Por Juan Laxagueborde
Página 12 (Ar)
Literatura argentina y política es un libro desorganizado para intervenir en la información circulante del lector argentino. Es un libro importante. Esto quiere decir que cuesta hablar de él, pero también que leerlo es leer a David Viñas en todo su volumen. También es un libro mítico, porque siempre se puede decir algo más. La estructura fue escrita hace sesenta años. Desde ahí y hasta la muerte de su autor los textos que lo componen se fueron transformando. El libro tuvo cinco ediciones, ésta es la sexta. Los pequeños o grandes cambios que fue sufriendo a lo largo del tiempo indican una variable de acero y otra de arena. Las constantes y las variaciones. Es que, en primer lugar, Viñas es un mitólogo; define, deja cerrados ciertos juicios y ciertas imágenes que considera inevitables para crecer desde ese escalón, para hablar para siempre desde ahí. En algún momento tiene que parar de leer algunas cosas para leer otras. Entonces, en segundo lugar esas otras cosas que lee se acumulan con la vivencia anterior, la trastocan. Hacer algo nuevo con lo establecido en el corazón y en la conciencia es una tarea difícil, porque o bien puede costar la contradicción que invalide cualquier posibilidad de respeto o bien la certeza de no saber por dónde pueden aparecer los cambios de viento -la certeza de la paranoia. La paranoia es también, como alguna vez dijo Lacan, “la búsqueda de la verdad”. Viñas pone la pica en la generación del 37 (Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mármol) para ondular entre épocas, presidentes, crímenes, plebeyismos y modas. En la otra punta está Rodolfo Walsh, tal vez lo último que Viñas leyó con apuro, para poder decir “si me apuran, Walsh es mejor que Borges”.
Fue un personaje de otra época. Un hombre extraño. Quién sabe no fue un loco en la estela de la locura como lo único verdadero. A veces era demasiado viril en sus diagnósticos. La “hombría” puede ser un arma de doble filo. No hay personas como Viñas ya, pero porque el tiempo pasa. Los rasgos y el estilo de ciertas personas son finitos, se los llevan a la tumba de su época y queda el aire de la leyenda. La crítica literaria (si sirve para algo expresarla como una sola cosa) ya casi no tiene como horizonte colaborar con el entendimiento de las cosas porque lamentablemente no nos damos cuenta qué queda por entender. Tampoco Viñas era un Crítico Literario, no creía en los “campos” del saber, sino que creía en la curiosidad complementada con el trabajo de escritorio. Ahora quedan en general especialistas, coleccionistas de diarios, filólogos o los que agregan minucias a la historia de las ideas, pero no hay ya redentores autoproclamados ni hay Tarea. La definición de crítico tiene que hacer ingresar a esa definición todo lo naturalizado de la jerga y de los esquemas desde los que el propio autor, el propio decidor, dice. En sus lecturas oblicuas de la literatura, y en su desconfianza con respecto a “la comunión de todos los santos” que propala la comodidad de las instituciones, Viñas fue un crítico.
Los millenials (esa manera de llamar a algunos veinteañeros actuales que aman todo lo que hay, entonces aman de una manera sospechosa) saben que Viñas es importante, pero lo ven como un figurón, un bronce, una antigüedad ideológica rara. Un poco está pendiente en ellos y otro poco los aburre de solo pensarlo, así de histérica es a veces la unión entre la tradición y la vanguardia. Pero van a ser sus lectores de ahora. Cuando lean este libro, obligados por las instituciones o lanzados a un rapto de curiosidad anacrónica, van a poder decir que en algún momento había gente que no podía parar, como Viñas, que ejercía funciones de comentador al que la cabeza le hervía, que subrayaba el diario mientras lo leía, que le otorgaba a la vida el título de drama en el que había que hacerse un poco el malo y otro poco el desentendido. ¿Para qué entonces hay que leer este libro? Para experimentar la lectura en sobrerrelive, para tocar las hipótesis y enfrentar los laberintos del crítico que no solo quiere contarnos la historia argentina de la literatura, sino que se entrega a un método como quien se entrega a un chamán: hay que dejar que cale la humillación, aceptar la pequeñez. Poder estar ahí para rever las estructuras de nuestro sentimiento a través de la materialidad de los libros que inventaron un país después de inventar un enemigo. Luego combinar un poco de ignorancia y otro poco de estrategia de supervivencia para decir lo que se quiera decir. Supongo que generalmente los verdugos somos nosotros mismos. Viñas hizo siempre algo con el resentimiento, formando tridente con sus contemporáneos Oscar Masotta y León Rozitchner. Los tres también perseguían este amuleto hegeliano: “todo pensamiento es pensamiento de algo”.
