Revista Pijao
‘En busca del unicornio’, treinta años después
‘En busca del unicornio’, treinta años después

Por Susana Rizo

zendalibros.com

“Estos caballos unicornios pacen en los pastizales de África, más allá de la tierra de los moros. El Rey nuestro señor quiere que tú y otros vayáis allá y le traigáis uno de esos cuernos. El Rey lo necesita para que sus boticarios saquen de él ciertos polvos e virtud que son muy salutíferos y necesarios para el buen servicio el Rey nuestro señor.”

En busca del unicornio narra las aventuras de Juan de Olid, criado del Condestable de Castilla Lucas de Iranzo, que fue enviado en 1471 en misión secreta por el Rey de Castilla Enrique IV a emprender un viaje por África. El objetivo era encontrar y dar caza a un unicornio, cuyo cuerno debería ser entregado al mismísimo Rey para solucionar sus problemas de menguante virilidad. Para conseguir el cuerno debe acompañarles una mujer que no haya conocido varón, pues según los tratados medievales tan solo una virgen puede apaciguar la fiereza de tan espantable animal.

“Plinio certifica que el unicornio huele a la doncella y va a posar su cabeza en el regazo de la niña: entonces se deja cautivar fácilmente porque abandona su habitual fiereza y la torna en mansedumbre. Con una virgen de carne y hueso —continuó Fray Jordi, y luego añadió como para sí—. Si es que el Canciller real encuentra alguna en todo reino de Castilla.”

La historia está escrita en primera persona, pues es el propio Juan de Olid quien recuerda en sus memorias lo que vivió en ese lance, que duró nada menos que veinte años. Partió de Segovia escoltado por cuarenta ballesteros a caballo, y atravesó el continente africano, desde el desierto hasta el “país de los negros” (definido en la Baja Edad Media como el continente africano al sur del Sahara), viviendo por el camino las más inesperadas y peligrosas situaciones. A medida que el viaje avanza, los cada vez más mermados expedicionarios bautizan con nombres cristianos las tierras que van conociendo. Quizá os preguntéis si dieron con el unicornio. No puedo desvelaros eso, ni en qué condiciones regresaron, pero sí puedo aseguraros que te acabas metiendo en cada aventura que aquí se narra, poniéndote en la piel de Juan de Olid, y cuando piensas que no les puede pasar nada más, ves que estabas equivocado.

“Conocí ya la dificultad de la empresa y empecé a moderar el contento primero que la confianza real había despertado en mí. Hasta se me pasó por la imaginación, en la flaqueza de un momento, que me escogieran por más mentecato y menos avisado que los otros, antes que por más valiente y esforzado, como creía.”

Le acompañan en esta aventura personajes entrañables como el cura Fray Jordi de Montserrate, el negro Manuel, el soldado Andrés de Premió, Inesilla y doña Josefina de Horcajadas, la doncella que deberá amansar al unicornio. En esta sorprendente historia desfilan muchos otros personajes geniales, como la bella Gela de la “tierra de los negros”, o Manolito de Valladolid, quien suspira por Juan de Olid, más éste lo hace por doña Josefina, lo cual acarreará ciertos problemas para la misión, como se verá. La recreación de ambientes, lugares y gentes ha sido muy cuidada por Juan Eslava, se nota aquí su gran afición por la Historia y la Arqueología, y es de gran placer leer siguiendo el mapa que ilustra la última página del libro.

“Y otra cosa maravillosa y digna de nota es cómo entre los negros hay dos o tres rostros, y no hay más, no como entre los blancos, que cada uno tiene su cara, y por mucho que se busque no se encuentran dos iguales, como no sea en hermanos del mismo vientre. Por eso, los negros, para distinguirse entre ellos, van todos marcados de un modo u otro y unos tienen cicatrices en el rostro. Y es de maravillar que todos traen buenos dientes y muy blancos.”

