Revista Pijao
El arte de la realidad
El arte de la realidad

Por Montero Glez

Jotdown (Es)

Pongamos que Larra se puso frente al espejo con una pistola en la sien y la bala fue a parar a una pared donde dejaría una muesca de sangre con el siguiente aviso: el romanticismo entra en acción. La época estaba de su parte, por eso la muerte por suicidio no se contemplaría en el espejo de la ofensa. Dos días después, Larra sería enterrado en campo santo. Según los almanaques, el entierro tuvo lugar un 15 de febrero y asistió todo Madrid. Una gala fúnebre donde destacaba un micurria de cabellos largos y vestido con ropas que le venían grandes. Como luego se supo, hasta la corbata había pedido prestada para declamar unos versos a la memoria del muerto. Algo así:

Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana; / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana.

Es la primera operación de mercadotecnia en la historia de la literatura. Con ella, José Zorrilla se haría famoso para siempre. A partir de entonces, la propaganda utilizará el elemento fúnebre a favor de un incipiente mercado literario. Son versos que tocan a muerto y Zorrilla sería el primero en utilizarlos en beneficio de fama pública. Tras él, a lo largo de las épocas y de sus corrientes, vendrían los demás escritores a publicitarse. Porque cuando la realidad es un arte, la propaganda forma parte de la expresión artística.

Acabó su misión sobre la tierra, / y dejó su existencia carcomida, / como una virgen al placer perdida».

Con estos versos, José Zorrilla conseguiría estar en boca de todo Madrid. Su disposición a la hora de ponerse en contacto con los muertos y ocupar su sitio en la vida real, le llevaría a tomar el relevo en el mismo periódico donde escribía Larra. Tanto uno como otro, tanto el vivo como el muerto, consiguieron liberar el articulismo del nicho cerrado de la época. José Zorrilla seguiría vigente hasta no hace mucho, cuando se representaba su drama fantástico. Ahora apenas se interpreta el Tenorio; las calabazas de Halloween han venido a demostrar que cuando no hay arte de por medio la propaganda se convierte en colonización.

De aquellas tierras donde la calabaza del pecado es poco original, un mal día sonó otro disparo. La detonación se originó entre las montañas de Ketchum, en Idaho, en una casa donde el encanto salvaje de la muerte respira a través de las ventanas. Una construcción robusta que, vista de cerca, ofrece el perfume inquietante de las últimas moradas. El olor lleva presente desde la mañana del 2 de julio de 1961 cuando su propietario, Ernest Hemingway, se levantó de la cama con una serena desesperación. Su mujer aún dormía y él, para no despertar sospechas, se puso a tararear una vieja canción mientras arrastraba los pies camino de la muerte.

Al final de su vida se había dado cuenta de que había fracasado en el intento de ser su propio mito. El triunfo eterno solo podía llegar de una forma: abriendo la puerta a la muerte. Ya era demasiado tarde para retroceder. La máquina de la propaganda necesitaba un buen engrase y llegó hasta la bodega, en el sótano, donde guardaba las armas. Eligió una escopeta para matar pájaros. Una Boss & Co. de fabricación inglesa; un arma elegante, fina y recién engrasada, como corresponde a una mujer fatal. Hemingway subió con ella las escaleras y se detuvo en el vestíbulo. Cansado de vivir, apoyó su cuerpo en la pared y se metió los cañones en la boca. Fueron los últimos movimientos antes de la acción final.

El fuego de aquel disparo abrasaría los intestinos de una época que llega hasta nuestros días etiquetada con el nombre de Nuevo Periodismo. Sus protagonistas crecieron escopeteados en las calles para convertirse en hombres que escriben desde la primera persona del verbo, incluso cuando lo hacen en tercera. Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer, es el ejemplo. Mailer escribe con los ojos abiertos, observando todo lo que sucede alrededor de su ombligo como si fuera una tercera persona que logra traspasar la barrera del Pentágono.