Nació hace mucho tiempo y murió hace pocos años. Nuestra época es todavía un poco la suya. Era hijo de una madre que murió joven y tenía, parece, la buena vibra anarquista de construir desde un amor impiadoso a la Justicia. Su padre trabajaba para el Poder Judicial, era juez, un radical yrigoyenista que aparece en varias historias sobre la violencia que el Estado ejerció para garantizarse que este país dejara ser un hervidero, aunque lo siguió siendo. Bien se puede arriesgar entonces que Viñas era hijo de la pregunta por la violencia, las jerarquías, las instituciones y la legitimidad de los títulos. Compartió pupilaje y colegio secundario -el Liceo Militar- con Alfonsín y Videla. Escribió novelas por encargo bajo el seudónimo Pedro Pago. Fundó con su hermano y su cuñada la revista Contorno, la primera revista de jóvenes que no querían serlo por considerarlo una cursilería, la primera revista de heterodoxia política y literaria que abominaba de las vanguardias estéticas. Fue fiscal radical en 1952 y acompañó hasta el pasillo de la habitación del hospital la urna donde votó Evita. Fue presidente de la FUBA, esa sigla que no se sabe bien qué tiene para decir hoy. Ganó mucha plata escribiendo guiones de cine y obras de teatro. Se exilió. Dos de sus hijos continúan desaparecidos. Se mudó decenas de veces, digamos que abandonaba todo a fuerza de sostener los libros que había que leer. “Lo que hay que leer” es la expresión que se utiliza generalmente a la manera de una advertencia, la llave a algún lugar, el atajo hacia una especie de certeza que nadie todavía pudo comprobar del todo. No solía irse de viaje y menos de vacaciones. Pensaba índices de libros e imaginaba sumarios de revistas con fruición. Fue candidato a Intendente de esta ciudad, sumándose al linaje del diputado Bromosódico o de Macedonio -es decir, al linaje ácrata bromista. Hacía de Buenos Aires, o más bien del centro de la ciudad de Buenos Aires -como Juana Bignozzi- su teatro y su gabinete. No vamos a decir que amaba los bares porque mucha gente amaba los bares. Los bares eran -junto con bibliotecas o librerías de usados o archivos añosos- su espacio genérico para la investigación, lo irreductible de la vida. ¿Un escritor que trataba de unir lenguajes disipados por la práctica social? Pero también era un intérprete anarquista de la literatura como caja mágica del poder. También era un erudito en pormenores culturales, urbanos, de vestidos, etcétera. Todo significaba. Cuanto más normal, mejor, más información escondida.