La historia es épica, llena de momentos tremendamente cómicos gracias al ingenio único de Juan Eslava, y no menos dramática por cuantos sinsabores que Juan de Olid y los bravos que le acompañan deberán pasar para conseguir encontrar al famoso unicornio. Incluso diría que hay un deje triste, de derrota, por la condición tan hispana de satirizar y ridiculizar a gentes de valía y convertir en una picaresca al más puro estilo español lo que en Grecia hubiera sido una epopeya. Y es que esta aventura emprendida por Juan de Olid me recuerda, en cierto modo, a las peripecias sufridas por Alonso Quijano cuando decide hacerse caballero andante.

“Y cuando supieron que habíamos llegado de tan lejano país porque nuestro Rey quería un cuerno de unicornio, nos tuvieron por locos y gente de poco seso y dijeron que era imposible de hacer. Mas nosotros dijimos cómo llevando una doncella el unicornio se amansaba y se dejaba quitar el cuerno, y los negros, en su ignorancia, se reían mucho de nosotros. Y Andrés de Premió y yo nos mirábamos, y no sabíamos si enfadarnos o si habíamos de dejarlo pasar, por ser gente tan sin malicia y desconocedora de las cosas del mundo.”

En las ediciones más recientes de la obra hay un apéndice muy interesante donde Eslava cuenta lo que hay de cierto en la novela y una revelación para quien quiera seguir pistas: se trata de la crónica Hechos del Condestable Miguel Lucas de Iranzo, la responsable directa de que Juan escribiera este libro. Gracias a dicha crónica se sabe que existieron el condestable Iranzo y su criado Juan de Olid, y se describe cómo era la vida en Jaén a finales del siglo XV, en un estilo sorprendentemente moderno, que inspiró a Eslava para su libro. La crónica se interrumpe en 1471, justo el año en que Eslava situó el inicio de la aventura. La razón: se cree que Juan de Olid fue quien redactó estas memorias. Para Eslava, Olid dejó de escribir, claro está, para realizar la misión de iniciar la imaginaria expedición.

La idea concebida por Eslava era además muy atractiva para ser llevada a otros formatos: la dibujante Ana Miralles y el guionista Emilio Ruiz la adaptaron en tres álbumes cómicos de gran éxito publicados por Glenat en Francia, y quedó pendiente un proyecto para llevarla al cine.

¿Qué puedo decir? Es, en definitiva, una obra que es pura delicia, tremendamente divertida en muchos momentos por esas expresiones en castellano antiguo que Eslava domina, los giros argumentales y continuas sorpresas. A través de la mirada de Juan de Olid ves como lo que empezó como algo heroico, siendo él un joven valiente y bien parecido, va tornándose en un verdadero valle de lágrimas. Hay algo hermoso en este libro, que conmueve. Lo sentí así cuando lo leí por primera vez, y tras el paso del tiempo, sigo teniendo la misma sensación. No he dejado de recomendarla desde entonces.

Conocí a Juan hará casi una década, una tarde de mayo en la que conversamos largamente. Lo había visto en las ferias de libros y habíamos charlado vía mail con motivo de una recopilación de anécdotas en la que quise colaborar para uno de sus libros. Siempre he admirado su vasta sabiduría y su forma de transmitirla en el lenguaje oral y escrito. Lamentablemente, ahora no he podido hacerle una entrevista en persona, pero quisiera recordar aquí lo que conversé aquella tarde de hace ocho años.

Juan Eslava es un hombre risueño, sereno, de esos que transmiten esa reconfortante sensación de estar en paz con uno mismo. Él vivía en Barcelona en aquel entonces, y al regresar a mi casa anoté en una libreta los recuerdos de aquella nutrida charla, porque algo así no pasa todos los días, y pensé que me gustaría releerlo en el futuro. Lo que jamás imaginé es que llegaría a compartirlo cuando acabara yo reseñando uno de sus libros. Con su visto bueno, por supuesto. Este caballero ingenioso y culto, que guarda las maneras de antaño, me regaló ese día un tesoro: Cinco tratados españoles de alquimia, uno de sus primeros libros.

