Por Juan Gustavo Cobo Borda
Especial para la revista Arcadia
La explosión de Cien años de soledad (1967) sacudió el mundo de las letras latinoamericanas con sus millonarios tirajes. Su influencia en los libros que la sucedieron es múltiple e indiscutible: desde los universos ficticios y el uso de la cultura popular hasta las reinterpretaciones de la historia política reciente y su inacabada violencia. Pero en estas novelas aparecen también otros elementos del universo de García Márquez. Sea reinterpretando la figura del coronel que espera la llegada de su carta y la del dictador atrapado en un palacio en decadencia, o bien regresando al París de los escritores latinoamericanos y al sueño de la Revolución cubana, de la mano del oficio periodístico y de la historia, cada novela bien puede ser una lectura propia, novedosa y fecunda de García Márquez.
Dictaduras generalizadas
En primer lugar, otros autores vieron equiparados sus orbes autónomos con el Macondo de García Márquez. Así, el uruguayo Juan Carlos Onetti cerrará con Dejemos hablar al viento (1979) su saga en torno a un pueblo también faulkneriano llamado Santa María. En este último apéndice de una obra que había tenido momentos culminantes como La vida breve (1950) o Juntacadáveres (1964), Medina, médico, pintor y comisario, se muda a Lavanda para retornar al final a la inescapable Santa María. En ese regreso está también la fatalidad cíclica que marcará el devenir recurrente de la historia política latinoamericana, ejemplarizada en dictadores, generales o caudillos que distinguen a una de las secuencias más creativas y trágicas de nuestras letras: El otoño del patriarca, pero también Yo el Supremo, de Roa Bastos; La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, y Agosto, de Rubem Fonseca. En esta última, la mirada del comisario de los pobres, Alberto Mattos, con úlcera, muestra toda la pirámide social brasileña en torno a la figura de Getúlio Vargas, que en 1954 afronta una grave crisis. Pero este presidente se suicidará y Mattos será asesinado y será la escritura misma la que reescriba la historia; bien sea la mexicana, recreada en el París de Alejo Carpentier en El recurso del método, o en la novela de Ángeles Mastretta, Arráncame la vida; o la argentina que en la de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, muestra cómo el pasado sigue orientando el presente a través de la herencia peronista, lo cual en cierto modo corrobora el enfoque de García Márquez sobre Bolívar: el del laberinto que frustró sus sueños.
El machismo militar, representado en la novela de Mastretta por el general Andrés, que hace de Cati, una niña de 15 años, su mujer, tendrá una derivación. Cada vez que se va de la casa reaparece con nuevos hijos, en una desbordada fecundidad semejante a la de Aureliano Buendía. Pero lo importante es el crecimiento de Cati, quien, en la ambición de su marido de ser gobernador de Puebla, se convertirá en secretaria, espía y conocedora a fondo de la crueldad de ese hombre que, cuando ella se enamora y es correspondida por el músico clásico Carlos Vives, aparecerá con un tiro en la nuca. A su muerte, las innumerables viudas del general se repartirán su herencia.
Los excesos del machismo se han trocado ahora en los avatares del feminismo. Quien adelanta esta exploración con más sutileza y rigor es Clarice Lispector, una brasileña que en La hora de la estrella nos narra la odisea banal de una muchacha que se alimenta de perros calientes, le roban el novio y se llama Macabea. Termina muerta en la calle, arrollada por un auto. A las mujeres ya no las callarán. Ni siquiera en Los trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, donde el artista, marginado y sin educación, tiene un don: canta corridos y toca acordeón. Se llama Lobo y un día conoce al Rey y descubre que este es un capo de la droga y que tiene un secreto que la novela (que es casi obra de teatro) irá revelando: no puede tener hijos. Por ahora Lobo entra a su corte, a su palacio, donde hay un heredero que come carne cruda y una bruja y su hija que fascinará a Lobo. Pero antes estarán el joyero, el gerente y la niña. Ya forma parte del clan. Ya sabrá que hay mensajeros de otros clanes para intentar alianzas y que, ineludible, un gringo buscará la forma de mejorar la tecnología de los envíos venciendo la cortina de nopal. También hay zoológico, iglesia de hechicería y supersticiones y canciones que celebran a cada uno, pero siempre reconocen la magnificencia y generosidad del Rey. El final será dramático: cae ese reino y solo, abandonado por sus dos mujeres, la niña y La Cualquiera, el cantor solo tendrá un horizonte: la policía y el desierto. La soledad que había creído eludir y ahora lo cerca de nuevo. Palabras al viento. Diálogos secos. Personajes memorables y el final melancólico de quien cae y ya es solo equívoca leyenda: Pablo Escobar, el Chapo Guzmán. La ficción se ha trocado en serie de televisión.