En 1954 se agarró a piñas con los surrealistas de la revista Letra y Línea que adulaban a Oliverio Girondo en el restaurant Edelweiss, donde todavía se puede cenar pagando bastante plata, aunque la aventura lo valga por la melancolía del predio. La historia aparece como un chisme más en el Borges de Bioy Casares. Viñas vuelve a aparecer, pero esta vez sin “un tal”, sino directamente como si su apellido fuese conocido: “Borges dice que a David Viñas lo llaman Viñas de ira, por las trompadas que pega”. Sin fundamentos podríamos preguntarnos qué valor le daba Borges a eso, qué era para Borges un escritor que pegaba trompadas. ¿”Masculinidad”? ¿Juvenilismo? ¿Honorabilidad? ¿Barbarie? ¿Cierta creencia o seriedad en el rol de escritor combativo? Los chistosos que cenaban todas las noches y cuchicheaban pavadas y genialidades también se tomaban muy en serio. Borges estaba más consustanciado con las contradicciones sea cuales fueran, más cerca del derretimiento libertario. Bioy, no; pensaba en las mujeres y en servirse una copa de brandy más. Pero Borges y Viñas están condenados por la historia de la lectura a ser leídos en el reino de la antagonía y esa marcación puede ser injusta. Juntarlos no es negarlos sino intentar que aparezca la forma social del personaje público como simulacro. Son dos exagerados. En la exageración los dos se tocan y eso los vuelve “personajes”. David Viñas tenía la actitud de un personaje y, como a Borges, es difícil imaginarlo en una actitud no estereotipada. María Moreno escribió que hacia lo que quería, que “no era grupal”. Es que muchos lo tienen por escritor “comprometido” y era más bien un monologuista, era un individualista de izquierda con mucho de la amargura constructiva anarquista. Un caprichoso, eso lo vuelve de una izquierda rara o lo vuelve un género en sí mismo.
Viñas fue pocas veces a la televisión y sus acotaciones fueron precisas y demoledoras, como cuando se quejaba de que unas estatuas de cartón que ilustraban la escena del programa sobre libros Los siete locos, no tuvieran cabeza, justo donde está toda la locura. En los años donde la televisión daba un giro a esta altura insalvable se encontraron en un canal de cable olvidado David Viñas y la entonces senadora Cristina Fernández. Es una conversación corta pero bien vale todas estas vueltas que di para llegar a contarla. Se puede encontrar en internet. Un día del año 2000, quien luego sería presidenta, se entusiasmaba en cámara interpelando a los apolíticos -imagino: desde los “Km 501” hasta los amantes de Daniel Hadad- de aquellos días a intervenir en política aun fundando sus nuevos partidos. Viñas le achaca optimismo, un “optimismo que me desborda, desde ya”. Pero la futura presidenta insiste: “claro, soy optimista, por eso estoy en política, para cambiar las cosas”. Viñas: “y yo soy pesimista, soy crítico, mi deber es ser pesimista”. En esto se deshace la pequeña charla a cuarenta centímetros de distancia. Pero al pasar encontramos una frase de Viñas, mal tomada por el micrófono, mal oída. Dice Viñas, ante ese “cambiar las cosas” de Cristina: “¿y Usted cree que yo no?”. Poco que agregar a la paradoja de la escena. Solo cierto componente humorístico, trágico y por qué no enciclopédico.
Los juicios de Viñas siempre estuvieron al borde de la exageración, como si toda crítica fuese la exaltación de los rasgos para poder ver más allá -aunque en él sería “más acá” ¿Qué habrá estado primero en Viñas, la vida política que siempre termina en el drama o el drama -cualquiera de ellos- como origen difícil de todas las cosas? En estas contradicciones Viñas se complica la vida e inventa conceptos mientras inventa estilo, con un agregado clave: el ejercicio del historiador que apila documentos, papelerío y mapas. Viñas defiende a la crítica como un trabajo concreto y al ensayo como su método no estructurado. Las personas son el índice para distinguir una época de otra. Condensan la historia que no se mide en ellos sino a través de ellos. Son actores sociales atravesados. A la manera de Max Weber, sujetos en los que se incluyen rasgos marcados para pensar a través de arquetipos. Viñas podía biografiar o imaginar vidas manipulando -montando- el conjunto de una vida para zamarrearla hasta que caigan tanto los dones como las penas, las rarezas como los privilegios implícitos.En sus novelas, en sus obras de teatro y en sus ensayos críticos Viñas prefiere empezar por el escritor o el héroe para llegar al cimiento de las estructuras. Masotta, por ejemplo, terminó pensando al revés y decía que “las personas no han esperado nunca a los artistas para generar significaciones”.