Nada más presentarnos, me insistió: “¡Por Dios, tutéame, mujer!”. Aunque estaba algo inquieta, pensé: “Adelante, Susana. Es una gran oportunidad. Escucha y aprende”. Llevé conmigo un pequeño arsenal de libros para enseñárselos, por si mi timidez traidora provocaba algún silencio, pero eso no sucedió, pues Eslava es un gran conversador. Me deleitó con un recorrido por su vida, porque empecé a bombardearle con preguntas aprovechando el gran regalo que me acababa de hacer. Su primera novela, con tan solo veinte primaveras, fue una especie de autobiografía, escrito con seudónimo, precisamente sobre sus andanzas como estudiante. Le expulsaron de cinco colegios, todos ellos religiosos. No se convirtió en un estudiante responsable hasta que no le metieron en uno laico.

—La religión —dijo—, es una de las cosas que más daño nos han hecho en este país. En mi última novela, El catolicismo explicado a las ovejas, trato de ser cruel con la religión con la misma aparente objetividad con la que nos tratan ellos a nosotros.

En ese momento saqué mi primer libro del arsenal, que era precisamente esa misma obra:

—Dedícaselo a mi madre, por favor.

—¿Es religiosa? —me preguntó.

—Sí, pero con una mente abierta.

Juan vio que el punto de libro estaba ya más o menos a la mitad del mismo.

—Pero ha comenzado a leerlo… ¿Sigue yendo a misa?

—De vez en cuando.

—En tal caso, vamos bien.

Y me puso esta dedicatoria: “Para María, un viaje a los mitos del cristianismo que espero no le resulte demasiado escandaloso”

Juan vivió un tiempo en Reino Unido, en dos ciudades, Bristol y Lichfield. Había estudiado filología inglesa en la Universidad de Granada, y tras su tesis doctoral sobre historia medieval fue a Inglaterra para ampliar sus estudios. Le encantaba el mal tiempo, y el poder estar aislado en casa bajo esa capa plomiza celeste casi permanente. También había trabajado como arqueólogo, que es su gran pasión, junto con la Historia. Se había pasado casi treinta años dando clases de inglés en un instituto de Sevilla, y entretanto escribía novelas.

—Por cierto —me dijo—, que los de Jaén se parecen a los catalanes en cuanto al carácter.

Conocía muy bien Cataluña y, me dijo sentirse fascinado por Barcelona.

—Barcelona es la ciudad donde moriré, no pienso moverme de aquí. Me encuentro a gusto, la gente es amable, está todo muy bien organizado y además tenéis el Mercat del Ninot y el de Sant Antoni, que para mí son muy importantes. Me encanta pasear por allí. Ambos mercados son lugares donde el tiempo se ha parado. Como antaño, lucen puestos con ropa, libros, y objetos de toda variedad, y los venden al grito de “niña, cómprame esto, que te regalo otro”. Fíjate que en Barcelona la gente de la tierra es, en realidad, gente de la pagesía.

Ya que hablábamos sobre Barcelona, le dije que me alegraba que estuviera cómodo por estos lares y que no viera pegas por las supuestas diferencias (en aquel entonces no había pasado todo lo que estamos viviendo ahora).

—En absoluto, y trato de rebatir a cualquiera que saca el tema.

—¿Y Madrid? ¿No te gustaría vivir en Madrid?

Estuvo unos momentos pensativo, y al cabo me dijo:

—Es que verás, mis recuerdos de Madrid sólo los puedo asociar a competición, y no son buenos.

Y al ver mi expresión de extrañeza me empezó a explicar de qué competiciones se trataba:

—La esgrima fue la primera. Sí señor, los floretes.

Al parecer, esas actividades le encantaban. Pero entre risas añadió:

—Me tumbaron a la primera de cambio y tuve que abandonar la competición.

Tiempo después volvió allí a competir, pero a unas oposiciones para la cátedra que ganaría como profesor de educación secundaria.

