Por Nátaly Londoño* Medellín
Revista Arcadia
Cuando se habla de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez tiene un sitio de honor. Pocas personas se acercaron como ella a su obra, a su vida, a su personalidad. Cuando se habla de Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, se habla de Buenos Aires, de las circunstancias que los caminos les fueron trazando para llevarlos a ambos al encuentro: se habla de aquel 1947, cuando Cortázar, todavía sin conocerla, tecleó su nombre en una máquina de escribir mientras redactaba la crítica de La náusea, de Jean-Paul Sartre, para la revista Cabalgata, y donde contra todo pronóstico elogió el trabajo de la traductora, cosa que hasta entonces no se estilaba: “Aurora Bernárdez vertió el difícil lenguaje de la obra con una exacta noción del ritmo sartriano. En cada página hay pruebas de su esfuerzo y su eficacia”. Y se habla de 1948, del año en que un cuento de Cortázar volvía a aparecer publicado en un medio y que le robaría toda la atención a Bernárdez: “Le dije a una amiga mía, Inés Malinow: ‘Mira, hay un escritor, salió un cuento de él muy bueno en La Nación, se llama ‘Casa tomada’. ¿Lo conoces? Yo no lo conozco. A mí me parece que es argentino. Español no es, ¿eh? Pero no sé’. Y me dijo ‘Ay, yo lo conozco. Es un muchacho muy alto, lo voy a ver el viernes próximo, ¿por qué no vienes?’. Fui. Y ahí nos conocimos”.
Cuando se habla de Aurora Bernárdez y de Julio Cortázar, se habla de París, se dice que se casaron el 22 de agosto de 1953 en la alcaldía del distrito 13 de la capital francesa, y que su relación fue siempre de admirar, como lo comentó Mario Vargas Llosa: “Entre ellos había un conocimiento que nacía del amor, de la pasión por la literatura. Estar cerca de ellos, oírlos, era aprender muchas cosas, era sentir que la vocación literaria sí valía la pena de ser asumida y que la literatura podía ser un estilo de vida, una entrega absolutamente apasionada”. Se habla de que quienes los conocían alcanzaban a percibir la misma magia que se desprende de los libros de Cortázar, “lo maravilloso cotidiano”, diría Louis Aragon. Se habla de todos los viajes que hicieron juntos: a Italia, a España, a India… Del terreno que compraron y de la casa que construyeron en Saignon, en el sur de Francia; de la respuesta de ellos cuando en la Unesco les ofrecieron ser traductores de planta y que significaba una suerte de lotería: “No. Porque eso nos quitaría mucho tiempo para leer y escribir que es lo que realmente nos interesa”. Y se habla de un año que pasó por sus vidas como una catástrofe: 1968.
En 1968 los Cortázar dejaron de ser Aurora y Julio. Sus caminos se bifurcaron y la potencia del vínculo que habían creado se transformó en una fuerza superior a cualquier circunstancia vital, según la misma Aurora: “La ruptura fue dolorosa para los dos, ciertamente dolorosa. Pero sobrevivió siempre no solo una amistad; es otra cosa: un afecto, una forma de amor. Una forma de lealtad. No tiene que ver ni con la fidelidad, ni con la pasión, ni con las pasiones propias y ajenas. No, es otra cosa. Es un sentimiento que sobrevive a todo”. Muchos se lo atribuyen al cambio que vivió Cortázar después de un viaje que hizo a Cuba y que terminó por convertirlo en un fiel seguidor de la causa socialista: “En ese tiempo Julio fue un hombre para afuera mientras yo seguía siendo para adentro”, contaba Bernárdez cuando alguien le sacaba el tema. Y después de esa respuesta, nada.
Cuando se habla de Aurora Bernárdez, Julio Cortázar es la marca. Se dice en seguida que fue su primera esposa, su eterna compañera de vida, quien lo cuidó en su lecho de muerte, su heredera universal y la albacea de su obra. La responsable de que todo lo que el escritor dejó inédito a la hora de morir fuera publicado, porque sí, porque Bernárdez tenía esa potestad, porque fue quien lo acompañó en su etapa más fecunda como literato, porque nadie en el mundo lo conoció mejor que ella, porque ella fue eternamente su primera lectora y su primera crítica: “El libro –Cortázar le comentó a Paco Porrúa, su editor, al enviarle Rayuela en 1963– tiene un solo lector: Aurora. Su opinión puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a llorar cuando llegó al final”.
Cuando se habla de Aurora Bernárdez se dice que nació en el barrio Almagro de Buenos Aires en 1920. Que fue la hija de Francisco y de Dolores y la hermana de Enrique, Francisco Luis, Ricardo, Federico y Adelaida, muchachos mucho mayores que ella, frutos del primer matrimonio de su padre; y la hermana también de Teresa y Mariano, dos pequeños a quienes adoró con amor encendido. Y cuando alguien intentaba saber más de su infancia o de su adolescencia, Aurora Bernárdez decía que sus primeros recuerdos la llevaban siempre a ese barrio Almagro, a la calle de la Independencia, al apartamento de cinco habitaciones y terraza en el que vivió con su familia, y a la plazoleta que frecuentaba porque tenía grandes árboles (tipas), que en primavera solían soltar unas vainas que planeaban en el aire, con las que ella jugaba infinitamente feliz, y después decía, entre risas sarcásticas: “Tengo recuerdos muy anteriores pero demasiado vagos como para contarlos, demasiado dudosos; ya no sé bien si soy yo la que recuerdo o si me lo han contado”. Esos recuerdos muy anteriores son de la época en que su familia se trasladó a Galicia y al hecho de que aprendió a hablar gallego antes que español. ¿Y los recuerdos posteriores? De esos no se sabe más.
