Por César Rendueles
El País (Es)
A finales del siglo pasado, el impacto de la tecnología digital en la difusión de los productos culturales y en los mecanismos de remuneración de sus creadores y mediadores fue recibido de forma muy diversa por los diferentes afectados. Básicamente, los autores y los pequeños productores pronosticaron con acierto sus inminentes problemas de subsistencia. Las grandes empresas también comprendieron rápidamente que se abrían inmensas oportunidades de negocio que pasaban, eso sí, por un despiadado proceso de concentración monopolística. En cambio, la izquierda sofisticada, con su clarividencia habitual, pensó que la revolución digital era una gran noticia pues anunciaba la muerte del “mito romántico del autor”.
Desde esa perspectiva, la cultura occidental estaría corrompida por una especie de culto a la personalidad artística que infravaloraría la dimensión colectiva y granular de los procesos creativos. La industria del entretenimiento habría empleado y acrecentado esta idolatría a través de la publicidad. De modo que el anonimato y la creación colectiva serían subversivos y desmercantilizadores. El hecho de que la organización más distintiva del capitalismo sea la sociedad anónima o de que existan muchos procesos culturales colectivos normalizados en los que la autoría desempeña un papel menor —los guiones de las series de televisión, la programación de videojuegos o la redacción de periódicos— fue desechado como una objeción menor. El presente de la creación ya no pasaba por la búsqueda de formas expresivas renovadoras. Ahora los artistas tenían que hackear sus condiciones de producción para disolverse en el neuromagma. Los novelistas debían tirar a la basura sus retratos de Proust y comprarse una máscara de Guy Fawkes. Rilke, pírate con tus angelitos: somos legión.
Uno de los experimentos más exitosos de esta, seamos generosos, tendencia fue el colectivo italiano Luther Blissett, que en 1999 publicó Q, una novela histórica sobre las sublevaciones protestantes del siglo XVI que se editó con una licencia Creative Commons. Al año siguiente, Luther Blissett se convirtió en Wu Ming y bajo este nombre el colectivo escribió 54, Manituana, Altai y, ahora, El Ejército de los Sonámbulos, una novela coral ambientada durante el Terror de la Revolución Francesa. Como el resto de obras de Wu Ming, El Ejército de los Sonámbulos es una contrahistoria literaria que aspira a dar voz a los subalternos: celebra la reivindicación jacobina de la democracia radical al tiempo que plantea sus límites, en especial por lo que toca al papel de las mujeres en el proceso revolucionario, todo ello adobado con referencias cultas a Mesmer y los orígenes de la psiquiatría moderna.
A veces se dice que Cincuenta sombras de Grey es porno para quien se avergüenza de leer porno. Se podría pensar que Wu Ming hace novelas históricas para quienes se avergüenzan de leer a Pérez-Reverte (El Ejército de los Sonámbulos deja poco espacio para la ambigüedad: directamente se abre con una cita de Foucault). Pero, sobre todo, ¿en qué medida corroe la autoría un colectivo literario con nombre de grupo de gansta rap que, además, publica discos de rock, participa en espectáculos artísticos y hace giras de promoción propias de Grateful Dead? ¿No recuerda todo esto, como en el caso de Banksy, a una inteligente operación de marketing?
El elogio de la multitud anónima también ha tenido vehementes expresiones en el campo de la filosofía política, en especial desde que Toni Negri le explicó a la izquierda que las rupturas sociales y políticas asociadas a la globalización neoliberal eran, en el fondo, el anticipo mismo de un poscapitalismo desterritorializado y rizomático. Pero Negri es un tímido keynesiano comparado con el Comité Invisible, un colectivo francés que surgió a partir de una revista llamada Tiqqun creada en 1999, el annus mirabilis del general intellect. Tiqqun parecía el diario del sobrino adolescente de Debord y cuando, en 2007, algunos de sus autores publicaron, ya como Comité Invisible, un breve texto titulado La insurrección que viene no defraudaron: se trata de una monumental empanada de anarquismo posobrerista neorrural que traía de regalo el lote premium posestructuralista (Deleuze-Badiou-Lyotard-Agamben). El texto tuvo cierta repercusión y el éxito les sentó fatal a sus autores, un poco como esa gente que empieza a drogarse y salir de fiesta a los treinta y muchos. En 2015 publicaron A nuestros amigos, un libelo con delirios de grandeza en el que se autoproclaman líderes mundiales de una especie de Club Bilderberg de las casas okupas.
Dos años después tienen un berrinche: el mundo no les merece porque no se les parece. Así que en Ahora se dedican a echar una bronca a todos los pobres idiotas que piensan que es una buena idea hacer asambleas en plazas, participar en sindicatos, oponerse a la troika, luchar contra los desahucios, participar en una cooperativa, defender la sanidad pública o crear candidaturas municipalistas. La política, al parecer, no tiene que ver con nada de eso, más bien es “lo que surge, lo que conforma un acontecimiento”. Vamos, que hay que dejarse de chorradas e ir a lo importante, o sea, “el retorno a la tierra, la ruina de toda puesta en equivalencia, la restitución a sí mismas de todas las singularidades, la derrota de la subsunción, de la abstracción, el hecho de que momentos, lugares, cosas, seres y animales adquieran todos un nombre propio, su nombre propio”.
Los autores del Comité Invisible se imaginan peligrosos y audaces. La verdad es que resultan cursis, como casi siempre lo es la reivindicación vitalista de la autenticidad y el nihilismo antiinstitucional que entiende la política como un “gesto”. Tal vez un buen argumento en defensa de la autoría tradicional es que fomenta, si no la responsabilidad intelectual, sí al menos un cierto pudor que la multitud destituyente necesita como agua de mayo.