Seguía pensativo, cuando me revela:

—Y el caso es que Madrid es bonito, tiene amplios espacios, montañas…, y ahí tengo excelentes amigos. Nunca se sabe.

Juan Eslava es un gran amante de las palabras, y me reconoció que le gusta inventarse de hecho algunas de ellas. Me recalcó que a pesar de la riqueza de vocabulario que uno pueda tener, es indispensable la inteligibilidad en la redacción, que esta se comprenda, que sea directa y sencilla. Aquí me explicó una anécdota que le hizo ponerse, o eso creo, un punto melancólico:

—Mi padre me dijo una vez: “Tu madre se me ha encimado”.

Y se empezó a reír, mientras me aclaraba el significado:

—Tienes que hacer esto, y lo otro, tienes que tomarte estas pastillas….

Me contó que sus padres eran gente sencilla de ambiente rural, dedicados a los olivares. El tema del aceite es otra de sus grandes pasiones, y tiene un libro dedicado a ello titulado Un jardín entre olivos.

Le comenté que cuando iba a Madrid me llevaba conmigo el libro que él dedicó a los escenarios del Capitán Alatriste.

—Una vez, por Sant Jordi, te lo llevé para que me lo dedicaras.

—Pues este año Sant Jordi ha sido deprimente. Y es que no me fue a ver casi nadie. Tenía al lado a un tipo cocinero, que ni siquiera es cocinero, es de esos que salen por la televisión, con una cola de señoras impresionante, y yo estaba solo.

—Juan, es que ese día sale a la calle una muchedumbre de gente, y muchas veces se va a lo más televisivo, ya sabes…

—Es verdad —añadió—. Además te digo una cosa: el “lector-lector” apenas compra libros ese día.

Le conté que yo trabajaba en una biblioteca.

— ¿Y tenéis muchos libros míos por allí?

—Sí, tenemos muchos, tal vez todos.

Parecía sinceramente emocionado, y eso que él ya tiene mundo recorrido y ya sabe qué lugar ocupa como escritor, pero era como si volviera un poco el niño ilusionado mientras me escuchaba.

—Tú pareces conocer bien mi obra. ¿Cuántos libros míos has leído?

Me dio la sensación de que le salía inconscientemente cierta actitud docente, y yo pensé: “¿para qué narices vas a decir que has devorado toda su obra, si te has leído solo una ínfima parte (en ese momento tenía publicados 65 libros, nada menos)?”

—Pues mira, en profundidad me he leído ocho.

Y seguidamente abrevié:

—El Unicornio, el de la de Guerra Civil, el de La mula, Señorita, los templarios, los íberos, los escenarios de Alatriste y el más reciente, el del catolicismo y las ovejas. Y luego le he echado el ojo a El sexo de nuestros padres y a una de verdugos que escribiste, que es un poco espeluznante. Tengo en la mesita esperando Una historia de España contada para escépticos, para ir tomando notas. Pero mi preferida es En busca del unicornio. Tú para mí eres un descubrimiento reciente, dame tiempo.

— ¡Oh sí! El Unicornio —su expresión se vuelve algo nostálgica— aquella novela la escribí hace mucho tiempo. Era una novela muy inocente.

—Lo que es, es una genialidad —añadí enfáticamente.

Con esa novela Juan Eslava había ganado el premio Planeta de 1987.

— ¿Cómo recuerdas ese momento, cuando te entregaron el premio?

—Siempre he dicho que he sido el autor más beneficiado, porque era un desconocido y desde el premio no he tenido dificultad para publicar.

La historia de este libro es curiosa, pues lo escribió durante una huelga de alumnos del instituto donde impartía clases.

—Tardé en escribirla exactamente 18 días de intenso trabajo en los que solo pisaba la calle para comprar vituallas.

Un amigo le sugirió que la presentara para el Planeta. Él pensó que era una locura, siendo un autor desconocido, pero finalmente lo hizo bajo pseudónimo (Juan E. Galán Arjona).