Desde cuando García Márquez se interesó en la cultura popular, con los cantos vallenatos y el acordeón de Francisco el Hombre, este terreno se ha poblado de artistas como Lobo. Así en La casa verde, de Vargas Llosa, pero, sobre todo, en el máximo y feliz recreador de la nostalgia, el habanero Guillermo Cabrera Infante, quien vendrá de un pueblo a la capital para ser el más divertido y sagaz de los críticos de cine (otra pasión de García Márquez) y el más tenaz perseguidor de mujeres, trátese de diáfanas ignorantes hasta cursis seudointelectuales que lo obligan a leer en voz alta a T.S. Eliot en inglés. Pero la contabilidad de los coitos, la imperiosa exigencia de conseguir un tocadiscos para hacer el amor con música de Debussy, la errancia sin fin por calles, cines, night-clubs y posadas es un logro incomparable de diversión y relajo, de llantos y equívocos, donde el bolero es ya la Biblia del sentimiento. Cuando termina La Habana para un infante difunto se arrastra por el piso del cine, tratando de recobrar en vano anillo de boda y reloj regalado por el padre, perdidos en la exploración de las piernas de la vecina, remota e indiferente, que solo quiere mirar los dibujos animados.
El cine gozoso también se instala en las celdas represivas de la dictadura argentina, contándole un homosexual a su compañero izquierdista (Molina y Valentín) las películas que ya habían marcado la vida de Manuel Puig, con Fred Astaire, Rita Hayworth y Ava Gardner, hasta llegar a ese El beso de la mujer araña. Seducción, sadomasoquismo y soledad en compañía con viril desamparo. La cárcel como sala de cine, la película como fórmula de escape al horror, donde se contrasta blandura de mujer con dureza masculina, en dos hombres que se descubren y sinceran mutuamente.
La génesis del mundo
La obra de García Márquez tiene un trasfondo histórico que recrea no solo la figura de Cristóbal Colón y las tres carabelas, sino también el rico conjunto de las Crónicas de Indias, tal como él mismo recordó al recibir el Premio Nobel. Quien mejor hace suyo ese aporte es un argentino afincado en Francia, conocedor del objetalismo del nouveau roman y quien sorprendentemente logra mimetizarse en la voz más ajena: la de los indígenas caníbales, que, tanto en el Río de la Plata como en las costas brasileñas, hicieron de la antropofagia el expedito método para asimilar y transformar a fondo esa cultura invasora que venía de Europa. Como si fuese una escena salida de los cronistas de Indias, un barco y un grumete navegan hacia América. El muchacho tiene la incertidumbre propia de la indefinición adolescente y complace en ocasiones a los toscos y ásperos marinos, con una indiferencia que podría considerarse animal. Once, incluido el capitán, bajan a tierra y diez mueren acribillados por flechas indígenas. Solo sobrevive el grumete, quien ve cómo fraccionan los cuerpos de compañeros de travesía y los asan en grandes parrillas frente al mar, en un banquete caníbal, hasta la succión de los últimos guiñapos. Luego, un promiscuo desenfreno sexual, sin restricciones, cierra este extraño ritual que se repetirá luego de una nueva expedición punitiva en rápidas canoas tiempo más tarde. Pero el muchacho es respetado y bien tratado, hasta el punto que 60 años más tarde y luego de pasar diez en la tribu escribe estos recuerdos que tienen, cómo no, algo cíclico: se repiten, pero no se recuerdan cuando se interroga a los miembros de la tribu, que parecen padecer una similar peste del olvido: “Era como si hubiesen perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo” (pág. 95).
