Por Jair Villano
El Espectador
Los ataques epilépticos empezaron cuando supo que su padre fue asesinado. Tenía dieciocho años, estaba en la escuela de ingenieros de San Petersburgo, pero leía apasionadamente a Pushkin, Gógol, Schiller, Balzac, Shakespeare, Goethe, Hegel y la Biblia. De modo que a esa edad donde todo es difuso, estaba sin mamá y sin papá, porque ella, a quien amó como no a él, también había desaparecido del mundo. Con otro agravante: sentía como un crimen propio la muerte de su progenitor. Lo había deseado; odiaba su adicción al alcohol, su mal carácter y su disipación.
No es gratuito que sus personajes padezcan demencia senil, epilepsia, histeria, ludopatía, y que sus instintos estén ceñidos a sus enfermedades. Tuvo que pasar mucho tiempo, pero no es extraño que en su gran obra, Los hermanos Karamazov (1880), uno de los personajes principales se apersone por un asesinato que no ha cometido.
Lo explicó Freud, uno de sus lectores más célebres, en El parricidio de Dostoievski: “Podemos decir que este no se vio jamás libre de remordimientos por su primitivo propósito parricida”. Y es que si hay algo que atormenta a Iván Karamazov, ateo, intelectual, moral, es eso. Ilustrado magníficamente en el diálogo con Smerdiakof (autor material del asesinato de Fedor), en el intercambio de palabras con su hermano Alejo, y en ese delirio que lo lleva hablar consigo mismo, en uno de los soliloquios más interesantes de la literatura, donde hay una ráfaga de ideas sobre la conciencia, la moral y el ateísmo que tanto preocupó y deslumbró a Nietzsche (otro de sus grandes lectores). “Si Dios no existe, dice Iván, todo está permitido”.
Los hermanos Karamazov es una de las obras más importantes de la literatura universal porque en ella Dostoievski retrata los problemas existenciales del ser humano de todos los tiempos: los desvaríos que ocasiona el amor, con Demetrio y Grushegnka como protagonistas; los sacrificios de los bondadosos, que son capaces de ponerse por debajo de los demás a expensas mismos, nadie duda que Aliosha es el ángel; la maldad y el egoísmo, condensada en Fedor Paulovitch Karamazov; y la problemática vida de los seres pensantes, engreídos, tal vez, pedantes, también, pero conscientes de muchas de las mentiras que hacen feliz a los habitantes del mundo, siendo Iván el gran representante.
De sus muchas disertaciones, sin duda las que más se destacan son las honduras sobre el ateísmo, el poema de Iván símbolo de ello; los alcances del remordimiento, Demetreio y el mismo Iván creen que pagando una pena podrán redimir sus culpas; la ironía de los discursos en los tribunales y lo robustos que son los diálogos, principalmente, cuando los personajes se toman la palabra.
El drama shakespereano es una influencia palpable en la obra del ruso. El argumento de la novela es en sí mismo dramático: el asesinato de un ruin padre presuntamente a causa de uno de sus dos hijos, quienes lo detestan por igual. Con un interesante matiz, el menor de los Karamazov: Alejo, un ser que es capaz de unir a todos por el cariño que le tienen.
Jonathan Franzen, para mí uno de sus mejores epígonos, dice que una novela que no complica las cosas no vale la pena. Milán Kundera, más cercano a Proust y Joyce, manifiesta que la novela tiene la obligación de decirle a los demás que las cosas son más complicadas de lo que se cree.
En El arte de la novela señala: “La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz”.
Todo lo que el hombre es capaz, vale la pena retomar, podría ser un concepto desde el cual se puede analizar las novelas de Dostoievski. Lo que el individuo es capaz de hacer por amor, por dinero, por rencor, por placer, por ambición, por remordimiento. En las novelas del autor de Noches Blancas la conducta y el alma del ser humano están expuestas de una forma tan profunda, que siglos después de la publicación de sus obras su sapiencia no se agota. Por el contrario, se va renovando.
Siendo unas mejores que otras, Los hermanos Karamazov y Crimen castigo (1866), en mi opinión, destacan eso que he referido. En Crimen y castigo, por ejemplo, Raskólnikov es un héroe fallido. Primero tiene la convicción de que asesinando a una vieja ladrona ayudará al mundo, pero luego las ínfulas de grandeza que siempre ha tenido lo llevan a dudar de su propósito y entonces la contrición, sumado a una serie de calamidades (como el matrimonio de su hermana y el asesinato no meditado en la escena del crimen), se apoderan de él, y en ese conflicto existencial tan lamentable como tan común, se erige otras de las obras que mejor explora la condición de la humanidad.
De los elementos que mejor resplandecen en la novela son los diálogos entre Raskólnikov y su amigo Razumijin, así como el inteligente interrogatorio -caso dispar a la burla hecha cuando atrapan a Demetrio Karamazov- que Porfiri y Zamétov le hacen al autor del asesinato.
Pero volviendo al hilo central, el pensamiento de Raskólnikov es explicado por un estudiante que habla sobre la justicia con un oficial en una taberna. Deteniéndose en la hipotética muerte de la vieja Aliona, descrita como usurera, perniciosa, mala, el chico pregunta: “¿Crees que no se borra un pequeño crimen con miles de buenas obras? Por una vida, miles de vidas salvadas de la podredumbre y de la descomposición”; y más adelante en un artículo en el que el protagonista de la historia organiza un concepto que divide a los hombres entre ordinarios y extraordinarios, siendo los segundos los que tienen permitidos pasar por encima las leyes (inclusive el derrame de sangre) para cumplir con cabalidad sus objetivos.
Raskólnikov no es malo, es orgulloso, es la esperanza de su madre y de su hermana, es bondadoso inconsciente, pero está enfermo, padece hambre, interrumpe sus estudios por sus condiciones adversas y, al hacerlo, parece que arruina su futuro. “¡No es un ser humano lo que yo he asesinado, sino un principio! (…) soy peor y más asqueroso que el piojo aplastado”.
Dostoievski hace de algo aparentemente común un entramado agudo, complejo y congestionado de profundos contrastes, lo cual se puede observar en las constantes contradicciones de los personajes, en especial de Raskólnikov, quien a medida que van transcurriendo las páginas revela una versión diferente de porqué asesinó: “Yo quería llegar a ser un Napoleón y por eso maté”, le confiesa a Sonia, una mujer desgraciada, que se sacrifica por sus hermanos y su padre borracho, “si pasé tantos días atormentándome para decidir si Napoleón se lanzaría o no se lanzaría adelante, era evidente que en mi interior, me daba clara cuenta de que yo no era un Napoleón”, “maté por mí, por mí mismo”, “me maté a mí mismo, no a ella”.
Es tan denso el drama que uno podría llegar a pensar que, como en Los hermanos Karamazov, en esta historia los personajes creen que compadeciendo sus desgracias a personas en peores condiciones que ellos mismos, redimirán de alguna forma sus penitencias.
Pero no. Es claro que Dostoievski tuvo un sentido social que lo llevó a retratar las vidas más atormentadas por la pobreza, la miseria, las enfermedades, los resentimientos morales. Pero a mí me parece que, en un epítome de su incuantificable maestría, su principal virtud radica en que en sus mayores obras recuerda de manera espléndida e ingeniosa que los mejores seres humanos son capaces de obrar de la peor manera, así como los peores seres tienen la capacidad de obrar de la mejor forma.