—Fue absolutamente merecido —afirmé—, pues es una obra de una belleza, originalidad y maestría que he visto en pocas novelas.

Le comenté que lo que me gusta de su obra es cómo narra, cómo explica las cosas.

—Tengo la sensación —le dije— de estar en una clase y que un profesor (uno de esos que jamás olvidas) te está exponiendo las cosas de una forma fascinante. Y admiro, especialmente, tu sentido del humor y las anécdotas que cuentas en tus libros.

—Supongo que no puedo desprenderme de casi 30 años de oficio como profesor, y me gusta especialmente contar anécdotas.

Me explicó, además, que la atención del alumno disminuye al cabo de 30 o 40 minutos, como mucho. Después, sencillamente, no se puede mantener al mismo nivel, y hay que descansar.

—Pero si cuentas una anécdota —comentó— una página nueva se abre, y recuerdas mucho mejor, y comprendes mejor lo que te están explicando. Estos recursos son básicos, y ahorran cientos de renglones que pasan al olvido. Por ejemplo, si no me hubiese puesto a contar anécdotas divertidas en el libro de los verdugos, habría sido una obra muy morbosa y sórdida.

Le recordé la escena de los churros que se inventó en su ensayo sobre los íberos. Juan se imaginó que los íberos tomarían churros, porque tenían toda la materia prima disponible. Para no aburrirse tanto los domingos se reunían para tomar churros, y te describe una escena en el libro que es para partirse de risa. ¡Le hizo mucha gracia recordar esto en nuestra conversación! Pero me corrigió jocosamente:

—Jejeje, tú como historiadora NO debes cometer el error que te acabo de escuchar. No se dice “íberos”, sino “iberos”, con el acento en la “e”, ojo.

— ¡Ups, perdón!

—Por cierto, Juan, hablando de “ibééééros” y de los primeros pobladores, tengo entendido que te interesa mucho la civilización de Tartessos.

—Sí, “Tartessós”, —me corrigió de nuevo—. En griego se dice con el acento en la “o”.

Pensé para mí: “Susana, limítate a escuchar”.

—Los “Tartessós” me interesaron mucho durante un tiempo —añadió—.

Aproveché, entonces, para sacar mi siguiente baza del arsenal: un libro antiguo de mi biblioteca sobre los “Tartessós”. Y le comenté:

—El que inauguró nuestra biblioteca pública era arqueólogo y reunió una colección dedicada precisamente a las primeras civilizaciones de Hispania. Su valiosa donación la hizo antes de morir.

El libro que mostré a Juan era el que yo creía la obra maestra que se ha escrito sobre esta civilización. Tenía intención de dejárselo, porque sabía que estaba escribiendo precisamente una novela ambientada en esa época y en el Mediterráneo. Se quedó mirando el volumen entre sus manos:

—Lo conozco. Este libro lo escribió un alemán, un fantasma que quería demostrar, a toda costa, lo buen arqueólogo que era. Quería convertirse en un héroe y hacer uno de los descubrimientos más grandes de la Historia, pero se equivocó, pues “Tartessós”, como tal, no existió. Este libro ya no tiene ningún valor.

La situación era un poco cómica. Yo pensando que le acababa de enseñar el Grial, y resulta que era un timo y su autor un pretencioso. Pero fue positivo, porque a partir de ese momento me empezó a hablar de arqueología, y yo, que cuando era más moza estuve trabajando con un grupo de arqueólogos, disfruté como una criatura. Me explicó que la arqueología es una ciencia que avanza y, como tal, los libros se quedan obsoletos y tan solo tienen un valor a nivel histórico.

Eslava se dedicó a esto de jovencillo, en su tierra, a desempolvar restos e interpretarlos, a medir el terreno, a analizar los estratos. Estuvo un tiempo así hasta que, según me contó, recibió una postal de una novieta suya con una foto (ahora no recuerdo sobre qué, pero sería de algún hallazgo importante), en la que simplemente decía: “¿De verdad crees que vale la pena?”. Y esas palabras —me dijo— le hicieron decidirse a colgar los hábitos.