Rescatado por unos blancos, será entregado a sacerdotes, exorcizado y llevado donde el padre Quesada, que le enseñará a escribir y conocer idiomas, como el latín o el griego. Unos actores trashumantes lo incorporan a su tropa y representarán su propia vida, primero como comedia, luego como pantomima. Finalmente, refugiados en un pueblo con aire castellano y comiendo solo pan, aceitunas verdes y negras y vino, rememora y trata de entender el carácter de los indios. Su indistinción en una naturaleza que tratan de vencer con rituales repetitivos e infantiles para fijar en una memoria ajena esa carencia de realidad que los marca. Una muerte de un indio y un eclipse lunar cierran esta novela, excepcional por la calidad de su escritura y su voluntad de dar razón de ser a un cosmos aún no nombrado, como en el comienzo de Cien años de soledad cuando el mundo era tan reciente que había que bautizarlo persona por persona, objeto por objeto, señalándolo con el dedo. Todo lo que logra el incomparable Juan José Saer en El entenado (1982).
La violencia como lenguaje
Dos violencias distintas en un mismo continente: El desierto y su semilla (1998), de Jorge Barón Biza, y El asco (2007) de Horacio Castellanos Moya. Nacido en 1942, Jorge Barón se suicidó en Córdoba, Argentina, en 2001. Antes lo había hecho su padre con un tiro en la cabeza, luego de arrojarle ácido a la cara de su esposa, con quien había vivido 25 años, entre papeles, separaciones y exilios.
La novela arranca con el viaje de la madre, Eligia, y su hijo Mario, el narrador, quien la acompaña a Milán donde en un hospital tratarán de reconstruirle lo que subsiste del rostro, con injertos, cambios de tonalidades. El hijo, alcohólico, escapa a un bar cercano, donde conocerá a Dina, una prostituta italiana que hace la calle y lo invitará a sesiones con sus clientes, viejos y jóvenes, en escenas grotescas de sadismo y violencia.
El texto se halla interrumpido por composiciones escolares hechas en su colegio alemán en Montevideo, fragmentos de las novelas de su padre en un trozo de guerras civiles y cabezas cercenadas que enloquecen a quien las contempla y epígrafes de Paul Celan, Paul de Man y una ponencia académica sobre el papel de la lírica hoy día. Conocedor del arte (Barón ejerció como crítico de arte) servirá de guía por pueblos italianos a una pareja de ricos australianos que tienen una funeraria y, en una exaltada y conmovida escena final, alabará minucioso el cuerpo de Dina, quien se lo entrega en su propia casa, la víspera de retornar él y su madre a la Argentina, donde con una navajita le cortará la cara, en una suerte de ritual maligno que transparenta lo que le sucedió a su madre. Hay además una suerte de contrapunto sostenido con la figura de Eva Perón que, embalsamada, permanecerá oculta en Milán, por bastante tiempo. Eligia, la madre, se suicidará desde el departamento donde había malvivido con Aron, su marido. Tres suicidios en una cadena genética y diabólica.
En El asco, 11 años con los hermanos maristas y 18 sin volver a su país natal, El Salvador, marcaron a Vega que ha retornado al entierro de su madre. Se encuentra con Moya, compañero de colegio, e inicia la más feroz e hiriente de las diatribas contra todo: la pésima cerveza del país, los horribles platos típicos, los muelles desvencijados y, sobre todo, su hermano, su mujer y sus dos hijos, quienes lo han alojado con tres televisores prendidos en distintos canales. Paranoico, está seguro de que su hermano dueño de una cadena de llaves y cerrajería le robará la parte que le corresponde de la venta de la casa de su madre.
Pasaron ya los diez años de la guerra civil y ahora tanto los guerrilleros como la derecha solo buscan hacerse ricos, lograr que sus hijos estudien Administración de Empresas e impere un clima de militarización (todos caminan como sargentos) y gansterismo generalizado. Los 100.000 muertos de la guerra civil se incrementan con nuevas formas de matar por matar, de lucir armas y probarlas.
Ya Roberto Bolaño escribió al leer El asco: “Horacio Castellanos Moya nació en 1957. Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo, no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo. Es un superviviente, pero no escribe como un superviviente”. Se identifica con Thomas Bernhard, el escritor austriaco, por su odio compartido contra la patria, sea cual fuere, y su estilo musicalmente reiterativo.
Los libros colombianos parten, en alguna forma, del legado de García Márquez y buscan ir más allá. Se trata de su lección constante en relación con el rigor periodístico, en el caso de Héctor Abad, y la concisión humana de un pueblo donde se respira la violencia y los sueños ilusos hacen del coronel el arquetipo de la resistencia sin desfallecimiento que Evelio Rosero transmuta en su profesor de Los ejércitos.