Escribía como hablaba. Marcaba puntuaciones, itálicas y negritas con su gestualidad. La sintaxis tenía que confundirse con los gestos del que escribía. Es difícil de explicar, pero hay momentos de este libro en donde escribe a la manera del que arquea las cejas, por ejemplo. Tenía también un bolsón de palabras de las que se había apropiado y a las que usaba como ingrediente de su cosecha: ademán, considerable, fachada, jadeo, benemérito… Buscaba la actitud más moderna que se pudiera, la más histriónica de las afirmaciones. Era un docente teatral que aceleraba la tradición de la teatralidad en el aula. Era una persona desbordada. Alguien que parecía no aguantarse a sí mismo, pero que aguantaba el mundo. Si la vida se trata de aguantar, Viñas fue un trágico. La vida era el proceso por el cual la frontera entre las personas y las cosas iba perdiendo su espesor lo más rápido que se pueda. Tuvo sus picos de optimismo y sus pozos de escepticismo. “No aguantó”, dijo una vez de un compañero suyo que se había suicidado. En la línea curvada que une estas dos extremidades está el verbo aguantar como resistencia corporal y psíquica a los fantasmas que nos rodean y que evadimos, o que intentamos espantar: la familia, la ciudad, la generación, la biblioteca, la lengua, el Estado, los gobiernos, el canon. Vivir es negar no tanto en términos de ignorar sino de incorporar. Una dialéctica abierta, sin tercer momento. Viñas entendía todo y no podía consigo mismo, porque el cuerpo puesto en la apuesta crítica de un mundo trabado fue derrotado. Eso lo volvió un crítico de la tragedia.
Literatura argentina y política es entonces la historia argentina de la violencia a través de la literatura, que entonces tiene una función confesional, inconsciente. La tónica inicial del libro establece la manera en que los escritores contra Rosas constituyeron un liberalismo necesario, un acelerador (Mariátegui decía “Perú no tuvo su Sarmiento” y Viñas parece haber establecido casi todas sus reflexiones desde esa sentencia) que luego tendrían que frenar por susto ¿A qué? a la propia lógica de su propio destino, “la crisis de la ciudad liberal”, del momento cosmopolita que los propios liberales habían fomentado. Las banderas rojas y negras venían dentro de un caballo de Troya. La catarsis de esta crisis se mide en Mitre o en Roca, en ellos estará la clave de que el hombre civil es el más bárbaro de todos. En ese punto el ilustrado convive con el cuchillero valiente de lo nacional, con el político, con el policía de su clase. El triunfo de la ciudad letrada a través de sus portavoces es la naturalización de que la violencia siempre es de la barbarie. Viñas teatraliza el modo en que queda constituida la nación, que se regirá de ahí en más por el “comensalismo”, esa mesa ejecutora oligárquica donde los jóvenes se convierten en jefes del país. Personas que viven cenando y brindando no por cambiar sino por mantenerse en el sistema de la moda; es Mansilla el índice más importante de este problema. Hay también cachetazos para el lado progresista, incluso. El siglo XIX también permea en el reino de las escrituras modernistas y Viñas juzga hasta los más ostensibles escritores de izquierda o anarquistas como “magnánimos” que “denuncian una literatura social desde su propia tabla de valores”. Son los años treinta los que rompen con la hegemonía de los comensales que se pasaban entre sí el testimonio. Pero aunque ya no tengan tantas bancas en el congreso y vayan a estar más escondidos o arrinconados, van a seguir afectados a esa manera extraña de la atracción pública: las mesas redondas.
Tal vez el libro que concentra las hipótesis más importantes de Viñas sea el Martín Fierro, que encarna una contradicción: la paradoja de la idea humanista que funda la Argentina y que termina en el darwinismo social, en la generación del ochenta, en el higienismo y años después en la ley de residencia. El libro de Hernández tiene por un lado toda la épica romántica del que se sale de su comunidad para salirse de sí y conocerse, pero que termina reintegrado a los “valores” y “las esencias” del país entendido como sacrificio. El Martín Fierro tiene entonces todas las potencias y los fracasos del siglo diecinueve. Por eso el Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian, le suma dadaísmo (arbitrariedad) a estas lecturas, que ahora quedan engordadas, que se complejizan para bien. Katchadjian logra que el Martín Fierro sea un catálogo de frases igualadas, simétricas, una fuente de versos para empezar por algún lado a pensar un territorio en el hecho de poner algo donde no debería ir. Un cantoral de donde cada uno saque epígrafes para pensarlo todo, porque la ida y la vuelta, la revuelta y la claudicación, el crimen y el castigo, constituyen al Martín Fierro y a esta nación. Este es el diagnóstico que comparten Martínez Estrada y Viñas sobre lo que se espera de un país y lo que en él se termina por hacer.