Mailer tuvo la rápida impresión de unos hombres de cara hosca y ojos lúgubres en los que ardía una llama transparente, y dijo: «No quiero ir atrás. Si no me detienen voy a entrar en el Pentágono», y supo que estaba dispuesto a hacerlo, una certeza absoluta se había apoderado de él, y entonces dos de ellos saltaron sobre él al mismo tiempo, con la fría furia homicida de todos los policías en el momento existencial de dar el golpe —todos los policías que secretamente esperan ser fulminados en ese instante por sus pecados— y una fuerza sorprendente acudió a la voz de Mailer, y este rugió satisfecho de su nuevo logro y su nueva autoridad: «¡Fuera de mí las manos! ¿Es que no ven? Estoy siendo arrestado sin resistencia».

Pero estos nuevos cronistas también van a utilizar otros recursos a la hora de dispararse. Por ejemplo, el monólogo interior que hizo posible la mejor novela documental sobre la guerra del Vietnam, titulada M, cuyo autor, John Sack, puso a hablar a los soldados donde el infierno apesta. El paisaje de la muerte en los ojos, las granjas del Charlie ardiendo y una granada en la mano, momentos antes de tirar de la anilla. Con estas armas, Sack no reconstruye, no inventa un diálogo. Lo que hace es un monólogo a gritos, un monólogo que solo resulta en el momento extremo. Se trata del mismo monólogo que tuvo Larra frente al espejo y el que también cultivaría Wolfe, pero vestido de blanco y frente al papel. El mismo monólogo que Hemingway prefirió dejar en la mochila porque para él, para Ernest, el diálogo siempre es más directo. Hemingway seguía mintiendo. Nunca igualaría el monólogo de Joyce y de su Molly Bloom, el alma rota de una mujer que sufre. Tom Wolfe sí que se atrevió, llevándolo hasta las crónicas para demostrar que la realidad sigue sonando mejor frente al papel que en la vida misma. Bang, bang. Porque las onomatopeyas del discurso del cómic también serán incluidas en las crónicas de Wolfe. Mmmmmmmmmmmmmm.

Es la escritura que nace para contar los acontecimientos de una nueva época; Vietnam, los hippies, el asesinato de Kennedy. Todo aquel revuelo necesitaba una nueva manera de contar y para eso llegaban ellos. Wolfe, Talese, Breslin, Hunter S. Thompson. Periodistas que se ayudarían con las viejas herramientas de la ficción hasta dar la vuelta al triángulo invertido de la clásica entradilla. ¿Quién? ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué? Bang, bang.

Lo que de verdad importa es el conflicto sumergido, cuya expresión es un iceberg donde el soporte del relato se mantiene bajo el agua. Con la misma herramienta que Hemingway empleó para sus ficciones, los nuevos cronistas armarían el nuevo estilo de periodismo, llegando a destronar a la novela como reina de los géneros literarios. Cuando Truman Capote empezó a escribir A sangre fría, el arte de la «novela real» todavía no había tomado la dimensión que merecía. Rodolfo Walsh y Lillian Ross eran nombres dispersos. Cuando Capote escuchó la detonación del disparo ocurrido en Idaho, se dio cuenta de por dónde iban los tiros.

Una vez muerto Hemingway, quien ocuparía su lugar no fue Mailer, sino todo lo contrario. Truman Capote, desde la otra acera, situando el espejo a lo largo de una calle que viene a ser un camino por donde el escritor se publicita, vacilando entre la alta sociedad y la novela de chismes en la que salen pubis mágicos, pelucas, champán y ropa interior con restos de cocaína. La crónica negra vivida en primera persona le había llevado hasta la locura. Capote fue un autor aplastado por su propia obra. El claro ejemplo de que la publicidad puede matar cuando deja de ser parte de la realidad.

Para Capote todo empezó cuando se enamoró de uno de los asesinos de su novela real. La escribió manchando de sangre páginas en limpio que después puso a secar sobre su misma cabeza. Con todo, Capote, al igual que Wolfe o Talese, nunca se mancharía el traje. Al contrario que Hunter S. Thompson.

