Revista Pijao
La segunda obra maestra de Ricardo Piglia
La segunda obra maestra de Ricardo Piglia

Por Jordi Carrión

The New York Times (Es)

El autor de Operación masacre —que puede ser considerada como la primera gran novela de no ficción del siglo XX— no era capaz de asumir que la novela podía carecer de ficción. Uno de los grandes cronistas del siglo XX identificaba la gran literatura con la ficción y no con la crónica, es decir, con aquello que deseaba escribir y no con aquello que realmente escribía. Lo sabemos por su diario, otra forma supuestamente menor de la literatura. Otra forma también de no ficción.

Cuando Ricardo Piglia publica “Una propuesta para el próximo milenio” en 2001, un texto que después reescribirá y que, por su importancia, integrará en su Antología personal (2014), decide partir de Walsh y de sus convicciones documentales, para responder a la pregunta “¿Cómo narrar el horror?”.

Detecta en el prólogo a la tercera edición de Operación masacre un movimiento crucial. Walsh se representa a sí mismo en un bar de La Plata, “al que va siempre a hablar de literatura y a jugar al ajedrez y una noche de 1956 se oye un tiroteo”. Walsh sale y se refugia en casa pero escribe: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo ¡Viva la patria! sino que dijo: No me dejen solos, hijos de puta”.

Es decir, cambia el foco de la cámara, cede la palabra. Pone al otro en el lugar de enunciación que uno ha tenido hasta un momento antes. Entonces Piglia dice algo memorable: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar”.

La clave de la ficción futura, por tanto, la encuentra en una novela de no ficción. Es extraño, porque Piglia no escribía literatura documental. No escribía libros de historia, aunque fuera un historiador en potencia. No escribía crónica. ¿O sí?

Recordemos cómo comienza su primera obra mayor, Respiración artificial. El narrador, Emilio Renzi, ha publicado su ópera prima, una novela titulada precisamente La prolijidad de lo real, construida a partir de varias versiones de historias familiares (una novela que por fortuna nunca leeremos: parece ser que su estilo suena a Faulkner traducido por Borges, “a una versión más o menos paródica de Onetti”; se ha saldado enseguida en las librerías de Corrientes) y, de pronto, recibe una carta de uno de sus protagonistas, su tío Marcelo Maggi.

Se cartean. Vive apartado, en un pueblo lejano: “Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez, al Club Social. Hay un polaco que es un as; acostumbraba jugar con el príncipe Alekhine y con James Joyce en Zurich”, esa versión libre de Gombrowicz, llamado Tardewski, tiene un sueño benjaminiano (“escribir un libro enteramente hecho de citas”), escribe artículos sobre ajedrez en un diario local y escribe un “cuaderno donde registra sus ideas”. Todo eso se lo cuenta en la carta inicial. La forma inicial. Él responde. Comienza la novela.

La novela comienza, por tanto, con un desplazamiento de género. De la ficción familiar a la literatura epistolar. Pero, enseguida, dice Renzi: “No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas”. Hay, por tanto, un proceso de edición. La novela es una arquitectura de voces desplazadas (Maggi, Tardewski, Enrique Ossorio, Hitler, Kafka, Arocena), a partir de un desplazamiento inicial y previo: de Ricardo Piglia a Emilio Renzi (ya presente en su primer libro de cuentos, La invasión).

Hasta 2015, a sabiendas que dos de sus grandes maestros son Godard y Duchamp, artistas del desvío, hubiéramos dicho no obstante que el gran desplazamiento pigliano se da entre otros dos géneros: la novela y el ensayo. La novela es en su caso, sin duda y comenzando por Respiración artificial, una gran máquina de ensayar. Es la operación que hace Duchamp con el arte contemporáneo: lo vuelve autoconsciente, lo vuelve crítica de arte, teoría artística; o Godard con el cine, primero narrativos, cada vez más ensayos filmados.

Pero en los años cincuenta, sesenta y setenta, la novela —si se me permite la tonta generalización—, condicionada por la política, había dirigido el uso del ensayo hacia la defensa de una tesis. Cuando se publica Respiración artificial en 1980, en plena dictadura argentina, se podía leer en la contraportada: “Tiempos sombríos en que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir”. La alusión era clara pero indirecta. La novela podría leerse en clave política. Pero también en clave estrictamente literaria.

Con ese desvío o giro, con ese desplazamiento, de la novela familiar (burguesa) inexistente o la novela política (de la generación anterior) a una novela que primero se sostiene sobre todo en la epistolaridad y después en la conversación, podría decirse que Piglia prefigura (pre-formatea) una estrategia que va a ser muy común en la literatura del estricto cambio del siglo XX al XXI.

