Revista Pijao
Las novelazas
Las novelazas

Por Carolina Sanín

Revista Arcadia

Acabo de terminar de leer una novelaza. Cuatrocientas páginas en letra muy pequeña. Argumento relevante y de actualidad: un adolescente hace una matanza en su escuela secundaria en Estados Unidos. Tema importante y poco (cada vez menos poco) explotado: las ambivalencias de la maternidad. En la portada, un sello: “Now a major motion picture” (Ahora una peliculaza). Se publicó hace ya unos años. Se titula Tenemos que hablar de Kevin (en el original, We Need to Talk about Kevin), y su autora es Lionel Shriver. La anuncia una cita del Boston Globe: “Imposible parar de leer… brutalmente honesta… ¿Quién, en últimas, necesita hablar de Kevin? Quizás todos nosotros”. Efectivamente, yo no pude parar de leer (y, efectivamente, parece además que ahora también necesito hablar de Kevin). Los capítulos acaban en punta, como enseñó la tradición de la novela por entregas del siglo XIX, para que la lectora quede picada y empiece en seguida a leer el siguiente; o como enseñó la publicidad del siglo XX, para que la consumidora quede insatisfecha (con una insatisfacción sin fin, que no es pregunta sino solo ganas) y quiera seguir comprando. Los personajes pueden imaginarse como personajes “reales”, es decir, como personas a quienes uno podría conocer y de quienes sabría qué decir. Tienen nombre, apellido, procedencia étnica, estudios en determinadas universidades, y parientes que se mencionan con nombre propio, oficio y domicilio, aunque no tengan ninguna incidencia en la historia. Se mencionan ciudades y suburbios que existen en la realidad geográfica, marcas y modelos de carros, productos conocidos de todo tipo. Hay fechas exactas, convenientemente contrastadas con los acontecimientos mundiales que tenían lugar mientras ocurría la acción ficcional. La novela está escrita en segunda persona, pues consta de una serie de cartas de la madre de Kevin a su esposo, el padre de Kevin. No falta, claro, el truco, la gran revelación para el lector, después de que este ha leído tropecientas páginas: ¡las cartas eran para un muerto! ¡Kevin también mató al papá! ¡Y además mató a la hermanita, que la novela nos había hecho creer, hasta ese punto, que seguía viva!

La novela tiene una estructura como escogida de un manual del triunfo literario, y una suficiente complejidad psicológica aparente. Como tantas novelas de su especie y su región del mundo, es un producto escrito para el éxito; no para el cumplimiento de una intención, sino para el logro de una ambición. La narradora es inteligentísima, no tiene puntos ciegos acerca de sí misma, lee con precisión la realidad (aunque, ¿por qué le escribe cuatrocientas páginas a un muerto? Ni idea). Antes de cada desenlace, hace una reflexión perspicaz, o un paréntesis pertinente, para aplazar el placer del lector. La protagonista es, pues, una escritora que podría ganarse un premio. Quién sabe por qué no escribe una novela en lugar de escribir esas cartas y por qué no es de carne y hueso, sino apenas un personaje en el papel, si es tan de carne y hueso. La novela copia la realidad y la hace tersa, inteligible, controlable. Mereció elogios, plata y película.

Yo la disfruté: “Me olvidé de todo mientras la leía”. “Me pude imaginar todo perfecto” (y tal como ya me lo había mostrado la película). Si quisiera ahogarme en el lugar común, diría incluso que “me metí en el personaje” (¿o es “el personaje se me metió”?). Sin embargo, siento y sé que perdí mi tiempo irremediablemente y que entorpecí mi imaginación y mi cuerpo al leer ese libro, como si hubiera estado viendo programas de televisión de true crime, o comiendo grasa o viendo porno durante las muchas horas que invertí en su lectura. El disfrute fue de mentiras, como el de un vicio. Es cierto que la novela hizo que me olvidara de mi vida, pero habría preferido que me hiciera recordarla o me ayudara a conocerla (no sé por qué habría de preferir la distracción y la amnesia). La lectura me llevó a ver cosas, pero no eran cosas de otro mundo, sino de este: Volkswagens y apartamentos de Nueva York y restaurantes y zapatos amarillos y líquido para destapar cañerías. No me llevó a vislumbrar ninguna verdad, es decir, no me acercó a ningún éxtasis, ni me dio ningún placer nuevo, ni ningún descubrimiento aparte de que Kevin mató a un montón de gente y era malo pero quién sabe por qué, y la mamá no lo quería pero a la larga sí. El texto no estableció ningún diálogo conmigo porque era un texto compuesto por el engaño, que tal vez sea lo mismo que la “honestidad brutal” que encuentra en él el Globe.

Las grandes novelas realistas gringas de las últimas décadas, que nos hemos acostumbrado a entronizar como parangones de la calidad literaria, son más novelones que novelazas. Nuestro gusto por ellas es proporcional a nuestro desinterés por la poesía. Las leemos con un impulso voyerista y consumista, simplemente para probar modos de vida. Las leemos como quien hace turismo de la peor manera y como quien oye chismes, con el agravante (el intensificador de su insignificancia) de que son chismes sobre gente inventada. Nos hacen creer que existe una sola modalidad del tiempo y que un personaje es una persona. Nos limitan a la visibilidad, y nos sugieren que la realidad es como ellas y que es inimaginable otra realidad que la de la materia. Entre esas grandes novelas gringas, “magistralmente escritas”, llenas de reflexiones y de acciones, impulsadas por personajes “redondos”, las hay mejores que Kevin: las de Philip Roth, por ejemplo. Las hay, también, inglesas: las del más virtuoso de todos, Ian McEwan. Quisiera no leer ni una novela más de esas, ni de las buenas ni de las mejores, y de los narradores contemporáneos anglos solo leer a Pynchon (y a los que sean como él), o a los grandes cuentistas (a George Saunders, a Lydia Davis, incluso a Lorrie Moore), aunque pueda darme más pereza y menos morbo; aunque sus textos me exijan más atención, pues no apelan a la adicción; aunque tenga que ejercitar, para entenderlos y disfrutarlos, otra facultad distinta de la hipertrofiada factualidad con la que se lee el nuevo realismo que parece diluir al gran Henry James en Coca-Cola, y que hace como si las vanguardias del siglo XX jamás hubieran tenido lugar y ni James Joyce ni Marcel Proust hubieran escrito una sola página.

Quiero leer una ficción cuyo artificio salga de la imaginación y me conecte con la imaginación, no con la artimaña. Que me haga imaginar el misterio de quien la inventó. No quiero lujos fabricados con destreza, sino tesoros encontrados: literatura imperfecta, oscura y centelleante, investigada en las cuevas y en el cielo. Que se acabe, por favor, por fin, la literatura del siglo XIX, que fue y seguirá siendo magnífica, pero que en el siglo XXI se reescribe con cada vez menos energía.


Más notas de Ensayos