Se dice de Bernárdez que una persona le cambió la vida: su hermano Francisco Luis, 20 años mayor que ella, pues por él comenzaron todos los caminos que la definieron: la impresionaban su prestigio como poeta, la amistad entrañable que sostenía con Borges y Onetti, y los artículos que publicaba en La Nación. Todo eso le ayudó a moldear una personalidad en la literatura, que la llevaría por el camino de la traducción, pues fue él quien le propuso dedicarse a ese oficio, quien la impulsó y la recomendó en el círculo.
Ser traductor es tener asegurado un boleto de segunda fila. Tal vez por eso muchas personas desconocen que quienes no leen en inglés, o francés, o italiano le deben su fascinación por obras de otros –de Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Jean Cocteau, Paul Bowles, Paul Valéry, Jean Anouilh, Gustave Flaubert, Henri Michaux, François Mauriac, Lawrence Durrell, Gore Vidal, Italo Calvino, Ray Bradbury, J. D. Salinger, William Faulkner entre muchos– a Aurora Bernárdez. Sin embargo, cuando alguien hacía referencia a sus deslumbrantes traducciones, a su impecable maniobra de trasladar el ritmo de cada uno de ellos en su más profunda esencia al castellano, ella apuntaba: “La verdad es que mi verdadero oficio es el de lectora”. No era de ese tipo de mujeres a las que gustan los aplausos. No era de recibir adulaciones, ni de dejarse descubrir públicamente: “No hay que demostrar nada, no hay que demostrar que uno tiene derecho a vivir y a escribir”, decía. Era de vivir para ella misma y para sus seres cercanos. Era como las mujeres festivas, livianas y soñadoras. “La tuve en la memoria, como una de las personas más lúcidas y finas que he conocido, una de las que hablaba de libros y autores literarios con más delicadeza y versación, dueña de una inconsciente elegancia en todo lo que hacía y decía”, escribió Vargas Llosa cuando el 8 de noviembre de 2014 se supo que el gran amor de Julio Cortázar había muerto.
Se dicen muchas cosas sobre ella. Se intuyen tantas otras. Y sin embargo, su nombre encierra una historia muda. Tal vez porque publicar o dar entrevistas o darse a conocer no era su prioridad ni su felicidad. Sin embargo hoy, con la aparición de El libro de Aurora (Alfaguara, 2017) se ha convertido en una escritora póstuma. Su amistad con sus editores nos la devuelve hoy en casi 300 páginas que buscan plasmar su tono más personal, su inteligencia, su delicadeza, su talento y su humor. “No hay más que este material. Y no habrá más. Es el primer y último libro de Aurora”, le contó al diario Clarín de Argentina, el compositor y cineasta francés Philippe Fénelon, editor del libro junto con Julia Saltzmann.
El libro está dividido en varios segmentos. Contiene sus poemas, 67 en total, divididos a su vez en dos partes: “La tarea de escribir y otros poemas”, cuyos poemas siguen el orden que ella misma dejó anotado en alguna libreta, y que están fechados entre los años ochenta y noventa, y “Poemas sueltos”, que no siguen ningún orden cronológico o temático. Después hay ocho relatos que llevan consigo un aire a Silvina Ocampo. Y los apuntes de sus cuadernos: notas de viaje, sus impresiones sobre escritores como Austen, John Keats o Beckett, o como Pizarnik: “Un pájaro que dibuja en el aire la palabra clave”; o sobre pintores como Tintoretto, Picasso, Warhol; o sobre cuadros específicos, o sobre deidades religiosas como Buda.
Sus temas era lo que se le presentaba a diario, lo que veía en una vitrina o en museo, lo que leía en un libro tal vez antiquísimo o lo que se sentía cuando pensaba en su Itaca, cuando entendía que siempre se sintió extranjera, extranjera incluso de sí misma.
El libro incluye también la única entrevista que concedió en vida, “Nunca me fue mal”, que aparece en el documental La vuelta al día (2014), y que sintetiza una amistad de más de 30 años con Fénelon, su entrevistador. De haber sido de otro modo, de haber sido otro el interlocutor, Bernárdez no se habría animado a contar en voz alta sus recuerdos rotos. “¿Quién fue Aurora Bernárdez?” –dice el prólogo que escribió el mismo Fénelon–. Responder esa pregunta es lo que busca este libro”.
El libro, sin embargo, más que responder esa pregunta, lo que hace es dejar sobre el papel la visión del mundo de Aurora Bernárdez. Y tal vez ahora ella esté en otro mundo repitiendo en voz baja un verso de Vicente Gerbasi: “¿No somos un secreto guardado por las horas?”.
*Periodista. Ha publicado en medios como El Mundo de España, El Espectador y las revistas Cromos y El Cultural.