Revista Pijao
Roa Bastos y García Márquez: narradores supremos
Roa Bastos y García Márquez: narradores supremos

Por José Luis Díaz-Granados

Especial para El Espectador

Cuando a Augusto Roa Bastos le fue otorgado en 1989 el Premio Cervantes, máximo galardón de la literatura hispanohablante,  Gabriel García Márquez le hizo llegar un telegrama en que le decía solamente: Tú el supremo, tres escuetas palabras con las que el Nobel colombiano sintetizaba la grandeza narrativa del paraguayo universal.

Roa Bastos nació en 1917 y murió en 2005 a los 87 años. García Márquez nació en 1927 y murió en 2014, también a los 87 años. Pero además de estos dos detalles, también supremos, vivieron acontecimientos paralelos durante sus vidas, como por ejemplo, escribieron sus obras estelares en países distintos de los suyos, ejercieron el periodismo en Europa y expresaron su simpatía por la Revolucióin Cubana y por su líder histórico Fidel Castro.

García Márquez se hizo conocer internacionalmente con Cien años de soledad y Roa Bastos con Hijo de hombre. Y posteriormente, escribieron sus novelas sobre el tema del dictador, El otoño del patriarca, del colombiano, y Yo el supremo,  paraguayo. A pesar de que uno y otro vivieron el exilio bajo dictaduras contemporáneas, como fueron las de Rojas Pinilla y la de Stroessner, las novelas citadas fueron inspiradas en personajes que gobernaron de manera autocrática en épocas muy anteriores, como el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia y Juan Vicente Gómez, entre otros. Y digo, “entre otros”, refiriéndome a la novela de mi compatriota, pues según él mismo declaró una vez, el personaje Zacarías Alvarado, el dictador otoñal, se inspiró en diferentes tiranuelos tropicales, como Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, Rafael Leonidas Trujillo, de República Dominicana, Anastasio Somoza, de Nicaragua y Francois Duvalier, de Haití, pero de manera principalísima en Gómez, el semianalfabeto autócrata venezolano.

Las novelas salieron publicadas con meses de diferencia. Llegaba así a su clímax un ciclo literario sobre la temática del dictador latinoamericano iniciada en 1926 con Tirano Banderas, novela esperpéntica del notable escritor español, radicado en México, don Ramón María de Valle-Inclán, seguida por dramas épicos magistrales como El señor presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, El gran Burundún-Burundá ha muerto, del colombiano Jorge Zalamea, El recurso del método, del cubano Alejo Carpentier, ciclo que se prolongaría con novelas como Cola de lagartija, de la argentina Luisa Valenzuela, La tragedia del generalísimo, del venezolano Denzil Romero, La fiesta del Chivo, del peruano Mario Vargas Llosa y La novela de Perón, del argentino Tomás Eloy Martínez.

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El doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador perpetuo de la república, entre 1816 y 1840, año de su muerte, ejerció el poder en Paraguay con mano férrea. Era teólogo, a su manera. Cerró las fronteras, aisló a su país, realizó innumerables obras públicas, bajo su mando se afirmó la Independencia Nacional, impuso la educación primaria obligatoria, persiguió a sus contradictores, asiló al Libertador uruguayo José Gervasio Artigas, desconfió totalmente de Amadeo Bonpland, el sabio compañero de Alexander Humboldt, prohibió las procesiones religiosas, en fin, fue un hombre de personalidad extraña, solitario, de temperamento autoritario, misterioso, muy honesto, culto, paranoico, excéntrico, y en fin, hizo lo que hizo.

En Yo el supremo expresa en una reflexión que ahora llamaríamos significativamente “lenguaje metaficcional”:

“Después vendrán lo que escribirán pasquines más voluminosos. Los llamarán Libros de Historia, novelas, relaciones de hechos imaginarios adobados al gusto del momento o de sus intereses. Profetas del pasado, contarán en ellos sus inventadas patrañas, la historia de lo que no ha pasado. Lo que no sería del todo malo si su imaginación fuese pasablemente buena. Historiadores y novelistas encuadernarán sus embustes y los venderán a muy buen precio. A ellos no les interesa contar los hechos, sino contar que los cuentan”.

Por su parte, en El otoño del patriarca, publicada en Barcelona, España, en 1975 (el mismo año en que muere el dictador Francisco Franco), García Márquez revela un territorio más amplio en su estructura física, el Caribe, en el ámbito alegórico de los últimos cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta años, a partir de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. La estructura es presentada en forma de monólogo interior, pero no solo del dictador sino de sus decenas de personajes, a veces anónimos e invisibles, de fragmentación lírica y evocaciones expresadas con los mismos contrapuntos con que lo hacían los poetas modernistas, en especial Rubén Darío, a quien rinde homenaje con nombre propio; del ir y venir de los pensamientos unas veces caóticos, otras sensatos, corales o intimistas, junto al gesto sorpresivo y el guantazo satírico, la superposición de los tiempos, la audacia lingüística, el trono elegíaco, la transgresión erótica, pero siempre la reinventar las mismas pasiones humanas que padecemos o disfrutamos todas y todos cada día en la lucha constante entre el bien y el mal, el amor, el heroísmo, la barbarie, los sueños utópicos, la muerte y los proféticos vendavales apocalípticos con que terminan casi todas las epopeyas fundacionales en todas las culturas.