En una familia ni pobre ni rica, solo acomodada, se sitúa El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, que es un canto de amor a su padre asesinado. Cuando este cae, su hijo, el único varón entre cuatro hermanas, tiene 28 años. Se llama igual que su padre, Héctor Abad. La trayectoria del padre, un médico higienista con conciencia social, los había llevado a visitar pueblos, veredas y barrios marginales, preocupados por el agua potable, las letrinas, los microbios y las vacunas, en la dura y áspera geografía montañosa de Antioquia.
Pero el retraso también tenía otras causas. La omnipresencia de la Iglesia, desde el rezo del rosario diario hasta la figura del cardenal Alfonso López Trujillo, arzobispo de Medellín, que prohibirá oficiar una misa fúnebre a ese comunista asesinado, cuando ya la Hora católica por la radio lo había cuestionado sin tregua durante años. Este catedrático, durante 25 años, en la Universidad de Antioquia, también desempeñaba un papel protagónico en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Antioquia que presidía.
En el turbio clima de entonces (narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, sicarios) no hubo nunca una investigación, sino que se diluyó en la nada, como cuando fueron asesinados Gaitán, Galán y Jaime Garzón. Se habló de Fidel Castaño y “de bananeros del Urabá, de finqueros de la costa, de terratenientes del Magdalena Medio aliados con oficiales del ejército” (p. 252). Este contar con llanto y precisión, esta reconstrucción en el dolor, no termina por exorcizar la tragedia, la cual subsiste, pues el testimonio válido es inútil ante el olvido inexorable que todo lo cubre. Solo las “coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, “aunque la vida perdió, / dejarnos harto consuelo/ su memoria”, y el poema de Borges que copiado a mano llevaba en su bolsillo cuando le dispararon parecen abrir el insondable enigma de la redención por la poesía y la música.
En Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, un pueblo, San José; un maestro jubilado, Ismael Pasos; y, su mujer, Otilia, también maestra, quienes hace diez meses no reciben su pensión, ven cómo el pueblo, en una atmósfera que trae el recuerdo de El coronel de García Márquez, se transforma violentamente. Los ejércitos son el narcotráfico, la guerrilla, los militares y los paramilitares. Pero los ejércitos parecen invisibles, al margen y en las sombras, salvo cuando incursionan en el pueblo y se sufren sus desmanes, caracterizados por esa barbarie inherente a la violencia colombiana: degüellos, descuartizamiento, estupro, despojo y una violación necrofílica al final.
Pero hay otra línea de soterrado humor senil. El viejo maestro disfruta con el deleite voyerista de atisbar a su vecina, que toma el sol, desnuda, pared de por medio. Ella, Geraldina, casada con quien llaman el Brasilero y que ha sido secuestrado junto con su hijo, sin alcanzar el dinero para el rescate, verá, junto con el profesor que no encuentra a su mujer, el éxodo progresivo del pueblo, su abandono inexorable, incluso el del propio ejército, sin avisar, pero eso sí llevándose, en avión, los animales que conformaban un zoológico en el espacio del cuartel. Hay tanto desconsuelo en ese final agónico, donde el profesor desmemoriado, no reconoce ni rostros ni casas, en una errancia trágica, que solo el laconismo de una madre que ve matar a su hijo lo resume en un chillido: “Les falta matar a Dios”. “Díganos donde se esconde, madrecita” le responden” (pág.198).
La tienda de Chepe, la iglesia donde el cura convive con la sacristana, el tonto que vende empanadas en las esquinas, gatos y guacamayas. El sobandero: todo lo típico de un pueblo transfigurado por el horror, agigantado por la impotencia y la violencia, convertido en un drama intolerable, en su laconismo y contención tan lograda. Del paraíso de los niños y los animales jugando, al inicio, hasta arribar al infierno final de los adultos enloquecidos de sevicia y venganza.