Contaban que el método de investigación de Hunter Thompson consistía en atarse a las vías y esperar a que pasase el tren, ver qué sucede. Es la violencia de una realidad tan desnuda como la propia muerte. Tal vez por eso, cada vez que a Hunter S. Thompson se le acercaba algún lector a que le dedicase un libro, el autor de Miedo y asco en Las Vegas tiraba el libro al aire, sacaba su revólver y acertaba de lleno. Cuando el libro caía del cielo, atravesado por la bala, se ponía en marcha la gramática del mundo; la misma que un mal día quedó atrapada en una casa de Idaho donde llegó a completar uno de sus primeros reportajes.

Solo el quejido de las entrañas puede dar profundidad a la piel del relato. Por esto último, escribió sobre Hemingway recreándose en el suicidio como quien escribe de sí mismo y para sí mismo. En el fondo, Hunter era un dandi salpicado por su propio barro y aprendió de Hemingway algo más que a ceñirse el cañón. El protagonista seguirá siendo el autor del disparo. Periodismo gonzo acabó llamándose.

En uno de los valles de Woody Creek, Colorado, en un refugio de madera, hace poco más de diez años, Hunter Thompson se despidió de la vida pegándose un tiro. «No quiero que me recuerden como un maldito copión de Hemingway por volarme los sesos», dejaría escrito en su nota de despedida. Fue su otro aviso. En la ceremonia, las cenizas cayeron sobre los asistentes. Todo estaba premeditado, había dejado claro los detalles de la gala y su amigo Johnny Depp hizo de mecenas, con priva y versos. También se habló de Hemingway y de su ejemplo, el del mago que serrucha a la mujer metida en la caja. «El mago no necesita explicar nada, tan solo mete a la mujer en una caja y coge el serrucho», decía Hemingway para enseñarnos que la verdadera magia consiste en ocultar el truco.

Hemingway es el mayor ejemplo de autor publicitándose. Por eso consiguió ser más conocido que leído. Siempre iba acompañado por una cámara de fotos, desde las trincheras de la Guerra Civil o cerca de un toro bravo, por eso la montonera de documentos gráficos que acreditan su sitio en la historia. Sin ir más lejos, también estuvo en la agonía y el entierro de Baroja, donde coincidió con Camilo José Cela, llevando el féretro. A ese entierro asistió medio Madrid. Entre las gentes destacó un joven, Fernando Sánchez Dragó, que entró a Hemingway con una invitación: la de dar una conferencia sobre Baroja. Hemingway declinó la invitación y contestó que él se dedicaba a escribir.

Hemingway escribía desde el ombligo del mundo y Dragó aprendió de él, de Hemingway, a escribir desde sí y para sí, a publicitarse en la crónica mágica de una tierra dionisiaca con curvas en las carreteras por donde nunca se atrevió a derrapar Francisco Umbral. Estamos en España. Tauromaquia, vino y supersticiones; el juego de espejos deformantes. El callejón de Madrid donde Umbral reflejó la concepción acústica del estilo; donde el barroco dejó de ser un estilo colmado de plusvalía para convertirse en una profundidad hacia afuera. Umbral lo consiguió cargando de mirada sus gafas hasta alcanzar el clímax de la prosa. Demostró que escritura y sexo son dos cosas que van unidas y el trabajo espontáneo de la inteligencia dura lo que dura el artículo.

Escribiendo artículos se dio cuenta de que para escribir una novela hacía falta algo más que un espejo a lo largo del camino, había que situarse frente a él, como hizo Mariano José de Larra la tarde del 13 de febrero de 1837. Cuando Umbral llegó a Madrid, recorrió los mismos pasos del suicida antes de entrar en el Café Gijón.

Puede que fuese la noche de un sábado de hace muchos años. Tal vez, pero de lo que no hay duda es de que Umbral traía el perfume de los muertos pegado a su abrigo. Venía de merodear por las calles del centro y había pisado todos los charcos donde se reflejaban sus ojos cargados de gafa. Según contó, fue en la calle Santa Clara, en la fachada de la vivienda de Larra, donde había dejado el siguiente aviso: Aquí meó Paco Umbral.


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