—Me voy a pasar la vida haciendo esto y no voy a avanzar. Me gustan demasiadas cosas, y esto podía ser un impedimento para alcanzarlas.

Hablamos nuevamente de la civilización tartessica, y de su supuesto rey, Argantonio. —Mitos —me dijo—. Los antiguos inventaban mitos para justificar sus orígenes. Si esta civilización gloriosa hubiera existido de verdad, ya habría aparecido. Seguramente ése fue el nombre que se le dio a una especie de colonos, fenicios probablemente, que igual estarían de paso, comerciando.

Me contó anécdotas sobre los restos de vasijas y cerámicas increíblemente ricas en decoración que se han hallado en lugares inesperados. Su teoría sobre dicha presencia de restos es que se trataba de una moneda de cambio, puesto que el comercio era la base de la economía de aquel momento. Me dijo que era como esto de las “jaimas” del desierto, que no dejan de ser una especie de tiendas de campaña, y los Rolls Royce aparcados al lado. Una cosa en apariencia no va acompañada de la otra. Es harto difícil establecer el significado de las cosas del pasado.

—Fíjate —me dijo— que en los museos, en la mayoría de las etiquetas de las piezas que se exhiben pone “objeto de culto, ritual, religioso…”. En realidad, no tenemos ni puñetera idea.

—Dentro de unos años meterán móviles en los museos —le respondí.

…y él acabó la frase, añadiendo:

—Y serán objetos de culto.

Juan volvió a interesarse por mi dedicación a la arqueología. Le dije que en realidad llevaba años sin hacer ninguna colaboración y que si no fuera por la lectura ya lo habría olvidado todo. Le maticé que una de las cosas que más me gustaban era escribir.

— ¿Pero tienes intención de escribir algo?

—No, de momento considero que no tengo ni técnica, ni tiempo. Además, a mi edad ya tendría que haber empezado.

Cuando le comenté que tenía 36 años, él me dijo que, con excepciones, pocas veces se publica algo decente antes de los 40.

—Necesitas tener más bagaje, más recorrido, para mirar atrás y tener algo que contar. Todo es cuestión de dedicación, si te gusta algo. Y sobre todo, leer. El cincuenta por ciento de un escritor es lectura.

—Me considero una buena lectora, desde niña, pero aún debo aprender mucho.

En estas sonó su teléfono.

—Discúlpame un momento, Susana.

— ¡Hombre, “Fulanito”! ¿Qué tal?

Y tras medio minuto de conversación, dijo:

—Oye mira, “Fulanito”, que estoy en el dentista y estoy a punto de entrar, que me acaban de avisar, hablamos en otro momento.

— ¿Tienes que ir al dentista? —le dije.

Por un momento se me pasó por la cabeza la ingenuidad que el hombre se tenía que ir de verdad al dentista. Pero, Juan me guiña el ojo y añade:

—Es que es éste es un escritor, y nos hubiéramos enrollado como persianas. Y ahora te quiero atender a ti.

Proseguimos nuestra conversación, mientras me comentaba otros proyectos literarios, como una novela para Nicholas Wilcox (su otro yo), otra novela sobre los iberos, y otra sobre nazis, y una siguiente sobre sexo, como continuación a El sexo de nuestros padres, con un título que no recuerdo, pero que era muy gracioso: “Homo…” no sé qué. A propósito del tema, me habló de lo mojigatos que nos volvimos en este país durante los años de la dictadura, y entonces recordó a una chica a la que dedicó un capítulo del libro que tiene sobre la guerra civil. Tenía fotos de ella anteriores a la guerra, posando para el fotógrafo con los hombros descubiertos, bella, insinuante, sensual y libre. Y en fotografías posteriores aparecía disminuida, ennegrecida (por los ropajes oscuros), apagada, anulada y triste. La chica estaba completamente transformada.