Pero también una política más amplia es cuestionada desde la ficción. Leonardo Padura (La Habana, 1955) obtuvo el Premio Princesa de Asturias 2015 entre otros por su impactante novela El hombre que amaba los perros. La novela se tensa en el duelo entre dos figuras históricas: Trotski y Stalin, y el hilo que los une será el catalán Ramón Mercader. Comunista asesino del primero, entrenado y encaminado por el segundo. Luego del asesinato, en 1940, Mercader pasaría 20 años en tres cárceles mexicanas, sin revelar nada, y al volver a Moscú recibiría en el Kremlin, de manos del jefe de Estado, Leonid Brézhnev, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética y miembro de honor de la KGB. Lamentablemente, ya para entonces la gran utopía del siglo xx se había pervertido y ahogado en sangre y las tales medallas apenas si le servían para no hacer excesivas colas en los desabastecidos mercados de Moscú.
Siguiendo con preciso detalle el exilio que desde 1929 padeció Trotski por Turquía, Francia, Noruega y finalmente México, Padura retrata un mundo donde la ideología solo engendra cadáveres y el miedo se convierte en el campo de entrenamiento para que los bandos rivales prueben sus armas, hasta el piolet de alpinista con que Mercader, que tantos nombres falsos y tantos pasaportes comprados utilizó, le abriera la cabeza al que llamaban el Renegado, el judío ruso compañero de Lenin, creador del Ejército Rojo, y quien fue el primero en llamar a Stalin “el sepulturero de la Revolución”.
Gran escritor admirado por Malraux y Breton, perdió a sus hijos y se iba quedando solo en ese Coyoacán donde Frida Kahlo y Diego Rivera lo acogen, gracias al asilo brindado por el presidente Cárdenas. Pero en el mundo la propaganda en contra suya lo había convertido en el falso profeta y enemigo del pueblo.
Hay una tercera historia, que sucede en Cuba, donde también otro sueño se hunde, entre la pobreza y el sectarismo, afectando a un escritor estéril que entabla amistad en la playa con un hombre que pasea dos preciosos galgos rusos, los caros borzois. Así se tejen y anudan los hilos, desde la Guerra Civil española, con asesinatos de trotskistas por los rusos y el triunfo de Franco. Todo se hace aún más sinuos y mendaz cuando Stalin y Hitler firman el pacto Molotov y Ribbentrop para repartirse Europa.
La mentira, las purgas, el crimen como razón de Estado y esas figuras patéticas manipuladas con sevicia como la de Sylvia Ageloff, a la cual Ramón Mercader utiliza para ingresar en la casa de ese hombre que envejece y que, si bien sigue proclamando la revolución permanente, ve cómo sus simpatizantes son cada vez menos. Tal como lo confirma el fracaso de la iv Internacional. Pero las dos guerras en Europa como las dramáticas escenas de la huida de Cuba, de tantos balseros por el puerto de Mariel, para irse a Estados Unidos en las más precarias embarcaciones, visto por el personaje Iván Cárdenas, novelista y veterinario improvisado que tantos cerdos castró para que no chillaran en los baños de apartamentos habaneros, son los dos rostros complementarios de ese fracaso generacional. Aquí se establece una relación curiosa con el García Márquez que intentó un libro sobre Cuba al inicio del bloqueo, sus modos de sobrevivir con ingenio, y del cual solo quedarán dos o tres capítulos pues la dirigencia castrista le sugería no publicarlo entonces.
Una novela triste y estremecedora sobre los sueños torcidos de tantas falsas esperanzas, de tantas vidas fracasadas en medio de consignas que al paraíso en la tierra lo trocaron en el infierno de no saber cómo la verdad vuelta mentira convierte a las dos en algo indistinguible, salvo en ficciones tan poderosas como esta. Novela donde todos los perros parecen ser más sensibles que sus dueños, intoxicados de política.
París, meca de todo escritor
La vida exagerada de Martín Romaña (1981) le dio a Bryce Echenique su primer éxito en reconocimiento y difusión. Trata de un niño bien, con padre banquero, que deja Perú y familia para irse a estudiar Literatura a la Sorbona y vivir en una estrecha buhardilla, donde se acumulan insólitos visitantes (un español que le corta el pelo al protagonista y acusan de policía) y un grupo de estudiosos marxistas que sueñan, cómo no, con ser guerrilleros en el Perú pero que por ahora se contentan con renovar su beca en Francia y comer, mal y barato, en las cantinas universitarias. Pero el núcleo exaltado del libro es Inés, la novia religiosa y tradicional de Martín, que llega, lo conmina a casarse, incluso por lo civil dejando de lado su formación, yéndose de luna de miel a España.
