familiar).
Aparte de su hijo Klaus, el otro personaje que en vida intentó hacer sombra al gran Thomas Mann no fue un hijo, sino su hermano Heinrich. Al respecto hay que tener en cuenta que en el periodo de entreguerras la fama de ambos hermanos se encontraba bastante más pareja. La sombra de Thomas Mann no cesa de oscurecer todo lo demás, y cada década que pasa la fama de ambos parece una de esas carreras de caballos en la que el ganador saca otro cuerpo al perseguidor cada pocos metros. Después de escribir mucho y bien, Heinrich prácticamente es recordado de manera exclusiva por su obra El profesor Unrat, y solo porque fue adaptada bajo el nombre de El ángel azul, esa primera película sonora del cine alemán que puso en el firmamento a Marlene Dietrich. No obstante, Heinrich siempre me ha parecido un autor equilibrado, bien asentado en la convulsa historia que le tocó vivir. De todas las grandes frases que he leído de él me quedo con su definición de la fama como «una comprensión equivocada de una persona, que se hace popular», afirmando que «No existe ningún genio fuera de las horas de trabajo». Su hermano Thomas sería un personaje mucho más amable para la historia de la literatura si hubiera aplicado para sí alguna de las frases sobre la fama y la gloria de su hermano Heinrich. Los cruces de cartas y escritos públicos entre ambos hermanos, cargados de pullas y críticas, fueron un constante entretenimiento para la intelectualidad de la época, que podía divertirse prácticamente cada semana con algún episodio más del folletín Mann. El citado crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el origen de la aversión de Thomas Mann hacia su hermano en el hecho de que Heinrich tuviera una actitud sexual plena, sin dudas, mientras que Thomas vivió una homosexualidad reprimida que le consumía por dentro.
Una de las cuestiones que más me han confundido siempre sobre la figura de Thomas Mann es el hecho de que el autor alemán pareciera plenamente consciente de cuanto ocurría a su alrededor, bueno o malo. Era capaz de percibirlo, analizarlo, ponerlo por escrito, pero después no movía un dedo para resolverlo. Cuando su hijo Klaus intentó suicidarse por primera vez y fue hospitalizado por ello, Thomas Mann no acudió a verle. El 1 de enero de 1949, Klaus escribió en su diario: «No deseo sobrevivir este año». Cumplió su deseo: poco después se quitó la vida. Thomas Mann escribió en aquellos días sobre el suicido de su hijo a otro gigante de las letras alemanas, Hermann Hesse, mostrando una de esas gélidas reflexiones en las que aparece perfectamente consciente del influjo que ejerce sobre sus hijos y que te dejan sin palabras: «Esta vida interrumpida daña mi mente, se graba en ella con fuerza. Mi relación con él fue difícil y no sin sentimiento de culpa. Mi vida le colocó en la sombra, desde el principio». Thomas Mann se encontraba realizando un ciclo de conferencias cuando Klaus se quitó la vida. No canceló ninguna de ellas. Continuó con su agenda y dejó que su hijo fuera enterrado por algunos amigos, con la única compañía familiar de su hermano Michael, que se encontraba razonablemente cerca del lugar en el que Klaus había decidido quitarse la vida por mera casualidad, pues en aquel momento giraba con una orquesta sinfónica. Tocó la viola para su hermano muerto mientras el ataúd descendía hasta tocar la tierra.
(1) Publicado en España este mismo 2017 por la editorial Hermida, junto al texto de su hija Erika llamado «El último año de mi padre».