Por E. J. Rodríguez
Revista Jotdown (ES)
El celebérrimo emperador de Francia fue aficionado desde muy joven y dejó su impronta en la historia de los escaques, pues tiene a su nombre la apertura Napoleón y también una variante de la apertura escocesa. Si usted nunca ha jugado al ajedrez, estos hechos, por sí solos, podrían sugerirle que fue un buen ajedrecista. En los campos de batalla demostró poseer todas las habilidades tácticas concebibles, así que ¡bien podría pensarse que debió de jugar bien al ajedrez!
Napoleón amó los escaques desde muy joven. Siendo todavía un desconocido oficial de artillería, se dejaba ver con asiduidad en el Café de la Régence, club parisino donde solían reunirse los mejores jugadores de la ciudad y que estaba destinado a la leyenda, pues durante el siglo XIX acogería varios enfrentamientos míticos entre algunos de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos. Convertido ya en emperador, Napoleón continuó jugando siempre que hallaba ocasión, incluso mientras se encontraba enfrascado en la preparación de sus más célebres campañas militares. Tampoco dejó de jugar durante su penosa estancia final en la isla de Santa Elena, donde —como recordaría después el conde Emmanuel de Las Cases— el vencido Bonaparte solía disputar varias partidas cada noche, antes de cenar. A Santa Elena le enviaron un espléndido tablero artesanal con su correspondiente juego de piezas ornamentales, todas talladas con una «N» mayúscula y una corona imperial. Era regalo del hermano de un oficial británico al que Bonaparte había ofrecido un trato caballeroso durante las pasadas guerras. Napoleón quedó muy impresionado por el gesto, aunque al ver lo suntuoso del tablero comentó en tono jocoso: «necesitaría una carretilla para mover una de esas torres». En cualquier caso, la elección de aquel regalo demuestra que ya en vida su afición por el ajedrez era conocida en toda Europa.
Cosa distinta era su fama como jugador. Su indudable talento como estratega militar no se trasladaba con fortuna a los tableros de juego. Entre sus conocidos tuvo fama, incluso, de ser un ajedrecista mediocre. No son escasos los testimonios de contemporáneos sobre su escasa habilidad como ajedrecista. El propio conde De Las Cases rememoraba que, durante el viaje final hacia Santa Elena, Napoleón jugó con tripulantes del barco en el que viajaba, «perdiendo con unos y ganando a otros» pese a que «nadie en el barco era un buen jugador». Pero podría pensarse que las circunstancias del exilio le impedían concentrarse. Laure Junot, aristócrata y escritora, le vio jugar en momentos más felices y en sus memorias resumía sus impresiones con un escueto «el primer cónsul no era un ajedrecista demasiado bueno». Todavía más demoledor era el recuerdo del duque de Bassano, que durante algunas campañas militares disputó numerosas partidas con Napoleón, siendo además testigo de otras tantas. Nos proporcionó una reveladora descripción de su juego: «El emperador no era hábil en la apertura. Desde el principio, con frecuencia, perdía piezas y peones, aunque sus oponentes no se atrevían a aprovecharse de ello. Era solamente en el juego medio cuando se lo veía inspirado; la mêlée de piezas encendía su inteligencia; podía ver más de tres o cuatro movimientos en avance, y ponía en práctica bonitas y astutas combinaciones».
Cabe deducir que el duque pudo sobreestimar el mérito de las combinaciones de Napoleón en el juego medio, porque es poco creíble que un jugador que ni siquiera conseguía jugar las aperturas de manera correcta tuviese éxito con inspiradas combinaciones en fases posteriores del juego. A no ser, quizás, que sus rivales fuesen tan débiles como él, o bien que se dejasen vencer. Aquellas «astutas combinaciones» debieron de ser el resultado de la impericia de sus rivales, porque incluso un aficionado con cierta experiencia puede explotar las debilidades en la apertura.