Entre referencias literarias a Hemingway y Pío Baroja, la oralidad contagiosa de esta escritura es a la vez humorística y fiestera, depresiva y trascendental. París, Londres y Perugia constituyen el gran tour latinoamericano por Europa, intentando escribir, amar y formarse lejos del capullo envolvente de un útero natal que nunca deja de estar presente, vigilando, cuidando y criticando, según sea el caso. Se trata de un recorrido afín al que haría años más tarde Gabriel García Márquez en el libro Doce cuentos peregrinos.
El texto de Bryce no deja de ser autorreferente: aparece un escritor Bryce Echenique, amigo de Julio Ramón Ribeyro, menciones a Un mundo para Julius y una acre sátira sobre sí mismo por el afán frustrado de intentar una novela sobre sindicatos pesqueros en su patria para congraciarse con el grupo izquierdista donde su novia se radicaliza cada vez más contra los hábitos infantiles y burgueses que Martín hace más notorios cada día. Un caso perdido y quizás la misma buhardilla en París donde Gabriel García Márquez escribió El coronel no tiene quien le escriba, que hoy es un hotel con una placa en la pared.
También en París vivió siete años el interlocutor, antagonista y minucioso estudioso de la obra de García Márquez, quien dejándole un ojo negro demostró que los celos no son solo literarios. Mario Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo, La guerra del fin del mundo, La historia de Mayte y La tía Julia y el escribidor hizo la gran comedia balzaciana de la historia latinoamericana (Perú, Brasil, República Dominicana), sea en clave de humor o en tono de exceso, en figuras envueltas en la superstición, como Antonio el Consejero o Rafael Leonidas Trujillo, en el realismo documental que agote archivos y comarcas en contraposición quizás al levitante vuelo retórico de la Mamá Grande, con el papa incluido. Por ello, al ganar el Nobel y tener ahora el mismo biógrafo de García Márquez, Gerald Martin, se ha cerrado el círculo perfecto de un momento estelar de la ficción en nuestro continente.
Un cambio de rumbo
En una entrevista hecha por Rodolfo Braceli y publicada en Ciento un años de soledad (2012), Gabriel García Márquez diría: “Porque para nosotros la realidad no es la realidad concreta, escolástica, de que si usted golpea aquí, se rompe la cabeza. Esa es la realidad, pero también la realidad son los muertos que salen, los desaparecidos, las magias, Dios, los milagros, todo, ¡todo! No hay una frontera. Se pasa de una cosa a la otra… Y mi madre vivió siempre, más que nadie, en eso” (pág. 38).
Quizás por ello en el período contemplado se siguen proponiendo grandes propuestas narrativas. Por ejemplo, al auscultar la decadencia sórdida e irreversible de las grandes familias chilenas y sus casas desconchadas, pobladas de mendigos y bultos semihumanos, como lo hizo en El obsceno pájaro de la noche José Donoso. Pero también ciertos nudos históricos intentan ser desentrañados, tal la relación América-Europa que lleva a Carlos Fuentes, en Terra Nostra, a involucrar en su textura ortodoxia y herejía, locos y bufones, en el negro esperpento de la corte española. También Fernando del Paso, autor como Fuentes de un libro sobre El Quijote, hace de la historia de Maximiliano y Carlota, en Noticias del Imperio, un elaborado monumento a esa locura arbitraria del poder, cuando los imperios europeos naufragan en playas americanas y las dinastías legendarias agonizan solas en salones vacíos poblados de espejos y suntuosos jardines a los cuales no arribarán ya los deseados mensajeros del imperio perdido. Solo subsistirá el fusilado cuerpo del emperador pintado por Manet.
La mirada se concentra también en peripecias menores como el hombre que deambula solitario por la Patagonia argentina, entre el polvo, los pueblos aislados y las estaciones de gasolina, a la espera de ese tornado que arrasará con todo que escribió Osvaldo Soriano en Una sombra ya pronto serás. Igual sucede con Ricardo Piglia en Plata quemada, donde el asalto de un camión bancario que lleva dinero, en Buenos Aires, se convierte en Montevideo, a donde huyen los asaltantes, en la tragedia griega de una pesadilla en la que centenares de guardias los van cercando sin posibilidades de fuga.