Con Yo el Supremo, Augusto Roa Bastos altera para siempre la novela hispanoamericana  abriendo puertas insospechadas para los hechizos sonoros, las ricas verbalidades y los novedosos modos narrativos que rompen las formas tradicionales, y aún experimentales, en el género de la nueva epopeya del dictador tropical contada, cantada y continuada en la polifonía popular.

El ensayista Carlos Pacheco, en su introducción a la edición comentada de Yo el Supremo, publicada por la Biblioteca Ayacucho, expresa de manera certera que “la obra de Augusto Roa Bastos ocupa hoy un lugar de incuestionable relieve en el centro de la narrativa contemporánea de lengua española”.

Y agrega: “De manera lenta, pero firme, ha alcanzado un reconocimiento unánime a medida que la crítica literaria ---desde distintas posiciones teóricas e ideológicas, empleando un variado instrumental analítico e interpretativo---, ha venido revelando la singularidad y validez de su propuesta estética”.

En cuanto a la escritura de El otoño del patriarca, se le atribuyen múltiples orígenes. El primero de ellos corresponde a una convicción que hizo pública alguna vez: “En América Latina, el dictador es la única figura mítica, pues siempre quisimos emular las monarquías de Europa”. Y enseguida vienen sus relaciones nada fáciles con los militares desde su remota infancia, cuando su abuelo, el rebelde coronel de los ejércitos insurrectos en la Guerra de los Mil Días, le relató minuciosamente cómo ocurrió la masacre de los trabajadores de la Zona Bananera del Magdalena en 1928, por un decreto brutal del general Carlos Cortés Vargas, de tan ingrata recordación. Diríamos que se trata de lo que los psicoanalistas llaman un “amor-odio”, pues toda la extensa obra del fabulista de Macondo está atravesada de una u otra manera por personajes que ostentan algún grado militar, desde el coronel sin nombre de La hojarasca, pasando por el coronel que no tenía quien le escribiera, el teniente-alcalde de La mala hora, el coronel Aureliano Buendía, los innumerables militares que pueblan su primera epopeya, el marino Velasco del Relato de un náufrago, el dictador y su séquito de militares en El otoño del patriarca, El general en su laberinto, y en fin, hasta el sinnúmero de protagonistas uniformados  que caricaturiza en cuentos, novelas y crónicas. Además, García Márquez siempre destacó un hecho memorable de sus antepasados recientes: cuando se firmó la paz en la hacienda bananera de Neerlandia en 1902, en la mesa del armisticio estaban sentados, además de los generales adversarios, su abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez por parte del bando revolucionario, y su primer hijo anterior al matrimonio, el joven coronel José María Valdeblánquez, por parte de los ejércitos del gobierno conservador.

En 1957, en el marco de las actividades del VII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en Moscú, U

RSS, Gabo visitó el mausoleo donde se mostraban los cuerpos embalsamados de Lenin y de Stalin. Cuando contempló el de este último, el otrora todopoderoso líder supremo del pueblo soviético, adorado y temido por millares de seres, recordó repentinamente que Stalin había prohibidos todos los libros de Franz Kafka. Entonces pensó: “Los prohibió, pero probablemente Kafka hubiera sido su mejor biógrafo”. Cuando terminó de observar el cuerpo revestido con las galas militares y puso fin a su temor reverencial, descubrió que Stalin tenía manos de mujer. Es posible que allí, como una luz de Damasco, hubiera sentido la iluminación para escribir la novela del dictador, la novela de la omnipotencia y la novela de la soledad del poder. Soledad reconfirmada por Roa Bastos en su magna novela, pues allí encontramos que no hay un todopoderoso más solo que el protagonista de Yo el Supremo.

Y en cuanto al origen de la escritura de Yo el Supremo, éste puede radicar en su novela inicial Hijo de hombre. En ella, su personaje principal afirma: “Mi testimonio no sirve más que a medias. Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos, siento que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos, tal vez los estoy expiando”.

Lo que hace reflexionar al escritor Mario Benedetti sobre Yo el Supremo: “¿No podría ser esta una adecuada síntesis del gigantesco monólogo del Supremo? ¿Qué cosa es esta novela sino una Gran Expiación, un largo y pormenorizado recorrido por las repetidas muertes de una vida?”.

Y agrega, reencontrando a los otros dos supremos (el de El recurso de método, de Alejo Carpentier y el de El otoño del patriarca, de García Márquez): “De los tres grandes personajes que considero en este trabajo, el Supremo me parece la única figura (a pesar de los rasgos de oscuro humor) que tiene una indudable dimensión trágica. Más que la influencia de otros novelistas, del pasado o del presente, veo aquí la presencia de los grandes trágicos griegos”.

Lo que también me hace pensar en los grandes dramas de Shakespeare sobre Ricardo III, Hamlet y Julio César, en las caricaturas infernales de La Divina Comedia, de Dante, en el Napoleón Bonaparte como personaje destructivo y perverso de La guerra y la paz, de Tolstoi y en el Yo Claudio, de Robert Graves.

Tanto Roa Bastos como García Márquez narraron sus historias con sus personalísimos lenguajes y tonos literarios. Tanto el primero, con su fértil influencia de la cultura guaraní, como el segundo, contando sus historias con la misma  verbalidad de su abuela guajira o wayuú, enriquecieron la literatura de Nuestra América y se convirtieron al mismo tiempo, junto con Borges, Rulfo, Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, en los más grandes narradores de la lengua española.

 

*Poeta, autor de novelas como Cita de amor al mediodía (2010) y libros de ensayo como El escritor y sus demonios (sello Caza de libros 2017). Texto leído en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Asunción, Paraguay, el 5 de junio de 2017.


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