Durante el siglo XIX aparecieron algunas importantes publicaciones ajedrecísticas en Francia y todas, en diversos momentos, intentaron describir el juego del entonces difunto Napoleón. Por lo general se basaban en las declaraciones de quienes habían jugado contra él, que lo describían como un ajedrecista mediocre. No obstante, en la sociedad europea se popularizó la idea opuesta. En paralelo a la progresiva mitificación del antiguo emperador, hubo varios intentos de adornar su recuerdo pintándolo como un gran estratega también sobre los tableros. En diversas fuentes poco fiables se hablaba del supuesto talento de Bonaparte como ajedrecista. Incluso circulaban algunas transcripciones de partidas que, según se decía, habían sido jugadas por él y demostraban sus habilidades. Las mismas publicaciones especializadas que describían su débil juego mediante testimonios comenzaron a publicar estas partidas.
La primera revista periódica dedicada al ajedrez, Le Palamède, publicó en 1845 una partida que Napoleón habría jugado cuarenta años antes contra la bella aristócrata madame de Remusat. Aunque Remusat dejó en sus memorias algunas valiosas impresiones sobre la personalidad de Bonaparte, nada dijo sobre esta partida. Se trata de una miniatura de solamente catorce movimientos. Napoleón, se supone, maneja las piezas blancas —pues era de buen tono ceder las negras a una mujer para que contrastasen con la blancura de su piel— y aprovecha con sencilla precisión los errores que su débil rival comete en la apertura, tejiendo una infalible red de jaque mate. En mi opinión nos hallamos ante una partida ficticia. Para empezar, en ninguna parte se menciona una fuente primaria y circulan como poco tres versiones distintas. Además, las jugadas resultan muy poco naturales y da la sensación de que madame de Remusat hubiese elegido cuidadosamente sus discutibles movimientos no con la intención de ganar, sino de que permitir que Napoleón se luciese con su combinación de jaque mate. En otras palabras, la partida produce la sensación de haber sido compuesta a posteriori, tal y como se componen los ejercicios de ajedrez, para intentar mostrar a Bonaparte como un hábil aficionado.
Otra célebre partida le habría enfrentado con el general Henri Gatien Bertrand durante su exilio final en Santa Elena. De nuevo es una miniatura, aunque más interesante. Comienza con una apertura escocesa muy sui generis que terminaría siendo bautizada como «gambito Napoleón», y prosigue con un intercambio de fuegos de artificio entre ambos contendientes, muy propio del estilo desenfrenado del ajedrez romántico de la época. Hoy sabemos, sin embargo, que esta partida data de mediados del siglo XIX, cuando la disputaron dos jugadores británicos, Hugh Alexander Kennedy y John Owen, aunque se le atribuyó a Bonaparte con la complicidad inicial del primero. Así pues, el «gambito Napoleón», bautizado a raíz de esta partida, bien debió haberse llamado «gambito Kennedy».
La tercera partida que se suele atribuir a Napoleón es la única que podría recibir el beneficio de la duda. Lo enfrentó contra «el Turco», un autómata que causó gran revuelo en su tiempo, y que durante sus exitosas giras por el continente europeo se enfrentaba a aristócratas o personajes célebres, a quienes casi siempre vencía. Como es lógico, había truco, ya que en la amplia base del autómata se escondía un hábil ajedrecista que lo manejaba desde dentro. Pues bien, de que Napoleón jugó contra el Turco no hay duda, porque el enfrentamiento entre el individuo más ilustre de su época con el «autómata» más famoso de Europa era un espectáculo que quienes pertenecían al círculo del emperador no iban a querer perderse, pero que además suscitó el interés del público.
