Revista Pijao
El retrato oscuro de la noche lapona
El retrato oscuro de la noche lapona

Por Isabel Valdés

El País (Es)

Cecilia Ekbäck, decía su madre, nació con una pluma en la mano. Y con esa pluma creció en Hudiksvall, una pequeña ciudad sueca que parece construida para aparecer en alguna postal, junto al mar, a 300 kilómetros al norte de Estocolmo. Leer y escribir es lo que más recuerda. Leer mucho, escribir mucho. En todas partes y todo el tiempo. Ahora, aquella niña que escribía historias en el colegio para que sus compañeros le pusieran el final se ha convertido en uno de los nombres que podría reinar en la novela negra escandinava.

La pasada primavera se publicó en español el segundo de sus libros, La oscura luz del sol a medianoche (Roca Editorial, 2017), ampliando el camino de ese noir nórdico que ve peligrar desde hace un tiempo y de forma intermitente su imperio (el nacimiento de nuevos nombres y estilos obliga), y poniendo un puntal en un subgénero que crece y que va más allá del simple frío. En los dos títulos de Ekbäck —el primero, El invierno más largo, se publicó en castellano en enero de 2016 (Roca Editorial) — se cruzan la historia y las leyendas, la geografía en sí misma como argumento, el retrato social y puntillista de épocas pasadas y la certeza que siembra en el lector de diferenciar en cada párrafo la realidad y la fantasía, y, sin embargo, no tener claro cuál provoca más miedo. Angustia, a veces, inquietud, desasosiego. Y el monte Blackasen, el punto común de ambas novelas.

“Esa montaña es la encarnación de lo que sentí mientras crecía”, cuenta Ekbäck. El temor, las dudas, el fervor religioso, la soledad y la aparente necesidad de encajar y pertenecer en una familia muy comprometida con el pentecostalismo (un movimiento evangélico cristiano). Ese resumen de la infancia y la adolescencia de la autora podría servir como telón de fondo de sus novelas. Dos historias tejidas alrededor de dos asesinatos, ambos aparentemente inexplicables y confusos y perpetrados alrededor del monte Blackasen en dos siglos distintos, el XVIII (la primera de sus novelas) y el XIX (la segunda).

“Cuando escribí el primer libro tuve el deseo de volver donde sentía que mi historia familiar comenzaba, en Laponia, con la llegada de los colonos a principios de 1700, cuando muchos de los conflictos comenzaron”, recuerda la escritora. Más allá de su árbol genealógico, explica que fue un momento muy interesante para Suecia, en aquel momento una gran potencia bajo Carlos XII: “Pero el imperio está desmoronándose y el cambio era inevitable”. Para el segundo libro, la autora quería saber cómo sería aquel lugar 100 años más tarde: “Todavía no había terminado con Blackasen, o tal vez no él no había terminado conmigo”. Y eligió 1856 porque fue otro momento importante para Suecia, con muchos cambios por la industrialización. “Me gusta este tipo de momento en el que el trastorno es inminente, creando una inseguridad extra para los personajes, que ven como el mundo va cambiando delante de ellos”.

Para la narración, un profundo ejercicio de investigación histórica, que incluye a los Sami —el pueblo lapón— y que da fuerza a cada una de las páginas, vestidas con descripciones detalladas, sutiles, que obligan a entrar de lleno en el frío, en la oscuridad y en la dicotomía de un paraje en el que cohabitaban reyes, nobleza y chamanismo. La misma sensación que Ekbäck lleva de serie: “Mis padres nacieron en Laponia y pasamos mucho tiempo allí con nuestros abuelos, tíos, tíos y primos. Tenemos un antepasado Sami, pero todos los demás eran, hasta donde yo sé, colonos suecos”. Ser parte del pueblo Sami (lapón), que habita en el extremo más septentrional de Europa, es, según la autora “ser criado en la tradición y la cultura más que serlo por sangre”.

De aquella infancia, la autora tiene muchos otros recuerdos: sentarse junto a su familia en la mesa de la cocina y ver cómo el crepúsculo se convertía en la noche, la tradición de contar historias, la de leer la Biblia… “Principalmente el Antiguo Testamento. Creo que pocos libros son tan violentos y ricos como la Biblia. Cuando fui un poco mayor, mi padre me dejaba en la biblioteca local y me recogía a la hora de cerrar. Era la única persona en el pueblo que pedía prestados más de diez libros por semana”.

Después, cuando Ekbäck se mudó al extranjero, con 24 años, dejó de escribir. Sentía que su inglés no era lo suficientemente bueno y volvió a hacerlo cuando murió su padre, en 2008. No encontró otra manera de librarse de ese dolor. “Cuando empecé de nuevo, después de tantos años de ausencia, fue como volver a casa”. Reconoce que el primer libro fue fácil porque nunca pensó que fuese a ser publicado; pero el segundo no lo fue tanto. La presión y el miedo a la decepción hicieron que su mente comenzara a hacer “ruido”; cree que ha aprendido a calmarlo y se recuerda a sí misma que escribe porque quiere escribir, “y por ninguna otra razón”.

“Comienzo a entender que el desorden también es parte del proceso. Algunos días puedes escribir mucho, otros días puedes no escribir nada, pero necesitas confiar en que la mente está todavía ahí, trabajando en esa historia…”. A Ekbäck, a veces, la realidad la asalta como una intrusa cuando está en medio de una historia; quizás porque, al imaginar, finge estar allí, se sienta en una de las rocas del bosque que recuerda y vuelve a vivirlo. “Puedo ver, oler y escuchar esa realidad. Paso mucho tiempo escribiendo los lugares, es importante para mí. Siento que si el lugar es creíble, puedes traer al lector contigo, y entonces la historia se vuelve más que una experiencia, más que algo leído”.

Y la mayor parte del tiempo funciona. Tal vez también por esa proporción medida de realidad y distopía, por la imperfección humana de sus personajes, sus obsesiones y soledades, sus debilidades y fortalezas… Y entre todos ellos, las mujeres como protagonistas, como guías del relato. Ekbäck quería protagonistas femeninas: “Creo que tenemos que volver a escribir a la mujer en la historia. Ya se ha escrito tanto desde el punto de vista masculino…”. Mujeres reales, valiente, con miedos, frustradas, felices. Mujeres que luchan y lloran y se sobreponen y caen. Mujeres. Dice la autora que para ser una mujer y sobrevivir en Laponia tenías que ser inmensamente fuerte, feroz. “Y eso es algo por lo que vale la pena escribir”.


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