—Aquello fue una salvajada para todos —aseveró.

Hablando de sus novelas ambientas en la guerra civil y años posteriores, reconoció que reunir historias de la gente que “sufre” la Historia le fascina. Que recoge todo lo que encuentra a su paso, todos los retales que le ayudan a reconstruir este pasar del tiempo. Y charla con todo aquel que puede, le encanta conversar.

—Y mira —me dice—, no me pongo a hablar a veces con las señoras porque temo que me tomen por un ligón. Pero hasta cuando estoy esperando el autobús me pongo a charlar con el que tengo al lado. Se aprende mucho de las personas, de todas.

Y es cierto que sus novelas están construidas a base de historias, pequeñas o grandes. Me explicó aquí una anécdota de la que me dijo que algún día convertirá en novela: en una ocasión un lector le envió un cuaderno con su diario personal y una serie de fotos y dibujos. Este lector resultó ser un antiguo combatiente de la División Azul. Eslava dijo aquí algo que me impresionó mucho:

—Un hombre que viene de una guerra siempre es un hombre derrotado. Pero esta no es una historia de guerra, es una historia de amor.

La cuestión es que ese antiguo soldado estaba enamorado hasta las cachas de una mujer veinte años más joven, pero ella no le correspondía, y para retenerla de alguna manera se dedicó a hacerle cientos de fotografías. Ella le descubrió, y le acusó escandalizada por esa descarada persecución fotográfica, pero al ver el fervor que ese hombre sentía por ella cuando se le declaró, accedió a verle como amante, pero sólo tres veces al año (Navidad, y no recuerdo bien cuáles eran las otras dos). Pero esto también terminó y él quedó sumido en la pena. Y como consuelo, comenzó a dibujarse a él mismo (tenía dotes para la pintura) pero veinte años más joven, y aparecía retratado junto a ella, en los lugares donde la había fotografiado. Para construir una especie de pasado juntos y tener ese recuerdo nacido de la ilusión. Eslava me dijo que le parecía una fascinante historia de amor, y que algún día, le gustaría que viera la luz como novela, dedicada a este lector. A mí también me pareció una historia realmente hermosa.

Y entre esas pláticas, llegó el momento de concluir nuestro encuentro. Eran casi las ocho de la tarde. Pero antes de marcharnos saqué lo último que había traído de mi “arsenal”: un libro sobre la guerra civil que tenía en mi casa, que es una recopilación de cartas de soldados de los dos bandos que participaron en la batalla de Teruel. El libro se llama Teruel a secas.

Y le dije a Juan:

—Sabía que te gustaban este tipo de historias, así que si quieres, quédatelo. Podría resultarte interesante.

Y bueno, decir que le encantó es quedarme corta.

—¡Vaya, esto sí que no me lo esperaba!

Se lo miraba como quien contempla un pequeño tesoro. Al parecer, no lo conocía.

—Muchas gracias, Susana.

Yo a ese libro ya le había sacado todo el partido. Que continúe su vida en otras manos.

Me invitó (iba a hacerlo yo, pero se me adelantó). Me hizo gracia porque no se aclaraba con las monedas.

—Aún tengo que pasarlo a pesetas —me confesó.

Le acompañé un trocito, callejeando y charlando sobre Franco y la guerra incivil. De lo inesperado que fue eso para la población, de lo poco calculado que estuvo, etc.

Reiteró su deseo de volverme a ver y seguir charlando.

—Ha sido un placer el haberte conocido, Susana. Hasta muy pronto.

—Lo mismo le digo yo a Usted. Muchas gracias, de verdad.

Y ahí le dejé, a este caballero de las Letras, caminando calle abajo. Muchas cosas han pasado después de casi una década. Entre otras, ahora Juan Eslava vive tranquilamente en Madrid, y ha publicado más de una veintena de libros. Actualmente está trabajando en un proyecto que puede ser interesantísimo, pues trata sobre la Biblia.


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