Revista Pijao
La mejor manera de conocer al ser humano es viajar a Marte (con Ray Bradbury)
La mejor manera de conocer al ser humano es viajar a Marte (con Ray Bradbury)

Por Pedro Torrijos   Foto Cortesía de la Fundación Telefónica.

Jotdown (Es)

Todas la rechazaron; no querían historias cortas, querían una novela. La penúltima noche, Bradbury concertó una cita que acabaría convirtiéndose en cena con un editor de Doubleday Publishing llamado, casualmente y sin relación ninguna, Walter Bradbury. Doubleday también quería novelas, así que el otro Bradbury le preguntó a Ray si sería capaz de unir sus relatos con un armazón común que los vertebrase y les diera la extensión de un libro completo. «Ya que casi todos giran en torno a Marte, podrías llamarlo Crónicas marcianas». Dos días después, y con un cheque de setecientos cincuenta dólares en el bolsillo, Ray tomó el mismo autobús de regreso a Los Ángeles. En ese trayecto de tres mil millas fue escribiendo los borradores del hilo conductor de su novela, entre ellos, la historia del señor y la señora K.

En abril de 1950, Doubleday publicó la primera edición de Crónicas marcianas. El segundo capítulo se titula «Ylla» y comienza así:

Tenía en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.

Con treinta años recién cumplidos, Ray Bradbury veía editado su primer libro en los estantes de las librerías. Era el principio de una carrera que se iba a prolongar durante más de seis décadas en otras veintisiete novelas y más de seiscientos cuentos que colocaría al escritor de Illinois en el monte Olimpo de los literatos de ciencia ficción y, si me apuran, entre los mejores prosistas del siglo XX. Porque lo realmente importante no es que su nombre apareciese por primera vez en la cubierta de un libro; era que su interior contemplaba a Marte como nunca se había hecho. El planeta rojo de Crónicas marcianas no era un lugar yermo y hostil surcado por canales secos; no era el planeta que Galileo había visto en su telescopio en 1610. Tampoco era un planeta feroz, hogar de sangrientos alienígenas invasores; no era La guerra de los mundos de H. G. Wells. Ni siquiera era la tierra de un antiguo imperio poblado por reyes, princesas y esclavos; no era el John Carter de Marte de Edgar Rice Burroughs aunque, sin duda, Ray lo había leído.

El Marte de Bradbury es un lugar distinto pero no incomprensible, habitado por una civilización lo suficientemente parecida a nosotros como para poder describirla pero demasiado ajena para hacerlo en términos convencionales. El Marte de Bradbury es casi un compendio de la fascinación del ser humano por el planeta más cercano a la Tierra y, quizá por eso, solo puede contarse con lírica e incluso con poesía:

Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa.

Marte no se miraba con ojos humanos sino que eran sus propios habitantes quienes narraban la naturaleza de su mundo pero contemplaban, con el mismo miedo y la misma sospecha, pero también con el mismo deslumbramiento que nosotros tenemos por la galaxia, la llegada de unos extraños visitantes del tercer planeta del Sistema Solar. Ese planeta que debería estar deshabitado porque «sus niveles de oxígeno son demasiado elevados». En efecto, los invasores de Bradbury son los seres humanos.

A grandes rasgos, Crónicas marcianas cuenta la llegada a Marte de los humanos, que escapan de una Tierra devastada e inhabitable. Se encuentran con las dificultades propias para la colonización, traen el conflicto con los habitantes originales del planeta, traen cohetes incomprensibles para los marcianos, traen armas inasumibles para los marcianos, traen enfermedades devastadoras para los marcianos. Bradbury sienta las bases de la mejor ficción especulativa; esa que, salpicada de puro sentido de la maravilla, mira a la realidad desde un ángulo exótico para así poder explorar los recovecos de la condición humana que permanecerían ocultos si se tratasen desde perspectivas convencionales. Bradbury define un género que viaja a otros mundos para conocer al hombre. Porque el planeta rojo de Bradbury no es Nergal, el dios sumerio de la guerra y la enfermedad, y tampoco es el griego Ares ni el epitómico Marte romano. En Crónicas marcianas, la guerra la llevamos nosotros.

Cuando la sonda Mariner 4 envió las primeras fotografías orbitales de Marte en 1965, la humanidad supo con certeza que el planeta rojo no tenía ríos ni columnas ni marcianos que escuchaban libros tocados como arpas. Era un desierto ocre, yermo e inhóspito. Sin embargo, esas imágenes, junto a la euforia del programa lunar Apollo, plantaron la semilla de un sueño que aún nos asalta cada vez que el Curiosity Rover se hace un selfi desde ese mismo desierto. Quizá seguirá siendo yermo pero no tiene por qué ser inhóspito. En palabras que el propio Ray Bradbury pronunció cuando la Viking 1 amartizó en 1976: «Hoy hemos llegado a Marte. Hay vida en Marte, y somos nosotros».

La fascinación milenaria por el planeta rojo, su influencia en la literatura, el cine o la música, su comprensión como objeto de estudio científico y como destino de exploración aeroespacial, su pasado acuático y hasta su futuro como posible hogar para la colonización humana pueden verse en la exposición participativa Marte. La conquista de un sueño. La muestra se divide en cinco grandes bloques expositivos e incluye talleres para todos los públicos y actividades paralelas en redes sociales. Está coproducida por la Ciutat de les Arts i les Ciències, Generalitat Valenciana, con la colaboración de ESA, INTA, INAF y LG, y permanecerá abierta desde el día 8 de noviembre de 2017 hasta el día 4 de marzo de 2018 en el Espacio Fundación Telefónica, en el número 3 de la madrileña calle Fuencarral.


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