Revista Pijao
Un artista del mundo flotante
Un artista del mundo flotante

Por Martín Pérez

Página 12 (Ar)

Quizás por haber nacido en Nagasaki, de donde emigró a los cinco años, se insistió mucho en su posible inserción nipona en la geopolítica literaria. Pero lo suyo fue una manera de resolver la interna abierta en los 80 por la revista Granta. Breve historia de un Nobel tan merecido como menos controvertido de lo que sugirieron los medios y las redes sociales por estos días.

“Hay escritores que, cuando sale una de sus novelas, me hacen ir corriendo a comprarla. Entonces dejo a un lado lo que sea que esté leyendo y me sumerjo en ella. Actualmente, sólo un puñado de escritores tienen ese efecto en mí, y Kazuo Ishiguro es uno de ellos”. Así es como Haruki Murakami describió, siete años atrás, su relación con la obra del flamante premio Nobel de Literatura en un breve prólogo escrito para una compilación de estudios literarios sobre el trabajo de su colega. “En todos los años que llevo leyéndolo, nunca me ha decepcionado o dejado con alguna duda. Todo lo que siento es una profunda admiración por su infalible habilidad para apilar los diferentes mundos de sus novelas, uno arriba del otro. Porque Ishiguro tiene una cierta visión, un plan maestro, que da forma a su trabajo: cada novela que escribe constituye un paso más en la construcción de esta macro-narrativa. O al menos esto es lo que yo pienso respecto a su obra”.

Editado en 2010 por Sean Matthews y Sebastian Groes, y hasta el momento sin traducción al castellano, el elogioso texto que abre el volumen adquiere actualidad porque, ante la sorpresiva novedad del triunfo de Ishiguro, terminó siendo inevitable también la mención al preferido –un rol que Murakami viene repitiendo en los últimos años, además– en todas las apuestas previas al Nobel. Pero la referencia devino en una suerte de disputa puntual entre las opiniones sobre la obra de ambos autores que comenzó a reproducirse inmediatamente en las redes, e incluso se materializó en la prensa que cubrió la noticia. Todo sin tiempo o ganas de reparar en que no había mucho que los enfrentase, salvo su contemporaneidad, la etnografía de su apellido o un apurado prejuicio racial por parte del que propicie la comparación.

Porque la competencia directa Ishiguro vs. Murakami es apenas un meme. Pero se queda ahí. Después de todo, Haruki Murakami es (si se lo quiere criticar como es debido), el escritor japonés occidentalizado que mejor encarna la pesadilla del fin de una tradición que condujo a Yukio Mishima al suicidio. Mientras que Ishiguro nació en Nagasaki, sí, pero creció y se educó en Surrey, Inglaterra, donde se mudaron sus padres cuando tenía apenas cinco años. Ese fue el contexto en el cual comenzó su carrera literaria, al punto de que terminó formando parte de la llamada generación del 83, integrada por los escritores británicos sub 40 seleccionados aquel año por una recién creada revista Granta.

Al premiar a Ishiguro, lo que ha hecho el comité del Nobel es –en realidad– mojarle la oreja a sus compañeros directos de generación, nada menos que quienes compartieron ese honor en el hoy histórico –y que comenzó una tradición– número 7 de la revista-libro británica: Martin Amis, William Boyd, Salman Rushdie, Julian Barnes o Ian McEwan, entre otros. Si se trata de buscar clásicos o comparaciones, habría que hacerlo en esa liga. Mucho más taquillera, por cierto. O, si no, se puede agregar también a los que compartieron la lista diez años después, que incluyó también a Ishiguro, que –habiendo sido el más joven en la primera selección– aún tenía edad para ser incluido en otra lista de nuevos novelistas. Sus compañeros del 93 fueron, entre otros, Hanif Kureishi, Alan Hollinghurst, Iain Banks, Will Self y Philip Kerr. Todos menos candidatos al premio que los de la lista anterior, indudablemente. Pero el detalle ayuda a ubicar generacional y geográficamente en el lugar que corresponde al autor de novelas como Cuando fuimos huérfanos o Nunca me abandones.

Su primer editor en Faber & Faber, Robert McCrum, recordó el fin de semana pasado en The Observer que, cuando conoció a Ishiguro en la recepción de la venerable editorial británica en 1979, el futuro Nobel tenía apenas 25 años y cargaba tanto con una guitarra como con una máquina de escribir portátil Olympia bajo el brazo. De jeans y pelo largo, Ishiguro soñaba con poder ganarse la vida componiendo canciones. Pero, mientras tanto, había estudiado en un curso de escritura creativa donde sus tutores habían sido Angela Carter y Malcolm Bradbury, y traía tres historias para ofrecer. Las tres, recuerda McCrum evocando el espíritu de la época, tenían –escribe– “la inevitable influencia de McEwan, pero eran el resultado del trabajo un joven escritor con una nueva voz”.

Por eso es que esa generación de escritores británicos, a la que pertenece Ishiguro por derecho propio, es la que recibió el golpe de este Nobel. Tal como le sucedió en su momento a Margaret Atwood, que al enterarse del premio de su compatriota Alice Munro supo inmediatamente que ella –mujer y canadiense como Munro– estaba fuera de carrera por un tiempo. Pero nada es definitivo: así como el nombre de Atwood ha vuelto a repetirse por el renovado interés y ubicuidad de su novela El cuento de la criada, es posible que McEwan, Amis & cía vuelvan a tener su momento. Por lo pronto, Rushdie celebró el galardón rápidamente y con ganas: “Muchas felicitaciones para mi viejo amigo Ish, cuyo trabajo amo y admiro desde que leí Pálida luz en las colinas. ¡Y además toca la guitarra y escribe canciones! Así que Dylan, hacé lugar”, bromeó, parafraseando el “Roll over Beethoven” de Chuck Berry. 

Un rápido repaso por la obra de Ishiguro en comparación con la de sus contemporáneos, sin embargo, revela un par de curiosidades. Por un lado, Ishiguro es un escritor de pocas novelas, apenas siete en casi cuatro décadas de carrera. No es un autor con lo que se podría denominar “Obra”, sino con pocos y específicos libros. Dos de los cuales han sido exitosamente llevados al cine, lo que en otra época hubiese ido en detrimento de sus posibilidades de llevarse el Nobel. Porque decir Ishiguro es evocar en realidad a Anthony Hopkins y Emma Thompson en Lo que queda del día. Y para los que celebran que el premio nuevamente haya terminado –por fin, dicen– en manos de un escritor de verdad, no estaría mal recordarles que Ishiguro no está tan pero tan lejos de Dylan. Es un autor que no necesita al Nobel para difundir su obra, de hecho es casi –más allá de la evidente calidad de su escritura– una estrella pop, profundamente vinculado a la industria del cine, al punto de que ha sido jurado en Cannes, codo a codo nada menos que con Clint Eastwood. Y es un escritor que, además, no le teme a los géneros denominados menores, al punto de que su última novela es una de caballeros y dragones, El gigante enterrado (2015), a la que su autor imagina convertida en una película inglesa de samurais mezclada con una historia de amor. “Scott Rudin compró los derechos, así que tengo motivos para sentirme optimista”, le confesó dos años atrás al suplemento de libros de The New York Times. Así que, como dijo Rushdie a la manera del buen Chuck: Roll over Mr Nobel, y vaya a contarle la noticia a los demás muchachos del club.


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