En la propia patria de García Márquez la óptica se reduce en las tres novelas que trazan la secuencia del narcotráfico en alguna forma. En Noticia de un secuestro ya se halla pautada por el titiritero mayor, Pablo Escobar, que mueve los hilos en la sombra. Se completa con Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo; Fernando Vallejo con La virgen de los sicarios y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer. Los muchachos universitarios que al ir a Estados Unidos descubren el negocio, los pilotos, los Cuerpos de Paz gringos, la Virgen, la mamá y el homosexualismo unidos en la fascinación letal de droga y dinero.
Pero quien parece crear un orbe propio, lejos de García Márquez, y así lo reconocen los lectores, es Roberto Bolaño al perseguir desde la literatura y la irrisión a una poeta estridentista mexicana ya no desde el realismo, ni el realismo mágico, sino a partir de la opción del infrarrealismo. Pero no hay duda de que García Márquez subsistirá con sus crepusculares visiones apocalípticas más allá del medio siglo después de su ya clásica Cien años de soledad.
Las 50 grandes novelas latinoamericanas desde 1967
Consultamos a 25 escritores y críticos de toda América Latina para elaborar este listado.
1. El beso de la mujer araña, de Manuel Puig (Argentina)
2. Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa (Perú)
3. Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (Chile)
4. 2666, de Roberto Bolaño (Chile)
5. Noticias del imperio, de Fernando del Paso (México)
6. El otoño del patriarca, de Gabriel García Márque (Colombia)
7. Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez (Argentina)
8. El entenado, de Juan José Saer (Argentina)
9. Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos (Paraguay)
10. Respiración artificial, de Ricardo Piglia (Argentina)
11. El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez (Colombia)
12. El desbarrancadero, de Fernando Vallejo (Colombia)
13. La novela luminosa, de Mario Levrero (Uruguay)
14. La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa (Perú)
15. Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez (Colombia)
16. Los ejércitos, de Evelio Rosero (Colombia)
17. Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante (Cuba)
18. El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso (Chile)
19. Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique (Perú)
20. Terra nostra, de Carlos Fuentes (México)
21. La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante (Cuba)
22. El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Colombia)
23. La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa (Perú)
24. Plata quemada, de Ricardo Piglia (Argentina)
25. El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza (Argentina)
26. La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo (Colombia)
27. El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez (Colombia)
28. ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo (Colombia)
29. La hora de la Estrella, de Clarice Lispector (Brasil)
30. Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada (México)
31. El libro de los placeres, de Clarice Lispector (Brasil)
32. Glosa, de Juan José Saer (Argentino)
33. El asco, de Horacio Castellanos Moya (El Salvador)
34. Hasta no verte, Jesús Mío, de Elena Poniatowska (México)
35. El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura (Cuba)
36. El viajero del siglo, de Andrés Neuman (Argentina)
37. Desmoronamiento, de Horacio Castellanos Moya (El Salvador)
38. Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti (Uruguay)
39. Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta (México)
40. Historia de Mayta, de Mario Vargas Llosa (Perú)
41. La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa (Perú)
42. Agosto, de Rubem Fonseca (Brasil)
43. La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique (Perú)
44. Estrella distante, de Roberto Bolaño (Chile)
45. Recurso del método, de Alejo Carpentier (Cuba)
46. Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo (Colombia)
47. Una sombra ya pronto serás, de Osvaldo Soriano (Argentina)
48. Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia (México)
49. Zama, de Antonio Di Benedetto (Argentina)
50. Primero estaba el mar, de Tomás González (Colombia)
En la elaboración de esta lista participaron Luis Fernando Afanador, Gabriela Alemán, José Ángel Báez, Alberto Barrera, Germán Beloso, Gabriela Bustelo, Giuseppe Caputo, Jordi Carrión, Héctor Abad Faciolince, Alberto Fuguet, Oscar Guisoni, Camilo Hoyos, Camilo Jiménez Estrada, Use Lahoz, Vivian Lavín, María Lynch, Winston Manrique Sabogal, Valerie Miles, Emiliano Monge, Nicolás Morales, Valentín Ortiz, Rodrigo Rey Rosa, Sandro Romero Rey, Mauricio Sáenz, Ricardo Silva, Michi Strausfeld y Fernanda Trías.