En efecto, en Los emigrados (1992) de W. G. Sebald, en Los detectives salvajes (1998) de Roberto Bolaño, en La novela luminosa (2005) de Mario Levrero, en La muerte me da (2007) de Cristina Rivera Garza, o en Verano (2009) de J.M. Coetzee, los autores recurren a la manipulación de materiales de extracción no literaria, a menudo privada, como el diario o la carta, cuando no de naturaleza académica (la tesis doctoral) o periodística (la entrevista), para articular y formalizar las partes más decisivas de las estructuras de sus textos.

Se trata de materiales “innobles” que difícilmente encontraríamos en los autores de la generación anterior o, al menos en sus novelas canónicas (a excepción, tal vez, de Rayuela).

Hasta 2015, repito, creíamos que los dos grandes desplazamientos piglianos eran el seminal (de Ricardo Piglia a Emilio Renzi) y el de género (de la novela al ensayo, crítica y ficción); aunque supiéramos que existían los diarios e incluso hubiéramos leído (como en Formas breves) algún fragmento de ellos. Pero entonces se publicó el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi: “Años de formación”; y en 2016 el segundo tomo, “Los años felices”; y ahora “Un día en la vida”; y gracias a esa obra maestra en tres partes entendemos que debajo de todas sus novelas y todos sus ensayos estaba, decisiva, una gran forma, un gran género, de no ficción cotidiana.

Que Los diarios de Emilio Renzi se pueda leer como un gran novela, como un gran ensayo y como unos extraordinarios diarios nos permitiría afirmar que Piglia realiza en ese gran libro una auténtica triangulación literaria. Pero de los 327 cuadernos de Piglia solo hemos leído una parte.

En el segundo tomo, por ejemplo, faltan los viajes a Cuba y a China; y en el tercero se eliminan, entre tantísimos viajes, los que hizo a Venezuela (con motivo, por ejemplo, del premio Rómulo Gallegos) o a Barcelona (sorprendentemente no se mencionan ni a Jorge Herralde ni la editorial Anagrama).

Como las cartas de Respiración artificial, los diarios están editados. ¿Con qué criterio? Con el de centrarse en aquellos espacios y tiempos que ya conocíamos a través de la ficción. La Plata, Buenos Aires, los escenarios y las historias de los “cuentos morales” o de Respiración artificial, La ciudad ausente o Plata quemada. La publicación de los diarios interviene en esa serie de textos: genera un gran sentido a cincuenta años de escritura publicada. Un sentido que se puede establecer a partir de la famosa teoría de “Tesis sobre el cuento”: en efecto, toda la obra de Piglia contaba, simultáneamente, dos historias. En la superficie, la novela y el ensayo desarrollaban un discurso sobre los modos de leer y de escribir la literatura; en el subsuelo, el diario consignaba los modos de leer y de escribir la vida.

Dice Piglia en su más famosa forma breve que siempre hay un momento de intersección o de cruce entre la historia 1 y la historia 2. Son los libros y los autores que aparecen tanto en la superficie como el subsuelo. Y que todo cuento conduce a alguna forma de epifanía, de “iluminación profana”. La sentí en el momento en que entendí, tras leer sus diarios, que todo aquello que durante cincuenta años nos había parecido material leído, metaliteratura y metaficción había sido, en realidad, sufrido, palpado, vivido.

Los diarios dibujan, de hecho, a un sujeto que sufre la depresión y la tentación del suicidio, que abusa de las drogas y practica la poligamia, que odia la figura del intelectual, ese traje o esa máscara que no obstante es imposible no ponerle: finalmente, el diario, pese a su ancla en los hechos, es una construcción hipersubjetiva, bastante ficcional.

Lo que me admira —y al mismo tiempo me asusta— es que es muy probable que todo esto que yo he dicho ya fuera pensado (es más: planificado) por Piglia. Él era consciente del efecto que provocaría la edición de sus diarios. Lo preparó todo para ese gran momento. En muchos de sus textos podría encontrar evidencias de que mi lectura es, sobre todo, suya. Por ejemplo, en “El escritor como lector” habla de los diarios de Gombrowicz y los define como su “gran laboratorio”: “El Diario es eso, una suerte de experimentación continua con la experiencia, con la forma, con la escritura”. Piglia va más lejos y dice que quizá sea “su obra mayor”.

De algún modo, leer e interpretar a Piglia —como leer a Borges— es plagiar a Piglia como lector. Desde que leí, asombrado, Formas breves y Respiración artificial hace exactamente quince años, son innumerables las veces en que lo he citado a sabiendas y sin saberlo, revelando la fuente o robando sus ideas y asumiéndolas como mías.

Por suerte, eso también lo pensó y lo formuló: “En literatura los robos son como los recuerdos”, escribió en “La ex-tradición”: “Nunca del todo deliberados, nunca demasiado inocentes. Las relaciones de propiedad están excluidas del lenguaje: poder usar todas las palabras como si fueran nuestras”.

La sección de Antología personal en la que se encuentran “Una propuesta para el próximo milenio”, “El escritor como lector” y “La ex-tradición” se titula, no podía ser de otro modo, “El laboratorio del escritor”.


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