Emperador y máquina disputaron dos partidas. En la primera, ante la hilaridad de los asistentes, Bonaparte realizó varios movimientos ilegales para poner a prueba al autómata —cosa que, en tono de guasa, solía hacer también con sus rivales humanos— hasta que el Turco volcó las piezas del tablero en celebrado gesto de disconformidad. Hecha la broma, Napoleón jugó la siguiente partida según las reglas… y perdió de forma contundente. La transcripción de esta partida también es de origen dudoso y, que yo tenga constancia, no existe manera de determinar si es auténtica. De serlo, no deja en muy buen lugar el juego del emperador, ya que comete algunos errores de principiante. Por esta partida se bautizó una variante como apertura Napoleón, que consiste en poner la dama en juego antes de tiempo, idea no muy recomendable si juega usted contra un rival con una mínima experiencia. La dama es la pieza más poderosa del juego y puede amenazar con facilidad al rey contrario, así que sacarla con rapidez puede parecer una opción muy agresiva si es usted un jugador novato… pero con ello solamente se consigue ponerla en peligro y, lo que es peor, retrasar el desarrollo de las demás piezas. El resultado de esta apertura Napoleón fue que las blancas, por ejemplo, se dejaron un alfil bloqueado en su casilla de salida. En fin, lo que se dice una apertura propia de un jugador muy flojo al que cualquier aficionado de nivel de aquella misma época podría haber vapuleado con facilidad. El Turco no tuvo piedad y le dio al emperador una soberana paliza. Después de solamente diez movimientos ya estaba claro que Napoleón lo tenía todo perdido; el resto del juego fue un desarrollo poco interesante de lo que se veía inevitable desde el mismo comienzo.
Como legado ajedrecístico de Napoleón tenemos pues dos partidas ficticias y otra que con buena voluntad podríamos dar por veraz, pero que deja en muy mal lugar su juego.
Con todo, resulta inevitable formularse dos preguntas. Una, si pese a todo Napoleón jugaba con una mentalidad parecida a la que demostraba en la planificación de sus batallas. Dejando aparte la partida contra el Turco, en los testimonios de terceros quedaron pocos detalles técnicos concretos sobre su estilo. Se dice que era un jugador agresivo que gustaba de lanzarse a un pronto ataque incluso cuando no resultaba recomendable. Según parece, le gustaba usar los caballos lo antes posible, a menudo moviéndolos antes que ninguna otra pieza. Algún contemporáneo trazó una semejanza con la forma en que empleaba la caballería en las batallas.
La otra gran cuestión es intentar explicar el hecho sorprendente de que precisamente él, de entre tantos personajes históricos que jugaron al ajedrez, pareciese tan falto de talento. Sabemos que fue aficionado durante casi toda su vida y que llegó a acumular muchas partidas de experiencia. También sabemos que era un hombre muy inteligente, cuya agudeza sorprendía con frecuencia en su entorno. Revolucionó las tácticas militares con una clarividencia y capacidad de análisis inéditas en su tiempo, y en aquellas disciplinas que dominaba su pericia no conocía parangón (además de ser el más grande general, tuvo fama como el mejor artillero de su tiempo). Así pues, la falta de capacidad intelectual no era el problema. ¿Por qué, entonces, era su ajedrez tan pobre?
La clave debió de estar en su personalidad. Parece que siempre mostró dificultades a la hora de concentrarse en una partida larga. Solía perder la paciencia si su contrincante pensaba durante mucho tiempo. Así, cabe deducir que le gustaba jugar siempre de manera muy ligera, como entretenimiento rápido, algo que puede conllevar un planteamiento muy superficial del ajedrez y por tanto un pobre nivel de juego. Perder peones y piezas al inicio de partida, como cuentan que hacía, demuestra que carecía de un conocimiento intuitivo de las aperturas más básicas, algo que casi todos los aficionados terminan adquiriendo a base de práctica por poco que jueguen un porcentaje de partidas bien pensadas. Madame de Remusat, en sus memorias, recordaba que Napoleón no tenía paciencia para escribir documentos de su puño y letra, ni siquiera para repetir una frase cuando los dictaba… aunque su secretaria no la hubiese escuchado bien. Esta necesidad de acción inmediata, sin duda útil durante sus batallas, le impidió trasladar su talento estratégico al juego-ciencia. Es la única explicación razonable para el hecho de que un hombre tan inteligente, que jugó al ajedrez durante toda su vida, fuese considerado tan mal jugador incluso por sus amistades.