Justamente son Hernández, Arlt y Walsh a quienes Viñas rescata para el lado bueno, los que demarcan la liquidación del gaucho rebelde, del inmigrante anarquista, del obrero subversivo y del intelectual heterodoxo; habría que agregar al propio Martínez Estrada, a Deodoro Roca y a Juan Bautista Alberdi también, que son reivindicados en este libro ¿Por qué todos ellos a la vez? Porque renuncian al confort que los termina sacando del país, de la legitimidad o directamente los termina matando. Porque tienen algo de profetas con estilos sutiles y económicos que no esconden diagnósticos concretos. Porque traicionaron a su clase o a su grupo, a lo que se esperaba de ellos. Y porque algo de la siguiente cita proyectan. Dice Viñas sobre sus recuerdos como joven contornista: “era la urgente necesidad de ponerse al día con decisión, placer y sagacidad. Se nos planteaba, en fin, una dialéctica hecha con arte”.
La literatura del siglo XX fue para Viñas la de la burocracia, la falsa autonomía, las vanguardias que no lo fueron tanto porque no movían el amperímetro social y la de quienes “creen en una historia circular”. Es que Viñas era un materialista dialéctico, aunque no para siempre. Creía en la revolución y la síntesis de las personas para que puedan convertirse en autores de lo que son y no en padecientes de la autoridad. Pero a la vez, los textos que se anexan a este libro con el título “Itinerario del escritor argentino” informan sobre algo: había sido la parte nueva del libro en su segunda edición (octubre de 1974), pero para la década siguiente, y hasta hoy, no habían sido publicados. Quienes decidieron que no aparezcan eran Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, que le habían propuesto reeditarlo. Viñas donó las regalías de ese emprendimiento a la revista Punto de Vista, que dirigían sus editores. Corría el año 1982. Los ensayos que se quitaron y ahora vuelven son textos de combate situado, que llegan a ubicar a Cortázar como un mandarín parisino petulante o a Ernesto Sabato como un escritor de un “integracionismo que deja todo como está”. Tenían vocación de victoria en medio de una época que se organizaba a punta de armas y que terminó mal. Que esos textos hayan sido ignorados desde aquel entonces indica algo por lo menos elocuente. La impronta amarga que había terminado de hacer de Viñas ya no alguien que, como Sarmiento, traía sus “puños llenos de verdades” sino alguien más interesante aún, el que experimenta el verdugueo del poder, el exilio, la humillación arltiana, la tragedia personal y establece pautas críticas nuevas para leer todo de nuevo sin tener que ir a las novedades, esas que no lo son tanto.
Este libro acomodó, vaya uno a saber hasta cuándo, los libros que los profesionales y los más recomendables críticos argentinos tienen siempre cerca al momento de encaminar su trabajo. La presencia omnívora de Viñas como dueño de la señal ética de la historia literaria argentina está viva. La mayoría de las personas no leen a Lugones, a Mansilla o a Sarmiento, pero los críticos sí. Las personas, para Viñas, están atornilladas a su tiempo por todo el peso de los libros que no quisieron o no pudieron leer pero que encarnan y que algunos lectores con más tiempo y con más ganas insisten en desarmar para encontrarles la vuelta. La sociedad argentina es lugoniana o sarmientina a pesar de la sociedad argentina. Viñas tira los temas pero no cierra los juicios, por eso la ensayística argentina los toma. La importancia de Viñas es, entonces, haber vuelto importante la literatura no como “ejemplo” o “figuración” o “imagen” de cada una de las épocas, sino como estructura que constituye y avala a las épocas. Nada más literario y baladí que la palabra época. Nada más importante, más real, para David Viñas.