Por Fernando Araújo Vélez
El Espectador
Habría que haberlo imaginado en un perdido hotel de Rapallo. Las palabras apenas justas para saludar o pedir un té, una venia discreta para aquel que se cruzara en su camino. El invierno del año1882. Nieve, una chimenea sin encender, dolor, angustia. Federico Nietzsche ya vivía en otro mundo al que lo habían desterrado el amor desolado de Lou Andreas- Salomé, las injusticias de Richard Wagner, el mundo que jamás lo comprendió, su hermana Elisabeth, que le pedía que se casara y llevara una vida normal, su eterna migraña que lo arrastraba a huir y a huir en búsqueda de la ciudad y el clima ideales. Su mundo, su propio mundo, era la última opción que le quedaba, por lo menos para sobrevivir.
Ya había garabateado en uno de sus miles de papelitos: “Yo ya no aspiro a mi felicidad, aspiro a mi obra”. Su obra, hasta ese entonces, era un compendio de magistrales teorías a la que le faltaba el toque mágico, la varita mística con las que se enfrascaba en eternas peleas día y noche, noche y día. Nietzsche, dirían y discutirían sus cientos de críticos y biógrafos con el tiempo, se creía un iluminado, y como iluminado vomitó la primera parte de su Zaratustra en sólo 10 días. Él mismo dijo que “esta obra vive en tan azul soledad, tan alejada de todo lo presente, que uno apenas se atreve a relacionar asuntos humanos, demasiado humanos, con ella”.
Sus detractores, liderados por Pío Baroja, dudaron siempre de la veracidad de aquella rapidez, y justificaban la supuesta mentira de los 10 días en las intenciones de Nietzsche de elevar su libro a una condición de “sagrada escritura”. “La primera parte del Zaratustra nació de un violento sentimiento de felicidad, de un delirio de necesidad y obligación de escribir”, relataría Werner Ross en un aparte de sus 900 páginas tituladas Friedrich Nietzsche, El águila angustiada. Ya Nietzsche sentía en sus entrañas la fiebre de la locura, como le había escrito a su amigo Peter Gast seis meses atrás.
“El curioso peligro de este verano se llama para mí –tratando de no evitar la palabra maliciosa– locura”. En diciembre le envió una pequeña nota a otro amigo, Overbeck, en la que simplemente le decía: “El peligro es grande”. Nietzsche le puso el punto final a la cuarta y última parte de Zaratustra el 12 de febrero de 1885. Acababa de cumplir 40 años. “¡Qué extraño destino, cumplir 40 años y seguir arrastrando conmigo como si fueran un secreto todas las cosas esenciales, ya sean teóricas o prácticas!”, decía.
“Una atmósfera indescriptible de extrañeza, algo totalmente siniestro para mí le envolvió (…). Como si viniera de un país en el que no habita nadie, salvo él”, comentaba sobre Nietzsche su amigo Rodhe. El iluminado caía al fondo de los abismos, y casi de inmediato ascendía hacia las cumbres más altas, como Zaratustra. En sus papelitos escribía: “Exijo tanto de mí, que me muestro desagradecido con lo mejor que ya he hecho, y si no voy tan lejos que consiga que milenios enteros hagan sus mejores votos en mi nombre, no habré alcanzado nada ante mis ojos”.
Luego se lamentaba de que no se habían vendido más de 85 ejemplares de su Zaratustra, y de que no tenía un solo discípulo. Después decía: “Quiero forzar a los hombres a tomar decisiones determinantes para el futuro entero de la humanidad”. Ese futuro debía ser romper las antiguas tablas. Las tablas de la moral, de la compasión, de las religiones, de los sacerdotes, del amor y el matrimonio, de la muerte. Habría que superar al Hombre y sus pesares, al Hombre y sus obligaciones, y llevarlo a su esencia, la creación. “Hambrienta, violenta, solitaria, sin Dios, así se quiere a sí misma la voluntad del león. Libre de la dicha de los esclavos, libertado de dioses y adoraciones, sin miedo y capaz de causar espanto, grande y solitario, así es la voluntad del veraz”, predicaba Zaratustra.
Nietzsche era Zaratustra, y viceversa. Fustigaba, imponía, creaba, se aislaba y retornaba. En medio de sus tormentos, y pese a quienes lo tildaban y tildaron de nihilista, ambos reivindicaban la vida. “La vida, el sufrimiento, el eterno retorno”, como escribiría Martín Heidegger. “Zaratustra habla en favor de la vida, del sufrimiento, del círculo, y esto lo dice delante (lo proclama). Estas tres cosas: «Vida Sufrimiento-Círculo» se pertenecen mutuamente, son una misma cosa. Si fuéramos capaces de pensar correctamente esta Triplicidad como Uno y lo Mismo, estaríamos en situación de presentir de quién es portavoz Zaratustra y quién quisiera ser él como tal portavoz”.
Pasarían tres años más de tormentos y vida, con sus libros, mudanzas, cartas, enfermedades, delirios, textos, soledades y amarguras, antes de que Friedrich Nietzsche saliera una mañana de diciembre de 1888 de su hotel, en pleno Turín, hacia un destino incierto, caminando con su paso lento y la mirada vidriosa, para encontrar en un caballo de coches la mil veces anunciada locura. Su hermana Elisabeth describiría la escena miles de veces.
Diría que “en uno de estos últimos días sucedió que el señor Davide Fino, dueño del kiosco de prensa que había junto a correos, vio una aglomeración de curiosos, una multitud que se acercaba a su casa. A continuación vislumbró a dos gendarmes y entre ellos, pálido, tembloroso, a un pobre diablo, a su inquilino, el Professore. El Professore se lanzó sollozante a sus brazos, hacia la única persona que le era familiar en la multitud de curiosos. Le explicaron al señor Fino que el Professore, en medio de Turín y a pleno día, había abrazado al caballo de un coche de plaza sin querer soltarse.
Nietzsche ya había perdido la fe en los hombres. La Humanidad le había fallado al despreciar su obra. Lo internaron, le administraron diversas drogas psiquiátricas, lo cuidaron y subieron al pedestal de los inmortales e incluso lo grabaron para un video en el que se le veía moviendo una mano, la cabeza, el brazo, pero murió físicamente el 25 de agosto del año de 1900 en la ciudad de Weimar. Sus restos fueron inhumados en la iglesia de Röken, el pueblo en el que nació el 15 de octubre de 1844.
Entonces comenzaron los tiempos de la difamación, entre tantas cosas, porque su Superhombre, decían, dijeron, había inspirado a Hitler, por ejemplo. Jorge Luis Borges escribió en 1940, “De Friedrich Nietzsche, discípulo rebelde de Schopenhauer, ya observó Bernard Shaw (Major Barbara, Londres, 1905) que era la víctima mundial de la frase «bestia rubia» y que todos atribuían su renombre y limitaban su obra a un evangelio para matones (…).Excepto Samuel Butler, ningún autor del siglo XIX es tan contemporáneo nuestro como Friedrich Nietzsche. Muy poco ha envejecido en su obra, salvo, quizás, esa veneración humanista por la antigüedad clásica que Bernard Shaw fue el primero en vituperar. También cierta lucidez en el corazón mismo de las polémicas, cierta delicadeza de la invectiva, que nuestra época parece haber olvidado”.
A Nietzsche lo sepultaron igual que a su obra, por años y decenios, como él mismo lo había pronosticado. El tiempo, sin embargo, se encargó de ubicarlo donde merecía, más allá del bien y del mal.